Recuerdo haberlo hecho. Yo y mi acompañante teníamos mucha prisa por llegar a un sitio, no nos daba tiempo ni a cruzar el tramo del parking del centro comercial necesario para llegar al área asignada para colocar el carrito, así que lo dejamos por ahí abandonado a su suerte, sintiendo esa presión social del que no está cumpliendo las normas. Esto me ha ocurrido una vez o dos de, pongamos, cientos de veces que he depositado esos trastos en sus lineares durante años como clienta.
Y sin embargo, lo vemos. Es algo que ocurre con relativa frecuencia. Carros solitarios a unos pocos metros de su depósito, en mitad de explanadas. Suponemos que algunos de esos aparatos estarán ahí por una puntual urgencia, pero también sabemos que hay gente que, simplemente, se siente indiferente hacia las convenciones que seguimos todos los demás. ¿Por qué hay gente que no se siente mal al realizar un acto incívico tan trivial como básico para que todo funcione correctamente?
Podemos englobar nuestra forma de interactuar con las normas sociales en dos grandes categorías. Por una parte tenemos las normas cautelares, que impulsan nuestras respuestas según cómo percibimos que los demás se interpretarán nuestras acciones (si creemos que van a pensar bien o mal de nosotros nos inclinaremos a actuar de cierta manera). Las otras son normas descriptivas, donde nuestras respuestas están guiadas por pistas contextuales, con lo que actuamos imitando (o no) el comportamiento ajeno o por lo que intuimos que es correcto en cada escenario distinto.
El caos genera caos: cómo fabricar un mundo lleno de carritos sueltos
A la pregunta que nos hacíamos al principio responde un estudio de 2008 publicado en Science, que, como cuenta Scientific American, hizo tests conductuales acerca de la manipulación de normas cautelares y descriptivas para ver si la observación de que otro haya infringido un código llevaría a los demás a romper ese u otros ejemplos.
En la primera prueba, los investigadores crearon un escenario en el que los participantes tenían que recoger una bicicleta estacionada en dos callejones distintos. En ambos había un cartel fácilmente observable que decía: “prohibido hacer graffitis”, pero en uno de ellos sí había pintadas, mientras que el otro estaba impoluto. Las bicis, además, tenían un papel publicitario en el manillar, de manera que el participante debería retirarlo antes de poder marcharse con su vehículo.
¿El resultado? El 69% de la gente del callejón que tenía pintadas por las paredes tiró el papel publicitario al suelo, mientras que en el otro escenario sólo incumplieron la norma el 33% de los participantes. La sensación de impunidad (las normas descriptivas no estaban diciendo lo mismo en el escenario sucio) había aumentado en la psique colectiva y les había llevado a quebrar una norma distinta, la de tirar basura.
Los investigadores replicaron estos resultados en otra prueba parecida. Colocaron una serie de vallas temporales a lo largo de dos estacionamientos y colocaron ambos dos letreros idénticos, No Traspasar y No bicicletas. El letrero de las bicicletas tenía el objetivo de indicar que las personas no podían estacionar sus bicis en la valla, poniendo su cadena y candado en ella. El de No Traspasar era una orden para que los transeúntes del párking accediesen a sus vehículos dando un rodeo y entrando por otro camino distinto.
En el primero de estos espacios había alguna bici encadenada en estas vallas, mientras que en el segundo no. A los encuestados se les dijo que tenían que entrar al párking, y los resultados fueron significativos: el 82% de los participantes cruzó por la zona prohibida si había bicicletas incorrectamente encadenadas frente al 27% de encuestados que lo hizo cuando no había bicicletas encadenadas a la vista.
La última prueba es la que esperaríamos de una prueba así: dos párkings, uno con los carritos de la compra perfectamente guardados y otro caótico, con diversos carros sueltos a la vista. Cuando fueron a quitar la publicidad del parabrisas de sus coches, el 58% de los participantes que veían esos carros caóticos tiraron el papel al suelo, mientras que sólo lo hizo el 30% de los que transitaron por el párking impoluto.
El desorden es contagioso, no la criminalidad
Aquí estamos ante una prueba psicológica que nos recuerda inevitablemente a la teoría de las ventanas rotas, una hipótesis de la ciencia criminológica que resonó con fuerza a finales de los 90 y que sostiene que mantener los entornos urbanos en buenas condiciones puede provocar una disminución del vandalismo y la reducción de las tasas de criminalidad.
A lo largo de estas décadas la teoría se ha topado con bastantes detractores, sobre todo ya que la puesta en práctica de ciertos programas en entornos problemáticos no ha solventado en muchas zonas los niveles de vandalismo que pretendían erradicar. Y aunque es cierto que esta teoría no vale para explicar la relación entre desorden y crímenes violentos, sí lo es para explicar nuestro apego hacia ciertas normas cívicas de categorías similares.
Así que, aunque no vayamos a convertir éste en un mundo más peligroso sólo por traicionar pequeños códigos comunes, sí podemos evitar que nuestro entorno se vaya volviendo más insolidario y más sucio. Y todo con el simple gesto de guardar correctamente el carrito de la compra.