Hoy cuesta creerlo, pero hubo un tiempo no demasiado lejano en el que media humanidad cayó presa de una obsesión inextinguible: el Tetris. Creado en 1984 por Alexey Pajitnov, el videojuego se introdujo en los hogares de todo el mundo con un sigilo letal. A principios de la década de los noventa su dominio era incontestable. Hordas de niños, adolescentes y adultos pasaban horas a sus mandos y recorrían los rincones de su memoria en busca de figuras geométricas que encajar.
Por aquel entonces la humanidad experimentaba una inédita fiebre por el videojuego. La década de los ochenta legó algunas de las producciones más memorables de la industria. Muchas de ellas dependían de sitios físicos, de consolas inamovibles o de máquinas recreativas sólo disponibles en determinados puntos. Cuando Nintendo adquirió el videojuego en 1989, sin embargo, dio un carácter móvil a la obsesión. Era posible pasarse el día entero, en casa o en cualquier otro lugar, encajando puzzles.
Y así, el Tetris se convirtió en un videojuego. Se transformó en un prisma a través del que observar el universo, en una herramienta mediante la cual proyectar sueños y deseos. No se trata de una metáfora, sino de un fenómeno literal. Muchos de sus jugadores más enfervorizados sabrán de qué estamos hablando.
Se trata del Efecto Tetris. Su bautismo data de 1994, cuando un periodista de Wired, una revista cultural estadounidense, trató de averiguar qué efecto tenía el videojuego en nuestro cerebro. Por aquel entonces eran múltiples los jugadores que confesaban soñar con las piezas del Tetris, que admitían caminar por la calle y encajar unos coches con otros, unos edificios más altos y delgados sobre otros más bajos y rechonchos. El puzzle se había convertido no en un entretenimiento, sino en un resorte mental:
En 1990, pasé una semana con un amigo en Tokio, y el Tetris esclavizó a mi cerebro. Por la noche, las formas geométricas caían en la oscuridad mientras reposaba en el suelo de tatami. Por el día, me sentaba en un sofá de ante lavanda y jugaba al Tetris con furia. Durante las raras excursiones fuera de la casa, encajaba visualmente a los coches, a los árboles y a los peatones.
No tardó la ciencia en abordar la cuestión. ¿Qué se escondía tras el poderoso magnetismo del Tetris, tras sus bloques infinitos cayendo a plomo? En el año 2000, Robert Stickgold, por aquel entonces uno de los investigadores psiquiátricos más relevantes de la Universidad de Harvard, se propuso descubrirlo. Reunió a una treintena de personas, cinco de ellas amnésicas, y les puso a jugar al Tetris durante largas horas del día. Por la noche, cuando el sueño se impusiera sobre ellos, les despertaría periódicamente, cada una o dos horas, para cuestionarles sobre sus sueños.
Sus resultados fueron reseñables. El 63% de los participantes admitió haber visualizado formas y patrones similares a los del Tetris. Cuando cerraban los ojos, tras largas horas frente a la pantalla, los mecanismos y protocolos absorbidos por su cerebro se reproducían de forma fidedigna en su imaginación, en sus sueños. El experimento sirvió a Stickgold para reafirmar una idea largamente sospechada por la ciencia. Que los sueños no son sino una forma de reforzar nuestro aprendizaje diurno.
"El propósito del sueño es recuperar el procesado de información recibida durante las horas del día. Cuando estamos despiertos las partes del cerebro que se dedican a esto no están disponibles, dado que se ocupan de otras tareas", explicaría en una entrevista tras su estudio. "Por eso dormimos una siesta durante el día. Ayuda a limpiar la bandeja de entrada del cerebro e integra esa información en la memoria. Durante toda la historia los humanos han dormido siestas con este propósito".
El sueño, así, se convierte en una forma de ordenar nuestras ideas. Y más determinante aún: de desechar las menos relevantes, el ruido ambiental que nos rodea, y de asimilar aquellas de crucial importancia. Cuando dormimos, nuestro cerebro afronta cual diligente funcionario la larga lista de acontecimientos que han poblado nuestro día. Su tarea consiste en filtrarlos y en enviar las piezas de información más relevantes a nuestros centros de memoria. Todo esto se traduce en los sueños. Y para el caso de nuestros obsesivos jugadores, en el Tetris, brújula de sus vidas.
"Las personas muy ocupadas están familiarizadas con la sensación de que sus cabezas se llenan de marañas de hechos durante el día", añadiría Stickgold. "Tales personas suelen decir: necesito consultarlo con la almohada. Lo hacen, y perciben sus cabezas menos desordenadas a la mañana siguiente. Gran parte del exceso de detalle se ha evaporado, y los hechos más importantes parecen más claros". Cuando soñamos, seleccionamos la información relevante. De ahí que muchos estudiantes afiancen sus conocimientos en la cama, tras largas horas de reposo.
Veo Tetris por todas partes
Los hallazgos de Strickgold fueron útiles para comprender dos cosas: el impacto del sueño en nuestro cerebro y el subterráneo carácter del Tetris en nuestra memoria, su prolongada influencia mientras dormimos. ¿Pero qué hay de su influencia diaria, cuando estamos despiertos e imaginamos sus formas y figuras cayendo del cielo, encajando sobre los huecos vacíos de la geografía urbana?
Otros trabajos han explorado esta cuestión, si bien aplicada a los videojuegos en general. El fenómeno se conoce como "game transfer phenomena" (GTR). Un grupo de investigadores publicó en 2011 uno de los estudios más concienzudos al respecto. Para comprender el alcance del fenómeno, analizaron el comportamiento y las experiencias diarias de 42 jugadores frecuentes de entre 15 y 21 años. Lo que descubrieron dista de lo sorprendente. Muchos de ellos integraban elementos de sus videojuegos favoritos en sus vidas diarias, más allá de la mera proyección visual.
Tales elementos consistían en "fantasías, pensamientos y acciones", algunas de ellas automáticas, otras voluntarias. Los investigadores concluyeron que se trataba de una forma de "diversión" y entretenimiento, de una mera forma de mimetizar el contenido del videojuego al mundo físico, de continuar con él cuando ya no fuera posible. Pero al mismo modo, aquellas proyecciones "despertaban pensamientos intrusivos, sensaciones, impulsos, reflejos e ilusiones ópticas". Influenciaban al cerebro.
La publicación del estudio causó un torrente de titulares sensacionalistas en los medios de comunicación ("los jugadores de videojuegos no saben diferenciar el mundo real del ficticio", etcétera). Pero lo cierto es que tales comportamientos entraban dentro de lo normal, al menos en relación a lo que ya conocíamos sobre el comportamiento humano. En The Guardian, el propio autor del trabajo, Mark Griffiths, lo ilustraría con el ejemplo más célebre de la investigación psicológica:
Son respuestas condicionadas. Piensa en Pavlov y sus perros. Si en un juego haces algo repetitivo, estás utilizando los controles de forma automática, del mismo modo que un conductor experimentado puede hacerlo de forma instintiva. De modo que si abandonas el juego y te topas con una situación similar en la vida real, la respuesta condicionada aparece durante un segundo o dos. Es evidente que los jugadores se dan cuenta de que no están en un videojuego; las situaciones, simplemente, les devuelven a ellos.
Ni siquiera se trata de algo exclusivo de los jugadores. Desarrollamos similares patrones visuales y respuestas automáticas cuando pasamos larguísimas horas tratando de completar un puzzle, o cuadrando los lados cromáticos de un cubo de Rubik. El propio Strickgold confesaría un fenómeno similar a raíz de su afición a la escalada. Una vez comenzó a trepar paredes, cualquier superficie vertical se podía convertir en un lienzo sobre el que desplegar cuerdas y agarres.
Tampoco es algo moderno. El ejemplo más paradigmático del "efecto Tetris" se encuentra en los marineros. Cuando muchos de ellos desembarcan tras meses de faena en alta mar, ajustan su cuerpo a los vaivenes naturales del océano. Perciben los movimientos del barco en el océano, pero están en tierra firme. ¿Los contables que pasan diez horas al día buscando errores en tables de Excel? Hacen lo propio cuando llegan a casa, maximizando los fallos de sus familiares o hijos frente a los aciertos.
E incluso de forma casi orgánica, nuestro cerebro siempre tiende a interpretar el mundo que le rodea, o a reaccionar a estímulos externos, en función del aprendizaje o el entrenamiento que le hayamos inculcado. Los abogados tienden a identificar fallos argumentativos cuando conversan con alguien; los ingenieros identifican problemas y tienden a arreglarlos, al margen de su profesión; y los profesores tienden a ser didácticos y elocuentes incluso cuando han salido del aula.
Nuestras obsesiones moldean la forma en la que entendemos el mundo. El efecto Tetris es la consecuencia extrema de este proceso. Obsesionados con un videojuego, terminamos viendo literalmente la realidad a través de sus bloques y pequeños puzzles. Soñando con ellos.
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