Igual soy el primero que lo dice, pero el porno es una cosa muy grande. Mueve unos cien mil millones de dólares al año, en torno al 30% del tráfico de internet y algunos expertos, como el psicólogo Gary Wilson, sostienen que esta sobreabundacia de estímulos sexuales es uno de los mayores experimentos sociales nunca vistos.
"En diez minutos, cualquier usuario de Internet puede ver más tías buenas que cualquier antepasado suyo en varias vidas", dice Wilson no sin algo de razón. Y no sabemos qué consecuencias tiene eso. ¿Cómo influye en nuestra cultura, en nuestra visión del mundo, en nuestra forma de relacionarnos?
La pornografía y sus críticos
La pornografía es tan antigua como nuestra capacidad para crearla. Pero durante muchos siglos, bajo la mirada estricta de los críticos morales, se mantuvo a raya oculta bajo colchones, dentro de libros o protegidas en colecciones de libertinos profesionales. Hay una continuidad histórica indiscutible entre las pequeñas y destartaladas imprentas europeas del siglo XVI y plataformas como Pornhub. Y es que quizá lo que ha cambiado no es su existencia, sino su aceptabilidad social. Hoy, las pornstars son estrellas mediáticas y tenemos a actores porno en programas de prime time.
También es cierto que a medida que las críticas religiosas perdían fuerza han ido surgiendo otras críticas de corte feminista que han impugnado la pornografía no sólo como un retrato del machismo imperante y de las desigualdades de género, sino también como una apología, pura propaganda. No obstante, estos adversarios no han sido tan exitosos: hoy vivimos a un click de terabytes de imágenes, vídeos y todo tipo de material pornográfico.
Exitoso o no, el argumento de que la pornografía ofrece modelos violentos de comportamiento social y sexual es interesante. ¿Es posible que la "democratización del porno", por decirlo de alguna manera, esté contribuyendo a crear una sociedad más violenta y agresiva?
¿La pornografía nos hace más violentos?
Como os podéis imaginar, tampoco ésta es una pregunta reciente. Si dejamos de lado toda la literatura moral, la investigación científica a gran escala comenzó en 1969. Ese año el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictaminó, precisamente en un caso sobre la posesión de pornografía, que lo que cada uno viese en la intimidad de su casa era decisión suya y solo suya.
Ya sabéis como son los políticos estadounidenses con todo lo que tiene que ver con la religión. Así que, como podéis imaginar, al Congreso norteamericano no le gustó demasiado y creó una comisión para estudiar la relación entre las imágenes eróticas y la violencia sexual, la Comisión sobre Obscenidad y Pornografía.
En lugar de prohibir la pornografía, la clave estaba en invertir en educación sexual
Lo cierto es que la Comisión no encontró ninguna relación entre el porno y la violencia. Recomendó invertir en educación sexual e investigación, restringir el acceso a los niños y se declaró totalmente en contra de la prohibición en adultos. En 16 años, Reagan montaría otra comisión (esta vez dependiente de la fiscalía) que, como era previsible, sí encontró relación casual entre el porno y la violencia sexual.
De todas formas, como defendía Anthony D’Amato, profesor de derecho de la Universidad Northwestern, no parece que una comisión de este tipo, con sus agendas políticas, sea el mejor lugar para dirimir el asunto. Él mismo (que fue invitado a participar la primera comisión pero no a la segunda) lleva desde los setenta investigando recurrentemente el tema.
En un artículo de 2006, D'Amato se preguntaba si la reducción de las violaciones en Estados Unidos (más de un 85% en los últimos 25 años) tenía algo que ver con la aparición y la popularización de internet. Sin ser un trabajo exhaustivo, señala un dato interesante: en los cuatro estados norteamericanos con menor acceso a internet las violaciones (corregidas por la estatus socioeconómico) se incrementaron un 53%, mientras que en los estados más conectados éstas disminuyeron un 27%.
Ideas preconcebidas sin evidencia científica
Unos años después, Ferguson y Hartley retomaron la idea de D'Amato. Y con una base de datos mucho mayor descubrieron que esa correlación entre aumento de la pornografía y disminución de la violencia sexual existía. Y no sólo en EEUU, sino también en Japón, Alemania, Dinamarca y Suecia. Los datos son llamativos y contradicen los hipotéticos resultados de la teoría contraria. Pero, como reconocen Ferguson y Hartley, no valen por sí mismos: la correlación, por sí sola, no implica causalidad.
Aunque en este caso, no quedan muchas más opciones. En el mejor de los casos, la investigación experimental que relacionan exposición a la pornografía y violencia sexual es inconsistente. La mayor parte de los estudios tienen serios problemas metodológicos (Mould, 1988) y, es más, las mejores investigaciones sugieren el efecto contrario: la exposición a contenidos pornográficos puede favorecer el desinterés sexual (Ferguson y Hartley, 2006).
Por otro lado, sabemos que el consumo de pornografía no es un buen predictor de la violencia sexual (Kingston, Federoff, Firestone, Curry y Bradford, 2008). Es decir, la gente que consume mucha pornografía no es más violenta de lo normal (ni siquiera en lo relativo de la violencia sexual). Vamos, que la correlación podría no ser suficiente si hubiera algo que nos hiciera pensar lo contrario. Pero no, no lo hay: la pornografía no nos hace más violentos.