Un conductor madrileño pasa alrededor de 42 horas al año enfangado en un atasco. Un bogotano 75 horas. Un angelino más de 100. De media, las grandes ciudades del mundo obligan a sus conductores a pasar entre dos y cuatro días al año, completos, embutidos en su coche, observando las agujas del reloj desplazarse con lentitud, impotentes ante una situación que no pueden resolver o evitar.
A priori, el tiempo es el principal problema de un atasco. Pero en la práctica es algo más mundano: el dinero. Las grandes congestiones suponen pérdidas irreparables para los centros urbanos. En el caso de ciudades en permanente estado de atasco, como Nueva York o Moscú, las pérdidas pueden amontonarse hasta los 20.000 millones de dólares anuales. Porque si el tiempo es oro, ¿cuánto cuesta exactamente malgastarlo?
Los resultados para 2016 de un estudio realizado por la consultora INRIX son claros: sólo en Estados Unidos, uno de los países occidentales más dependientes del automóvil, las congestiones de tráfico provocaron pérdidas de 305.000 millones de dólares (un aumento, por cierto, del 10% respectoa 2015).
¿Cómo se calcula? Hay que tener en cuenta varios factores. No es un conteo directo, sino una estimación a partir de imponderables como la pérdida de productividad en la que incurren muchos trabajadores mientras conducen hacia su oficina. Todo el tiempo que pasas aborrecido en el túnel de acceso al centro de la ciudad es tiempo en el que no trabajas. Tu empleador, en esencia, te paga para lidiar con el atasco. Es dinero perdido.
Los cálculos
También hay que sumar el impacto en la salud pública: sabemos que la incidencia de la contaminación, largamente atribuible a la masificación del automóvil en las urbes, puede causar hasta 10.000 muertes prematuras anuales en ciudades como Londres. Hay un coste extraordinario para los sistemas sanitarios nacionales adosado a las nocivas consecuencias de las partículas y el dióxido de carbono en el aire que respiramos (por no hablar del estrés).
En el plano de la movilidad, los atascos representan un problema gigantesco para el transporte de bienes y servicios. El gasto se dispara porque los transportistas o mensajeros pasan más tiempo en la carretera entre trayecto y trayecto, ralentizando los pedidos y entregando menos objetos y productos. Además, tiramos a la basura un montón de carburante: los atascos nos hacen gastar más gasolina de la que necesitaríamos para acudir al mismo punto con la vía despejada.
En conjunto, organismos vivos como las grandes ciudades que dependen del movimiento para generar dinero (o para no perderlo) se ven abocadas al bloqueo momentáneo por culpa de los atascos. En un tiempo en el que lo que más echamos en falta es el tiempo (un tiempo que, maravillas del siglo XXI, sólo podemos comprar con dinero), tirarlo por la borda en una congestión de tráfico implica un coste de oportunidad terrorífico. A nivel agregado, la ciudad pierde.
Nueva York, por ejemplo, se deja unos 33.000 millones de dólares al año. Los Ángeles, pese a tener más atascos, algo menos, unos 19.000 millones. San Francisco baja el peaje de los atascos a los 10.000 millones, y Atlanta, la gran ciudad del sur del país, a los 7.000 millones. El trabajo sólo estima el impacto económico negativo para las ciudades estadounidenses, pero sí incluye una relación de nombres de ciudades internacionales y su equivalente en horas de atascos, para que nos hagamos una idea.
Pues bien, ¿soluciones? No hay recetas mágicas. Tras años de prueba y error, sabemos que construir más autovías, más carriles y más infraestructura para aliviar las congestiones no funciona. Es la Ley de Hierro de los Atascos, o la posición Lewis–Mogridge: más carreteras sólo alimentan artificialmente la demanda, y eventualmente también se colapsan.
En general, la tendencia en las grandes ciudades es unánime: si no podemos repartir equitativamente a los coches, tendremos que desprendernos de ellos. Madrid lleva tiempo experimentando con ideas similares. Londres es una de las ciudades que con más éxito ha introducido tarifas de acceso al centro (una vez limitas el caudal, la probabilidad de que este se atasque por pura fuerza bruta numérica es mucho menor). Nueva York quiere imitar a su par inglesa.
Las ciudades tienen que sacarse un conejo de la chistera si no quieren tirar a la basura millones de euros anuales en forma de productividad desaprovechada, envíos ralentizados y miles de ciudadanos enfermos por culpa de la contaminación. En última instancia, es una cuestión de prioridad económica: no sólo no quieres perder el tiempo, tampoco quieres perder el dinero.
Imagen | Jeremy Yap/Unsplash
En Xataka | La ley de hierro de la congestión: hacer más carreteras y carriles sólo provoca más atascos
*Una versión anterior de este artículo se publicó en febrero de 2018