Ahora con todos estos titulares de la muerte del mp3 (aunque en realidad ya sabemos que no estaba muerto, sino de parranda) y que tantas compañías están interesadas en que descartemos el uso de un software libre por uno de pago, es un buen momento para recordar cuál fue la revolución que supuso la irrupción de este códec a la industria.
Seguro que de todo esto se acuerda muy bien Frank Creighton, el analista de sistemas de la división antipirateo de la Asociación de Industria Discográfica de Estados Unidos, o RIAA en sus siglas en inglés. Allá por 1999, como parte de su trabajo de peinado de la web buscando infracciones de copyright, se topó con una web llamada Napster. La declaración que se recoge del asunto en el libro Appetite for self-destruction, de Steve Knopper, es la siguiente: “Dios mío. Es como si los gamberros hubieran abierto todas las taquillas de las tiendas de discos y la gente estuviera allí intercambiándose la mercancía al pormayor”.
Y como aprenderían por las malas los miembros de la industria discográfica, el códec en el que la gente estaba trapicheando toda aquella información musical era el mp3. No el mp2, como podrían suponer los que conocieran los métodos de compresión que se movían en los entornos comerciales. El que había salido triunfante en la guerra de patentes que vivió el mp3 y sus responsables, que etiquetaron cómo un software mucho mejor, el suyo, era desechado por los altos estamentos. Hasta que llegaron todos aquellos “gamberros” y lo convirtieron en el rey de la música digital.
Los inicios del mp3: no importa ser el mejor si no te apoya ninguna empresa
Veamos un poco más de cerca aquella guerra: el profesor alemán Karlheinz Brandenburg y un equipo de locos por la compresión de audio perfeccionaron durante décadas la teoría de la psicoacústica e ideas como la teoría de la prioridad que defendía el Efecto Haas: lo que buscaban era crear un programa que eliminara de un audio original toda la información que el oído humano no es capaz de procesar. Fue una tarea ardua que comenzó en una época en la que ni siquiera tenían medios para trabajar bien con ello. Pero doce años más tarde terminaron teniendo listo su diseño.
Que presentaron ante la MPEG o Moving Picture Experts Group, los encargados de crear los marcos de unificación de sistemas de audio y video. Esta organización establecería el códec estándar que aplicarían después el resto de medios, desde un reproductor de audio casero hasta los estadios de fútbol, cualquier espacio imaginable donde se transmita audio digital. Brandenburg y los suyos tuvieron un rival principal, el Audio Layer II o, como se lo conoce ahora, el MP2, y ellos recibirían el nombre de Audio Layer III.
¿Qué diferencias había? El mp3 ahorraba más información y tenía unas tasas de compresión más reducidas. El mp2, por su parte, tenía detrás un enorme respaldo empresarial. En esencia eran una compañía al arrope de Philips, que ya veía cómo las ventas en CD estaban sustituyendo a las del vinilo y comprendió que era probable que, dado el panorama tecnológico, sería muy rentable hacerse con el control comercial de aquello que en el futuro sustituiría al CD.
Por resumir mucho, después de años, cambios de diseño de compresión y muchas peleas, el sistema arrinconó a los ingenieros alemanes. Les convirtieron comercialmente en el Betamax del mundo de la compresión de audio, y al mp3 no le quedaba más que morirse. Años y años de trabajo perdidos con el triste conocimiento, además, de que el mp3 era técnicamente mucho más eficiente a largo plazo que el mp2.
Nada que perder, un mundo de compresión mejorada por regalar
Con prácticamente nada que perder y con el apoyo de un ingeniero metido en el mundo de la difusión de audio se creó una aplicación de PC que codificara y reprodujera MP3. La aplicación, llamada L3Enc, se distribuyó gratuitamente en ferias de amantes de la tecnología de distintos sitios. La idea era promocionar el estándar mp3 entre los consumidores y masa crítica entre los usuarios de ordenadores.
Los que lo probaron no entendían por qué un sistema que permitía meter en un CD doce veces más música que la que vendían las discográficas con poquísima pérdida de calidad de audio no se había extendido mucho más. Aunque algunos le decían a Bradenburgo que esa idea revolucionaria suponía el fin de la industria musical, él no pensaba así: sólo bastaba que los responsables de ese ámbito negociaran con él la cesión de licencias. Pero el profesor no contaba con el anquilosamiento de una industria a la que se había quedado ciego de dinero con las ventas del CD.
En vista de las negativas de las Seis Grandes, los del mp3 hicieron un último trabajo: crearon un reproductor de mp3 para Windows95. Lo llamaron WinPlay3 y lo pusieron a descarga gratuita desde su web, pidiendo a los consumidores satisfechos que por favor enviaran 85 marcos alemanes a su empresa como muestra de apoyo. Hasta 1995 y con todo esto no ganaron ni 500 dólares. Pero.
Pero.
Y el mundo digital vio la luz (y un buen programa de reproducción)
Para 1996, el momento en el que virtualmente la tecnología del mp3 había quedado obsoleta a nivel técnico frente a las posibilidades de compresión y calidad del AAC, los de Bradenburgo sacaban pecho. El 80% del tráfico de su universidad eran usuarios de Internet descargándose el Winplay3. Ese año empezaron a proliferar por internet los “mp3”, ya un sinónimo de pista de audio. Para 1999 la gente buscaba tanto "mp3" en buscadores como Yahoo o Altavista como “sexo”, y había nacido Napster.
Hemos vuelto al origen y a una industria que aprendió por las malas lo que no quiso oír hasta que fue demasiado tarde. Bradenburgo nunca quiso perjudicar financieramente a las discográficas y en sus intervenciones públicas nunca hablaba de su inconmensurable éxito diciendo palabras como “p2p” o “piratería”, pero sí decía “extendida adopción del estándar de mp3 en Internet”. Toda la música actual y buena parte de la antigua se subía diariamente a razón de cientos de miles de canciones.
Los alemanes consiguieron un acuerdo de licencia con Windows. Ganaron mucho dinero, pero ni punto de comparación con el lucro que algo así habría supuesto para los del mp2. El triunfo del equipo fue, sobre todo, moral. Ahora el mp3 es aún más libre incluso, si se quiere, y AAC, un sistema de mayor calidad, mantiene sus licencias. En el futuro veremos cuál de los dos métodos sobrevive en nuestros discos duros.
Este artículo se ha elaborado a través de la información sobre el tema vertida en Cómo dejamos de pagar por la música de Stephen Witt y Appetite for self-destruction, de Steve Knopper.