Estamos, afortunadamente, en una época en la que (por lo menos en Occidente) declararse ateo ya no es ya un delito que pudiera llevarte a prisión o a algo peor. La conquista de las libertades de pensamiento, expresión y culto ha permitido, no solo la convivencia pacífica de diferentes credos (los diferentes grupos protestantes y católicos ya no se masacran mutuamente. Lo del Islam ya es otro tema), sino que también la opción por el ateísmo sea tan respetable como cualquier otra.
Esto ha posibilitado algo bastante positivo: que los argumentos ateos cobren fuerza y visibilidad, lo que ha acrecentado el debate en torno del sentido y la veracidad de las religiones.
Además, en los últimos años este combate dialéctico entre ateos y teístas se ha recrudecido, quizá en un principio debido a la polémica en torno al creacionismo en Norteamérica, después por el activismo público de figuras ateas de prestigio intelectual como el biólogo británico Richard Dawkins (quizá el más feroz ateo de la actualidad, promotor de la famosa campaña de los autobuses ateos), los filósofos Daniel Dennett, Sam Harris o Collin McGinn,o el fallecido Christopher Hitchens; junto con “salidas del armario ateo” de notabilísimas figuras en el mundo de la ciencia como el Premio Nobel de física Steven Weinberg o el celebérrimo Stephen Hawking.
La respuesta por parte de los creyentes no se hizo esperar y, por ese lado tenemos como figuras destacadas al teólogo de Harvard Richard Swinburne, a Alvin Plantinga, al original pastor anglicano Don Cupitt, o al influyente escritor Dinesh D’Souza entre tantos otros. De la misma manera, muchos científicos como, por ejemplo, el brillante genetista Francis Collins, han confesado sus creencias religiosas intentando mostrar que ciencia y religión no tienen por qué ser enemigas.
Como introducción a esta interesantísima polémica vamos a hacer un recorrido por los principales argumentos a favor y en contra de la existencia de Dios.
Argumentos lógicos no tan lógicos
En el asunto de las demostraciones de la existencia de Dios se han intentado multitud de argumentos estrictamente lógicos, es decir, los que han intentado demostrar que Dios existe sin la necesidad de ir a la realidad a comprobarlo, digamos, experimentalmente (parece que si Dios existe, no se le suele ver demasiado por ahí).
Serían argumentos puramente matemáticos. En general hay un común acuerdo en que este tipo de argumentos son falaces debido a que parece imposible pasar de que algo sea coherente en sentido lógico, a que algo sea real en sentido ontológico. Para demostrar que algo existe resulta que no nos queda otra que ir a la realidad a buscarlo.
Sin embargo, entre estas pruebas hay razonamientos bastante ingeniosos que pueden mostrarnos muy bien loables intentos a la hora de intentar resolver cuestiones realmente complicadas. Es tan importante saber por dónde hay que caminar como que senderos no hay que transitar. Y, en el peor de los casos, siempre servirán como divertimento intelectual.
Empecemos por un argumento un tanto burdo pero divertido, para ponerlo como ejemplo de sofisma o engaño lógico.
Tenemos dos proposiciones:
- Dios existe.
- Estas dos proposiciones son falsas.
Si ambas proposiciones son falsas entramos en una paradoja de autorreferencia, ya que si la proposición 2 es verdadera… es falsa… ¡y si es falsa es verdadera! Siguiendo la lógica más básica, cuando de algo se sigue un absurdo, lo contrario será verdadero. Por lo tanto, lo contario de 2 será verdadero, es decir, que las dos proposiciones son verdaderas. Entonces 1 es verdad: Dios existe.
La forma más sencilla de ver el absurdo de este paralogismo es que podemos sustituir la proposición 1 por cualquiera que nos plaza, y el argumento sigue funcionando igual. Podríamos poner falsedades evidentes como “Tengo tres cabezas”, “2 + 2 = 5” o “Rajoy ha sido un gran presidente” y, según el argumento, seguiríamos sosteniendo que son ciertas. Incluso podemos poner, justamente, lo opuesto a lo que queríamos demostrar: “Dios no existe” ¡Con una misma prueba demostramos que Dios existe y que no existe!
Hace unos años encontré en una web atea otro argumento más elaborado pero igualmente ilustrativo para mostrar lo problemático de las pruebas estrictamente lógicas de la existencia de Dios (siento no saber su autoría).
Dice así: supongamos que tenemos un superconjunto en el que están todas las cosas cuya existencia no está demostrada, es decir, que no se sabe con certeza si existen o no. Dentro de este superconjunto podemos establecer otros dos conjuntos: el de las cosas que, aunque no sabemos si existen o no, realmente existen; y el de las cosas que, aunque no sabemos si existen o no, realmente no existen. Bien, ¿cuál de estos dos subconjuntos es más grande?
Si nuestro universo fuera finito, el número de cosas existentes será, evidentemente, más pequeño que el de cosas inexistentes que nuestra creativa imaginación puede generar (potencialmente infinitas). Y si viviéramos en un universo infinito, el número de cosas que podemos imaginar siempre sería más grande (es que hay infinitos más grandes que otros) que el de cosas que existen. Entonces, el subconjunto de objetos inexistentes pero cuya inexistencia no ha sido demostrada es más grande que el otro. Es más, es infinitamente más grande (ya que un conjunto infinito siempre será infinitamente más grande que cualquier otro conjunto más pequeño, aunque también fuera infinito).
Entonces, si Dios es un ser cuya demostración no ha sido probada, ¿en cuál de los dos conjuntos estaría? ¿Existentes o no existentes? Si el de no existentes es infinitamente más grande, Dios tendría una probabilidad muy cercana al 0% (1 / ∞ = 0) de formar parte del de existentes. Ergo, Dios no existe.
Para comprenderlo con una metáfora visual: imaginemos que el conjunto de los no existentes es el Océano Atlántico, mientras que el de los existentes es un pequeño vaso de chupito. Si lanzamos una gota de agua desde el cielo, ¿en cuál de los dos conjuntos tiene más probabilidades de caer?
Problema insuperable: según él, lo mismo que pasa con Dios, pasaría con todos los objetos cuya existencia no ha sido demostrada: no podrían existir. Por ejemplo, si aún no sabemos si existe o si no una cura para el cáncer, la probabilidad de su existencia sería 0%. Entonces sería imposible descubrir como existente algo que antes se tuviera en duda. Por ejemplo, no sabíamos de la existencia del Bosón de Higgs hasta el 2013, si bien había sido postulado como hipótesis en 1964. Si era algo cuya probabilidad de existir era un 0%, ¿cómo es que descubrimos que existía?
El argumento ontológico: de lo máximo pensable
Un fraile italiano del siglo XI, San Anselmo de Canterbury (1033-1109), va a ser el gran precursor de las demostraciones divinas. En sus obras leemos varias que fueron muy utilizadas por filósofos posteriores, si bien, la que le da fama es la que se ha denominado tradicionalmente como argumento ontológico. Vamos a verlo.
Si a cualquiera (incluso al insensato ateo, que diría el mismo San Anselmo) le preguntamos cual sería la idea más grandiosa, más perfecta que pudiera pensarse, le vendría a la cabeza algún tipo de divinidad. Podemos pensar en un Dios superpoderoso, inmortal, todo sabiduría y bondad… de modo que no haya otro ser mejor que él. Dios, de primeras, sería como mínimo, la idea más grande que pudiera pensarse. Esto parece innegable.
Si Dios no existiera fuera de mi mente, es decir, no tuviera existencia real, cabría pensar en otro ser aún superior que, por lo menos, existiera, por lo que Dios no sería la idea más grande que cabe pensar. Pero como hemos partido de la idea de que Dios sí que es la idea más grande jamás pensada, necesariamente ha de existir, porque si no, de nuevo, cabría pensar en otro ser idéntico con la salvedad de existir. Ergo, Dios existe.
San Anselmo va a hacer la clásica diferenciación entre esencia y existencia. Una cosa son las características de un ser (su esencia) y otra diferente es si ese ser existe o no. Dios va a ser el único ser en el que esencia y existencia coinciden. Dios es la existencia misma, un ser que tiene necesariamente que existir, siendo los demás seres solamente contingentes (innecesarios: podrían haber existido o no).
En el episodio bíblico en el que Moisés se encuentra con Dios convertido en una zarza ardiente, le pregunta quién es y Dios le responde: “Yo soy el que soy” (Éxodo 3:14). Ninguna definición mejor de Dios para San Anselmo.
La crítica vino rápidamente a través del monje Gaunilón de Marmoutier, quien estableció que lo mismo que podíamos hacer con Dios, podría ocurrir con cualquier objeto imaginable. Gaunilón pone el ejemplo de las Islas Afortunadas, unas islas maravillosas perdidas en el mar. Si no existieran, aún podríamos pensar en otras islas aún mejores que realmente existieran. Por lo tanto, las Islas Afortunadas deben de existir.
San Anselmo responde que el mecanismo de su argumento solo es aplicable a Dios en tanto que lo máximamente pensable. Unas islas paradisiacas, por muy maravillosas que fueren, no son lo máximamente pensable (cabría siempre pensar en otras islas aún mejores). Dios es, al menos a nivel de nuestro pensamiento, algo más grande que cualquier otra cosa.
Sin embargo, el argumento no queda claro. De hecho, aunque resultó convincente para algunos filósofos (curiosamente para un joven Bertrand Russell, adalid del ateísmo en el siglo pasado, era válido), para muchos otros no. Pensadores de la talla de Tomás de Aquino, Locke o Kant lo niegan rotundamente. Y es que parece sospechoso mezclar de esa manera el plano mental con el ontológico y hacer que nuestra imaginación obligue lógicamente a la realidad a ser de una determinada manera.
Kant lo critica de forma original diciendo que la propiedad existir no es una característica de un objeto al mismo nivel que, por ejemplo, su color o su forma. Si yo digo “He visto una manzana roja sobre la mesa” y “He visto una manzana roja sobre la mesa existiendo”, el predicado “existir” no añade nada nuevo que no estuviese ya dicho en la primera frase. Por lo tanto, sostener que un objeto que existe es más perfecto que otro que no existe no tiene demasiado sentido, porque la existencia no es una propiedad válida para realizar comparaciones.
O dicho de otro modo: la existencia es algo que poseemos todos los objetos existentes. Es la propiedad más universal y común de todo lo que uno puede poseer. Entonces, ¿por qué tenerla va a otorgar perfección o grandeza? Se sigue entonces que un Dios existente no tendría que ser más perfecto que uno no existente, por lo que el argumento de San Anselmo se derrumba.
El argumento ontológico 2.0
El filósofo norteamericano de la Universidad de Notre Dame, Alvin Plantinga va a ser quizá el más tenaz defensor de Dios de los últimos tiempos, y una de sus aportaciones ha sido la de reformular y mejorar el argumento anselmiano.
Plantinga va a utilizar una herramienta matemática con la que San Anselmo, allá en el medievo, no pudo ni soñar: la lógica modal. Esta clase de lógica añade a la habitual lógica de predicados los llamados operadores modales: necesidad y posibilidad. Además, y esto siempre me ha parecido muy curioso, utiliza la noción de mundos posibles.
Un mundo posible es un universo, una realidad paralela a la nuestra, en la que cualquier cosa podría haber sucedido diferente a como lo ha hecho en nuestro mundo actual. Por ejemplo, un mundo posible sería aquel en el que Julio Cesar no hubiese sido asesinado, yo no hubiera tenido hermanos o la evolución no hubiese llegado a diseñar seres humanos.
El concepto de mundo posible se utiliza para definir necesidad. Algo es necesario si debe ocurrir siempre, y de la misma manera, en todos los mundos posibles que podamos imaginar. Por ejemplo, ciertas verdades matemáticas como 2 + 2 = 4 son necesarias pues ¿podría darse un mundo en el que dos más dos no sumaran cuatro?
Seguimos: Dios, si es el ser más perfecto que puede pensarse será un ser necesario, tal y como ya decía San Anselmo. Si es necesario ha de existir en todos los mundos posibles. Vale pero ¿existe o no? El punto fuerte de argumento de Plantinga es que solo con que aceptemos la posibilidad de que Dios exista nos va a llevar a su existencia. A no ser que seamos unos ateos radicales, lo normal para cualquiera es aceptar que, se crea o no en Dios, su existencia es, al menos, posible. De acuerdo, vamos a ver entonces como se pasa de lo posible a lo necesario.
Si es posible que Dios exista, por muy infinitesimal que fuera su existencia, Dios existirá en algún mundo posible. Si sosteníamos que una de las características de Dios es su necesidad, si existe en un mundo, necesariamente existirá en todos los demás. Con que Dios exista en el más triste y lúgubre mundo posible, ya existirá en todos los demás. Ergo, Dios existe.
Objeciones: para que el argumento sea válido hay que aceptar lo que ya desde la filosofía antigua se conocía como principio de plenitud o fecundidad: que todos los mundos posibles son reales. A día de hoy tenemos, en astrofísica, la teoría de los universos múltiples (la cual está, evidentemente, aún por demostrar. De momento lo único que sabemos con certeza es que existe nuestro único universo), pero aun aceptándola, es diferente decir que hay varios o muchos universos, a decir que todos los posibles sean reales. Y si solo unos cuantos universos son reales, a pesar de que Dios pudiese existir, podría no haber existido en ninguno de ellos y, por tanto, no existir.
El argumento cosmológico
Quizá sea este el más robusto, la principal arma de los teístas contra los ateos. En términos tan imprecisos como generales viene a decir que “algo o alguien debe haber creado el universo”.
Parece extraño que una obra tan compleja y colosal como nuestro universo no tenga un sentido, una causa o un propósito. La formulación más técnica se la debemos al dominico Tomás de Aquino (1220-1274) quien entendía el universo como una gran cadena causal (todo lo que ocurre tiene una causa previa).
Ante esa cadena tenemos dos opciones: o bien la estiramos hasta el infinito postulando un universo eterno, o bien paramos la cadena en una causa primera que, por definición, no tenga causa alguna. A Santo Tomás le parecía absurda la idea de un cosmos temporalmente infinito por lo que solo cabía aceptar una parada en la cadena. Dios sería esta causa incausada, ese sentido último de la realidad.
El universo está regido por una serie de leyes que se cumplen regularmente. El universo tiene un orden, una cierta racionalidad. Parecería muy extraño que todo este orden no hubiera sido generado o planificado por alguien.
Si, caminando por un desierto, nos encontramos con una extraña máquina llena de engranajes y poleas, aunque desconozcamos su funcionamiento, sería del todo razonable pensar en un ingeniero que la ha fabricado, y un tanto absurdo pensar que no hay ninguna inteligencia detrás de su creación. Éste también ha sido denominado como argumento teleológico o argumento del diseño: Dios sería el supremo diseñador, el arquitecto absoluto del cosmos.
Objeciones desde el bando ateo: es bastante difícil imaginar qué es una “causa incausada”, algo que se cause a sí mismo. Nunca hemos observado en la naturaleza nada parecido y resulta bastante difícil de asimilar. Responder a la pregunta ¿Qué causo a Dios? con Dios mismo parece bastante insatisfactorio.
Además, también podríamos parar la cadena causal en el propio universo, sin necesitar la hipótesis de Dios: la naturaleza es la causa incausada que se creó a sí misma. Así, al menos, nos quitábamos un problema de encima: si creemos que existe Dios, tenemos que explicar a Dios y al universo, mientras que si solo creemos que existe el universo, solo tenemos un problema y no dos. Se trata de aplicar la siempre saludable navaja de Ockham: ante dos explicaciones, quédate siempre con la más simple.
Con respecto al argumento del diseño se puede objetar que es posible diseñar organismos complejos sin necesidad de diseñador. Precisamente, esa es una de las lecciones de Charles Darwin: es posible obtener complejidad a partir de la simplicidad sin necesidad de un ingeniero, la selección natural lleva eones haciéndolo con los seres vivos.
Ejemplos matemáticos en esa misma línea los tenemos en el juego de la vida de John Conway o en las reglas de Stephen Wolfram, mecanismos que mediante reglas muy simples consiguen resultados muy complejos.
El argumento cosmológico 2.0: el ajuste superfino
La versión renovada del argumento cosmológico hace hincapié en un hecho, como mínimo, sorprendente: la existencia de una serie de características de nuestro universo cuyo más mínimo cambio hubiera imposibilitado la existencia de vida humana. Eso hace pensar que el universo ha sido ajustado (además con muchísima precisión) para posibilitar que nosotros estemos aquí tal y como se desprende de la lectura de la Biblia: Dios creó el mundo para que nosotros gobernásemos en él.
El cristianismo no tendría mucho sentido en un universo inerte en el que el hombre no existiera (ni, por lo tanto, Jesucristo hubiese nacido). A la tesis de que el universo ha sido creado para que aparezca el hombre suele denominársela como principio antrópico, formulado en su versión más fuerte por Brandon Carter en 1974.
Veamos ejemplos de algunas de esas características hiperajustadas (el astrofísico creyente Hugh Ross enumera más de veinte):
El espacio tiene tres dimensiones (según la teoría de supercuerdas tiene muchas más, pero solo tres están desplegadas). Si, por ejemplo, tuviese cuatro, la fuerza de gravitación no obraría igual (la fórmula newtoniana para cuatro dimensiones hablaría de la inversa de la distancia al cubo y no al cuadrado), lo que no permitiría que los planetas orbitaran de modo estable en torno a sus respectivas estrellas, lo cual, evidentemente, imposibilitaría cualquier vida biológica. Y si tuviese dos… ¿alguien se imagina cómo podría ser un mundo bidimensional? (Edwin Abbott lo hizo en su divertidísima Planilandia)
La proporción entre la masa del protón y del electrón es exactamente 1836. Si este valor hubiese sido levemente diferente (se habla de cambios en torno al 0,15%), los átomos no darían lugar a enlaces estables, imposibilitándose la creación de las complejas moléculas necesarias para la vida. Pensemos en la gran cantidad de enlaces que contiene una molécula tan larga como la del ADN humano.
En cada fusión nuclear que tiene lugar dentro de las estrellas, un 0,7% de materia se convierte en energía. Si esa constante fuera levemente superior, todo el hidrógeno se hubiese convertido en helio en el Big Bang y no quedaría nada para formar moléculas orgánicas. Si, al contrario, fuera inferior, la fusión del hidrógeno sería imposible, por lo que tendríamos un inerte y aburridísimo universo solo compuesto por ese elemento.
La relación entre la fuerza nuclear fuerte (que mantiene los protones y los neutrones dentro de los núcleos atómicos) y la fuerza electromagnética (que hace lo contrario) debe estar finamente ajustada para permitir la existencia de átomos estables como los de carbono e hidrógeno (bases de la vida). Por ejemplo, si se incrementara la carga del electrón en un factor tres, núcleos con más de cinco protones no podrían existir, con lo que la vida sería imposible.
La constante cosmológica de Einstein (antes rechazada, ahora ha vuelto a aceptarse) tiene un valor espectacularmente ajustado (¡se habla de 10-120!). Si fuera más alto el universo se habría expandido tan rápido que no hubiera dado tiempo a la creación de estrellas, y si fuera más bajo, la expansión se habría detenido llegando a un Big Crunch sin que la vida hubiese tenido tiempo de surgir.
Esta serie de ajustes no pueden ser fruto del mero azar, ya que sería demasiada casualidad que entre todos los posibles valores que estas constantes pudiesen tomar, hubiesen tomado justamente los necesarios para que apareciera el ser humano.
El astrofísico Lee Smolin calcula que la probabilidad de que algo así hubiese sucedido sería de 10229, lo cual nos lleva a pensar en un diseñador cósmico quien, cual pulcro relojero, habría ajustado el cosmos para hacerlo humano. No obstante, no todo el mundo lo ve así.
La primera salida ha sido pensar en la hipótesis del multiverso: es posible que nuestro universo sea uno más de entre muchísimos (incluso infinitos) universos paralelos. Si realmente existieran, sencillamente, el nuestro sería uno de los que podrían albergar vida, mientras que muchos otros permanecerían desiertos.
Esta teoría, formulada por primera vez por Hugh Everett, a pesar de su inicial extravagancia y de la enorme dificultad de su verificación empírica (dime tú cómo haces un experimento en otro universo paralelo si no podemos explorar ni una ínfima parte del nuestro), cuenta hoy en día con muchos promulgadores entre la comunidad científica. Muchos físicos de cierto prestigio como David Deutsch, Leonard Susskind, Alexander Vilenkin o el matemático Max Tegmark, entre muchos otros, son férreos defensores.
Otra salida será, precisamente, poner en duda el mismo ajuste fino. El tenaz físico ateo Víctor Stenger criticó que sus defensores ponen ejemplos en los que solo se varía un parámetro, sin tener en cuenta que otros podían variar y compensar los efectos, así como que muchas de estas aparentes precisiones son variables derivadas que pueden ser explicadas sin demasiados problemas por la física subyacente.
Pero la crítica más fuerte viene, a mi juicio, de la idea de que no sabemos si, realmente, esas constantes hubieran podido ser diferentes a las que son. Nadie ha estado en una fábrica de universos para ver cómo se crean y si es posible o no cambiar parámetros o leyes físicas a placer. Los defensores del fine-tuning parten de la premisa de que todas las variables y constantes fundamentales se pueden cambiar, de modo que se pueden fabricar universos con todo tipo de leyes físicas diferentes a las nuestras.
No hay evidencia alguna de que algo así sea posible porque, precisamente, nadie ha visto otro universo diferente al nuestro con el que compararlo. A partir de aquí todo será especulación.
El argumento del mal
Por el bando de los diabólicos ateos, el argumento del mal del filósofo griego Epicuro suele citarse como un razonamiento sólido en contra de Dios (también tiene una versión 2.0 por parte del teólogo William Leonard Rowe), si bien, como ahora veremos, no es una prueba de su inexistencia, si no que va en contra de su siempre supuesta infinita bondad. Dice así:
En el mundo en el que vivimos se da el indudable hecho del sufrimiento. Cada segundo, les pasan cosas terribles a buenas personas o, como mínimo, a personas que no se merecían de ningún modo que esas cosas les ocurrieran ¿Cómo un Dios infinitamente bueno y poderoso permite eso? Epicuro expone todas las posibles respuestas:
- O Dios quiso eliminar el mal y no pudo. Entonces tenemos un Dios que puede ser infinitamente bueno pero que no es omnipotente. No tiene poder para que, en su creación, el mal no ocurra.
- O Dios pudo eliminar el mal y no quiso. Entonces tenemos un Dios omnipotente pero malvado ¡Y mucho miedo!
- O Dios ni pudo ni quiso. Tenemos un Dios débil y malvado… ¡Uffff! ¡Cambia de religión ya!
- O Dios quiso y pudo. Opción desechable a priori ya que hemos partido de la premisa de que el mal existe, por lo que Dios, como mínimo, no pudo eliminarlo.
Entonces, podemos establecer la conclusión que, dado el mal en el mundo, Dios no puede ser a la vez bondadoso y omnipotente, lo que o nos deja un dios malvado o uno débil, resultado que no concuerda demasiado con las concepciones religiosas tradicionales. Sin embargo, existen posibles respuestas, que parten de negar dos puntos esenciales del argumento:
1 . El mal en el mundo es solo un mal menor necesario para un bien mayor. Por ejemplo, tener sed nos hace valorar lo rica que está una cerveza fresquita. Si no sufriéramos la sed, no podríamos disfrutar de la cerveza. Así podríamos pensar que todos los grandes bienes tienen un reverso oscuro que les da valor: la justicia, la libertad, la verdad… Sin sus opuestos malvados no tendría ni sentido hablar de ellos ¿No sería absurdo hablar de justicia en un mundo en el que jamás pasara nada injusto?
Objeción: existe el mal gratuito: aquel mal que, por muchas vueltas que le demos, no va a traer consigo ningún bien (por ejemplo, Pokemon Go). Un dios bondadoso no debería permitir un mal que no nos llevara a un bien superior.
2 . El mal está causado por el hombre, por lo que el responsable del mal en el mundo no es Dios sino el hombre. Dios nos otorgó un don maravilloso, la libertad para elegir entre el bien y el mal. Si nosotros usamos ese don para hacer fechorías ya no es cosa suya.
Objeción: existe el mal natural: aquel mal que no es causado por el hombre sino por catástrofes naturales: epidemias, terremotos, tsunamis… Un dios bondadoso no los permitiría.
Respuesta: el cielo lo compensará todo. En las principales religiones monoteístas se sostiene la existencia de un paraíso en la que se vivirá toda la eternidad en una felicidad suprema. Por mucho sufrimiento que uno haya padecido en su vida terrenal, la absoluta infinitud del tiempo en una dicha plena parece compensar con creces.
Objeción: aparte de todas las dificultades que para el sentido común tiene el aceptar la existencia de un paraíso postmortem, está el problema del infierno. Para que un paraíso en donde se premian todas nuestras buenas acciones tenga sentido tendrá que existir un infierno en donde se castiguen las malas. Si no fuera así, daría igual ser bueno o malo en esta vida pues siempre iríamos al cielo.
El problema reside en que es difícil casar la idea de un dios bondadoso y justo con castigar a alguien a horribles sufrimientos durante toda la eternidad. Por muy malvado que haya sido durante su vida parece bastante desproporcionado, y por lo tanto injusto, castigarlo tan severamente.
¿Existe entonces Dios?
La verdad es que no tengo ni idea si somos la creación de un dios bondadoso (aunque sospecho que no), el experimento despiadado de una raza extraterrestre o si vivimos en Matrix. Hemos de reconocer que el conocimiento que tenemos de nuestro universo, a pesar de su aparente sofisticación, sigue siendo precario y, en la gran mayoría de los casos, muy especulativo.
Todas las diversas variantes de teorías de cuerdas o de universos múltiples, a pesar de que, en muchos casos, poseen una sólida elegancia matemática, carecen aún de base experimental y suelen asemejarse más a goyescos monstruos de la razón que a fidedignos reflejos de la realidad.
Por mucho que nos prometan que la Theory of everything está a la vuelta de la esquina, que pronto las cuatro fuerzas fundamentales serán unificadas, que la gravedad cuántica está al caer… seguiremos lejísimos de comprender bien los secretos del cosmos.
El mencionado astrofísico David Deuscht sostiene que aunque supiésemos perfectamente todas las leyes que rigen el universo y las pudiésemos resumir en fórmulas muy sencillas, siempre nos quedaría preguntarnos por qué estas leyes y no otras, cuestión que, según él, carece de respuesta o, siendo optimistas, está fuera de los límites de la ciencia ¿Está Dios por definición fuera de los límites de la ciencia? A mí, al menos, y no soy para nada creyente, me gusta pensar que no. Hay que seguir buscando.
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