Las Islas Galápagos son un conjunto de islas del Pacífico pertenecientes a Ecuador que conforman un parque natural especialmente protegido. Situadas a 3.500 km de la costa, para llegar a ellas es preciso partir desde Quito o Guayaquil en un vuelo directo, previa reserva y pago de la tasa de entrada al parque natural, pues las visitas turísticas estan limitadas a lo largo del año.
Llegada a las Islas
El vuelo aterriza en una pequeñísima isla comunicada con la pricipal por un ferry de apenas 5 minutos. El aeropuerto, alejado de la localidad más cercana, es pequeño y tranquilo. Nuestro guía nos recibe y nos montamos en una furgoneta que, una vez cruzado el estrecho paso en ferry, nos lleva hacia la localidad principal de la isla.
El paisaje es árido, pero de repente la vegetación empieza a surgir. De golpe, estamos sumidos en una selva húmeda: hemos ascendido unos metros y el paisaje, así como el clima, han cambiado drásticamente. Nos detenemos a contemplar un impresionante cavidad volcánica, originado por el colapso del terreno ante los túneles de lava.
Al llegar a la aldea e instalarnos, nos damos cuenta de que la escasa población de Galápagos (sólo se otorga el permiso de residencia por herencia o por casos especiales) convive plenamente con los animales. El paseo marítimo esta repleto de leones marinos, que cruzan la carretera tranquilamente y hasta se introducen en alguna tienda de souvenirs, como un osado león marino que vimos.
Las aves, en el puerto, intentan rapiñar cualquier resto de pescado que ven. Un rápido paseo por bahía Tortuga nos permite disfrutar de un increíble atardecer con baño en una apartada playa rodeados de iguanas que procuran amontonarse entre sí.
Nadando entre leones marinos y tortugas
Salimos a navegar de buena mañana para visitar las islas cercanas. Una vez llegamos a los acantilados más remotos empezamos a asombrarnos de la espectacularidad del paisaje. Cientos de aves migratorias revolotean y descansan en las rocas. Vemos el primer piquero de patas azules, ave característica de estas islas. Al adentrarnos en una pequeña bahía saltamos al agua a hacer snorkel, y empieza la fiesta.
Nadamos durante casi una hora entre leones marinos, tortugas y tintoreras, entre otros animales. Los leones marinos son muy sociales y nos retan con sus piruetas y esquivos. Nos sumergimos, les imitamos, les perseguimos y nos devuelven la simpatía multiplicada. De vez en cuando el macho alfa, líder del grupo, deja su descanso en la orilla para venir a vigilar que todo esté bien. Conviene no molestarle mucho.
En un momento, totalmente sumergido, le oigo venir y, al girar la cabeza, le veo en toda su magnitud, que no es poca. Casi dos metros de león marino pasan ante mí alejando a los más pequeños del grupo, para llevárselos a la orilla. Ningún problema, todo en orden; simplemente está protegiendo a los suyos sin lanzar ataques.
Las tortugas nadan libremente en esta bahía. Es una sensación increíble estar flotando sobre una de ellas, observándola a través de estas cristalinas aguas, y siguiéndola en sus devaneos. Están ciertamente acostumbradas al trato con humanos, como lo demuestra su indiferencia ante nuestra presencia.
Es hora de partir, así que subimos de nuevo al barco y tomamos rumbo a puerto, rodeados de pelícanos que quieren comida. Poco a poco se ven más y más signos del impacto humano en estos lugares, como la costumbre de ciertos animales de venir a pedir comida.
Más fauna
Rumbo a la isla más carismática de las Galápagos vemos rayas saltando y nadando junto al barco que, en tres horas, nos deja en una orilla adecuada para el desembarco. Empezamos a andar montaña arriba por las laderas volcánicas para descender y subirnos de nuevo en una barca que nos llevará a hacer snorkel. Volvemos a jugar con nuestros amigos los leones marinos, pero esta vez la novedad son las tintoreras y los pingüinos.
La velocidad a la que se desplaza un pingüino en el agua es increíble. Pueden pasar delante tuyo como una exhalación, pero una vez en tierra, son más lentos y patosos. En mar, no les gana nadie, ni siquiera las esquivas tintoreras que, por más que intentes (discretamente) seguirlas, huyen rápidamente. Al final siempre acabamos jugando con los leones marinos.
El León Dormido
A pocos kilómetros de la costa se encuentra el León Dormido, una enorme roca de más de cien metros de altura partida en dos, con un canal central en el que se refugian tiburones y ballenas, dependiendo de la época. Rumbo hacia el León Dormido tenemos la suerte de ver una ballena, que rodeamos con el barco antes de que desaparezca mar adentro.
El barco se detiene en medio y medio de la fisura del León Dormido. A ambos lados, paredes altísimas que apenas dejan pasar la luz. Unos cuarenta metros de ancho, unos doscientos de largo y unos cien de altura hacen de este pasillo natural algo impresionante, que quita el aliento. Nos lanzamos al agua y la barca se va. Estamos flotando mar adentro, la profundidad es enorme y bajo nuestro no vemos nada más que el azul casi negro del mar profundo. Bueno, y unos cuantos tiburones, a los que seguimos con precaución; están a bastante profunidad.
Salimos nadando de la fisura y rodeamos todo el León Dormido por fuera, teniendo en cuenta la fuerza de las olas para no acabar estrellándonos contra él. Vemos cuevas naturales, miles de peces de todos tipos, estrellas marinas… pero a quien no vemos de nuevo es a la ballena.
Un viaje increíble
En Galápagos también vimos las tortugas, los centros de interpretación, las selvas, las calas apartadas, sus aldeas remotas, la Isla de Santa Isabela y sus volcanes (quizás el lugar habitado más remoto de todo el archipiélago), pero todo eso se merece un apartado especial. Así pues, tras nueve días en las islas volvemos a Quito, donde tras una visita de rigor a la ciudad, partimos de nuevo hacia España vía Bogotá. Un viaje inolvidable, único en la vida.
Fotos | Diego Delso, Carles Puche