Como tantas otras ciudades occidentales, Nueva York está experimentando con nuevos modelos de movilidad. Si el signo de los tiempos durante todo el siglo XX rotó en torno al vehículo privado y su expansión sin fin, el siglo XXI ha creado nuevos paradigmas a los que ni siquiera urbes tan cochecéntricas como Los Ángeles o Manhattan pueden resistirse. El último ejemplo: la Gran Manzana ha cerrado una de sus principales arterias este-oeste, la decimocuarta, al vehículo privado. Y el resultado ha sido muy satisfactorio, pese a algunas resistencias vecinales.
¿Cómo funciona? La idea del ayuntamiento era simple: liberar el espacio de la avenida para que los servicios de transporte público mejoraran su eficiencia, y por tanto resultaran más atractivos para el potencial pasajero. Para ello se vetaría el acceso al coche privado bajo cualquier circunstancia, y sólo se permitiría el tránsito de los servicios de reparto y de los taxis (siempre y cuando lo hicieran para recoger clientes y tomaran el primer desvío disponible). El objetivo, crear una suerte de autovía para el autobús, eliminar su competencia y acelerar su tránsito.
¿Ha funcionado? Sí. Tras una semana de ensayo, las líneas de autobús son ahora un 30% más rápidas. El tiempo requerido para cruzar Manhattan de un lado a otro se ha reducido en nueve minutos (de 30 a 21), gracias a la reducción de obstáculos en la calzada. No hay obstáculos, por lo que el único freno que encuentran los autobuses son los semáforos. Las líneas han multiplicado su velocidad a tal ritmo que algunos conductores han tenido que levantar el acelerador para no llegar a su destino con demasiada antelación, rompiendo las frecuencias. En esencia, Nueva York ha creado un tranvía... A precio de saldo.
Retrasos. Todo ello pese a la movilización de algunos grupos ciudadanos. Cuando las autoridades presentaron su experimento a principios de este año, al menos dos asociaciones vecinales interpusieron demandas en los juzgados. El plan municipal, argumentaban, detraería el tráfico de la avenida principal para repartirlo por las calles adyacentes, más estrechas y residenciales, entorpeciendo el tráfico y disparando los niveles de ruidos y contaminación. Exactamente lo opuesto a sus objetivos. Las demandas prosperaron, y el experimento, previsto para julio, se retrasó tres meses hasta que una resolución judicial le dio luz verde.
A futuro. El ensayo se prolongará durante un año, pero su éxito inmediato ha favorecido que el ayuntamiento, comandado por Bill de Blasio, sugiera planes similares para otras avenidas. Desde Fulton Street (en Brooklyn) hasta la 42ª, el abanico de candidatas, en una ciudad tan presa de las congestiones como Nueva York, es amplio. Resulta que los temores eran exagerados. El tráfico no se ha trasladado a las calles adyacentes, sino que se ha reducido. Y la avenida principal es ahora un corredor óptimo para que vecinos antaño reticentes a las incomodidades del bus abandonen el coche en favor del transporte público (más rápido, con sus derechos exclusivos).
Dispersión. Entonces, ¿a dónde ha ido el tráfico antaño horrendo de la 14ª? Se trata de un efecto inverso a la "demanda inducida", el fenómeno bien estudiado y documentado mediante el que la construcción de nuevas vías para el coche tan sólo empeora los atascos, en lugar de aliviarlos. Del mismo modo que muchos conductores rehúsan conducir en fechas de congestión segura (como Nochevieja o la Operación Salida del verano), otros optan por caminos alternativas o por dejar el automóvil en el garaje ante la ausencia de vías cómodas y despejadas. Es un desincentivo de manual, exactamente lo que buscaba Nueva York en favor del bus.
Elogio del bus. Sobre el papel, el autobús siempre ha sido una de las alternativas de movilidad más eficientes. Es barato, dado que no requiere de adaptaciones especiales al modo del tranvía o de las costosas líneas de metro; es efectivo, en tanto que puede transportar a sesenta o cien personas en un sólo vehículo, ocupando muy poco espacio público; y es ecológico, precisamente por su baja relación de emisiones/pasajero. Y sin embargo, como explican en CityLab, en algún momento se nos jodió. Ralentizados por el tráfico, infrafinanciados y obsoletos, se convirtieron en el patito feo del urbanismo. El bus no era atractivo. No espoleaba debates. No movilizaba al votante en las elecciones.
El experimento de Nueva York demuestra que su salvación es aún posible. Tan sólo hay que liberar su potencial. Uno muy elevado desde el punto de vista medioambiental dada la transición hacia los motores eléctricos.
Imagen: Mtattrain/Commons