Omran Daqneesh, el niño que, cubierto de polvo y con la mirada perdida, protagoniza el vídeo que todos estamos compartiendo. O Aylan Kurdi, el niño de tres años fotografiado sin vida en las playas de Turquía. O los tristemente famosos "niños de Biafra". Elijan el caso que quieran: la imagen de un solo niño nos afecta más que la de miles de adultos.
Y no nos preguntamos cómo es posible esto, ni por qué nos pasa. Tendemos a creer que este instinto protector hacia los niños es algo 'natural', algo que nos viene de serie desde que vivíamos en cuevas y cazábamos con piedras. Pero no es así. El valor de los niños, su calidad de vida y la lucha por sus derechos son uno de los tesoros más valiosos del mundo moderno. Una rareza cultural e histórica que puede desaparecer si dejamos de prestarles atención.
¿Cuánto vale un niño?
Ponerle 'precio' o 'valor' a un niño es casi un tabú en nuestra sociedad. De hecho, enunciado así puede parecer una pregunta fría e insensible. Pero objetivamente, hay situaciones en que hay que valorar la pérdida de un hijo como en las indemnizaciones por un accidente o una negligencia.
Aunque nos resulte extraño, el valor social de los niños ha cambiado (y mucho) con la Historia
Y hemos de reconocer que los cambios han sido muy importantes. En 1896, un niño de dos años murió debido a una negligencia de la Southern Railroad Company of Georgia. Los padres solicitaron una compensación de dos dólares por mes de vida. El juez lo rechazó y solo obligó a la empresa a pagar los gastos del entierro. El razonamiento fue que "no era posible que un niño de esa edad generara ningún tipo de ingresos en la familia y, por lo tanto, el acusado no podía ser considerado responsable de los daños" .
En 1979, los padres de un niño de la misma edad recibieron 750.000 dólares. En menos de cien años, el valor social de los niños se disparó: citando a la profesora Viviana Zeliner (de la que extraigo los datos) de ser "algo sin valor a ser algo que no tiene precio".
¿Es que nadie va a pensar en los niños?
Zelinger ha estudiado minuciosamente la evolución del papel y la importancia sociales de los niños pequeños en la historia. Sus conclusiones son impactantes: "en general, la muerte de un bebé o un niño pequeño era un evento menor, una mezcla de indiferencia y resignación". Habla de la Europa del siglo XVIII donde autores como Montaigne escribían cosas como "he perdido dos o tres niños en su primera infancia. No sin pesar, pero sin gran dolor" y hasta los personajes de Molière sentenciaban discusiones con un "la niña pequeña no cuenta".
Hasta hace relativamente poco, "la muerte de un bebé o un niño pequeño era un evento menor, una mezcla de indiferencia y resignación"
Según Zelizer, antes de 1800 no hay evidencias históricas de que el profundo duelo por la muerte de los niños pequeños estuviera generalizado en Inglaterra, Francia o Estados Unidos. Es precisamente en ese momento (entre 1800 y 1930) cuando los niños pequeños comenzaron a convertirse en tesoros de incalculable valor.
Ese proceso se puede observar, por ejemplo, en la evolución de la legislación sobre trabajo infatil. En 1833, una comisión del Parlamento Británico recomendó poner límites al trabajo infantil fijando un límite de 12 horas al día para los niños entre 11 y 18 años y un límite de 8 horas para los menores de 11. En 1900, el 18 por ciento de todos los trabajadores norteamericanos tenían menos de 16 años.
El trabajo infantil, que hoy nos horroriza, ha sido habitual en nuestras sociedades hasta hace poco
Ese mismo año se prohibía en España el trabajo de menores de 10 años (salvo para trabajos agrícolas o talleres familiares), en el 44 se subió a 14 años. No obstante, la norma no se cumplió realmente hasta bien entrada la década de los 70.
Es decir, hace pocos años en nuestros países el trabajo infantil era algo normalizado. Hoy, la imagen de niños cosiendo en fábricas del sudeste asiático nos horroriza tanto como las imágenes de los niños en la guerra de Siria.
Hay cosas que no tienen precio
Zelizer repasa los factores que ayudaron en este proceso: el desarrollo industrial sacó a los niños de las fábricas, el aumento de la productividad hizo crecer los sueldos y la necesidad de trabajadores cualificados convirtió a los niños en inversiones más que en gastos. Pero sobre todo, fueron los avances de la medicina y la nutrición los que hicieron que nos acostumbráramos a un mundo en el que los niños no tenían que morir. Un mundo en el que los niños tenía un futuro. Tanto es así, que el futuro ha pasado a convertirse en algo importantísimo en nuestra cultura.
La cultura se adaptó a estos cambios. Siempre lo hace. Sabemos que los padres tienen una 'predisposición natural' a querer, cuidar y valorar a sus hijos; pero la cultura tiene un papel mediador importante. Hoy por hoy, es casi imposible imaginar las condiciones de miseria, frío y dolor de una familia del siglo XVII.
Hablamos de tasas de mortalidad de casi 400 niños por cada mil nacimientos. En muchos sentidos, la célebre frase de que "un padre no debería ver la muerte de sus hijos" es un invento moderno. Durante siglos, los padres tuvieron que vivir una y otra vez las muertes de sus hijos. Y sobrevivir a ellas. El pasado era un mundo terrible done vivir.
No cabe duda de que nos acostumbraremos a las imágenes de niños sufriendo si no hacemos algo antes
Quizá la lección más importante que podemos extraer de aquí es que no nos vamos a escandalizar siempre. Si vamos a un mundo lleno de niños muertos, agredidos y hambrientos, no tardaremos demasiado en acostumbrarnos. Porque en cierta forma, estamos diseñados para acostumbrarnos, para sobrevivir, para que las cosas dolorosas dejen de hacernos daños.
Así que la pregunta quizá no sea "Por qué las imágenes de este niño sirio nos preocupan más que las de cualquier adulto en la misma guerra", sino hasta cuándo vamos a seguir preocupándonos. Y me temo que la respuesta a esa pregunta definirá, y mucho, el futuro próximo.