En 1972 se publicó en la revista Science un artículo científico titulado "On being sane in insane places" causando un profundo revuelo dentro del mundo de la psiquiatría norteamericana. Tres años más tarde en ese mismo país se estrenaba Alguien voló sobre el nido del cuco, probablemente inspirado (entre otras cosas) en los resultado de lo que ese informe demostró. ¿Y cuáles son las conclusiones a las que llegó aquel artículo?
Como ya se alentaba en diversos círculos académicos, el psicólogo norteamericano David Rosenhan estaba convencido de que los psiquiatras abusaban de la interpretación del estado de los pacientes de forma conveniente, haciendo que sus resultado en sus diagnósticos encajasen con lo que a ellos les interesaba demostrar. Para ello ejecutó a lo largo de cuatro años una serie de experimentos para probar su teoría.
Colarse en un psiquiátrico siendo perfectamente normal
Para llevarlo a cabo reunió a un grupo de personas cercanas a él que no tuvieran antecedentes psiquiátricos o indicios de enfermedad mental. Estos “pseudopacientes” eran dos psicólogos, un estudiante de psicología, un pediatra, un psiquiatra, una ama de casa y un pintor (un total de tres mujeres y cuatro varones) además de él mismo. Y acordaron una serie de normas antes de presentarse a distintos hospitales psiquiátricos de los Estados Unidos.
Cada uno fingió tener “alucinaciones acústicas” antes de su ingreso, diciendo que oían voces de alguien de su mismo género, a menudo confusas, y que parecían pronunciar las palabras “vacío”, “hueco” y “apagado”. Esto, que era una simulación de lo que normalmente escuchaban los esquizofrénicos. Aparte de confirmar la audición de esas voces, no contaron ningún otro síntoma, se comportaron de forma totalmente cooperativa y parecían totalmente normales. Los sujetos vinculados al mundo de la ciencia ocultaron sus profesiones, eso sí, para evitar sospechas.
A todos ellos les admitieron en las instalaciones de los centros diagnosticados por los hospitales como esquizofrénicos, menos uno, que en vez de ir a una institución pública fue a una privada, y le diagnosticaron una psicosis maniaco-depresiva, un pronóstico clínico más positivo. El truco había colado. A partir de aquí la idea era que, una vez dentro, dejasen de advertir la audición de las voces. Pensaban que gracias a su comportamiento normal les dejarían salir pronto.
Pero eso no ocurrió así. Para sorpresa del doctor Rosenhan, la media de estancia de todos sus ayudantes fue de 19 días en cada hospital. Hubo gente que estuvo encerrada 52 días. No salió nadie hasta que firmó un acuerdo con el hospital sobre su diagnóstico: esquizofrenia “en remisión”, algo que el médico consideró como evidencia de que la enfermedad mental se percibe como una condición irreversible que crea un estigma para toda la vida antes que como una enfermedad curable. Para salir también les obligaron a tomar medicamentos, aunque lo que hacían era ocultarlos o tirarlos por el retrete.
El diagnóstico está por encima del paciente
Curiosamente, mientras los médicos estaban convencidos de haber acertado desde el primer momento en su diagnóstico, el libro del experimento recoge las experiencias de los pseudopacientes. Una buena parte de los internos en los hospitales (35 de los 118 pacientes con los que tuvieron contacto en las tres primeras hospitalizaciones) reconocía a los miembros de este grupo como impostores.
“Por su forma de comportarse, de tomar notas, serán científicos o periodistas”, dijeron algunos. Sin embargo, el uso de un diario fue un signo tomado por el personal de los centros como algo patológico, una prueba más de la esquizofrenia que sufrían. Los datos biográficos de los pseudopacientes fueron inadvertidamente distorsionados por la plantilla para lograr consistencia con las teorías dominantes en la época sobre la esquizofrenia.
Defensores y críticos del experimento: ¿qué demuestra esto de la psiquiatría?
Por supuesto, cuando el psicólogo publicó sus resultados se causó un tremendo revuelo. La conclusión más obvia era que la ciencia psiquiátrica se trataba de un timo, una fuente de poder de unos médicos que basaban sus conclusiones en unas catalogaciones sin mayor evidencia que la que su misma rama quiere darle. Una rama que usa sistemas de categorías diagnósticas que estigmatizan a las personas, como lo hace el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales o DSM y que va cambiando con los años.
Por su parte, la crítica de los defensores de la psiquiatría también sabía defender sus argumentos. Este “experimento”, que tildaron de pseudociencia, lo único que demostraba era que los diagnósticos se basan en la presunción de honestidad de los pacientes al llegar. Si un paciente entra en un centro de salud indicando unos síntomas, es natural revisar esos síntomas.
Pero Rosenhan no se quedaba ahí. Para él lo más grave del asunto no era que les hubiesen admitido como esquizofrénicos, sino que hubiesen sostenido la veracidad de ese diagnóstico hasta el final. Que todos los participantes del centro extendiesen ese diagnóstico interpretando los datos siguientes con el fin de hacerlos consistentes con él. A pesar de que sus pseudopacientes demostraron tener buena salud y ya no oír voces no se les dejó salir hasta que aceptaron la condición de acierto del diagnóstico de esquizofrénicos del hospital mental, con el estigma que ello conlleva.
El impostor que no es un impostor: el experimento a la inversa
Pero el experimento no terminó aquí. Tras la publicación del estudio, uno de los hospitales se sintió tan ofendido que el personal desafió a Rosenhan a enviar pseudopacientes de nuevo para que pudieran refutar el estudio identificando, esta vez, a los impostores.
El psicólogo aceptó el reto, y advirtió de que en los siguientes días enviaría a uno o más de sus pseudopacientes al centro. En las siguientes semanas el hospital se vanaglorió de que, de los 195 nuevos pacientes ingresados en sus instalaciones, el personal había identificado a 41 de ellos como impostores, poniendo a otros 42 también en la categoría de duda razonable. Rosenhan reconoció a posteriori que no había enviado a ese hospital a nadie.
El estudio concluye con la misma idea que nos viene a todos a la mente al conocer esta historia: "Es evidente que en las clínicas psiquiátricas no es posible distinguir a las personas cuerdas de los enfermos mentales". Para el médico este trabajo exponía los efectos del etiquetado psicológico y la deshumanización en las profesiones de la salud mental, y se dice que su estudio impulsó el movimiento de la antipsiquiatría y aceleró el movimiento de reforma de los hospitales psiquiátricos y de desinstitucionalización del tratamiento de los enfermos mentales en la medida en que fuera posible.
Lo cierto es que, aunque sirvió para que mucha gente sintiese que se había desacreditado a la psiquiatría, también ayudó a que esa rama del saber reforzase sus puntos flacos y avanzase en la calidad de sus diagnósticos. Poco tiempo después, se redactó el DSM-III, un manual psiquiátrico que quería perfeccionar algunos errores de diagnóstico de los anteriores volúmenes. Robert Spitzer fue uno de los más duros críticos del experimento Rosenhan. También el cabecilla del grupo de trabajo que elaboró ese nuevo manual.
La psiquiatría es una de las ciencias médicas más jóvenes que existen. El estudio del cerebro, de la funcionalidad neuronal, aún está en un estadio muy primitivo, y sólo contamos con dos siglos de experiencia clínica para tratar a los pacientes con problemas mentales, que existen y sufren por ello. En los años 70, cuando se llevó a cabo este estudio, sus diagnósticos estaban en bastante peor forma que los que pueden observarse a día de hoy. Las conclusiones de Rosenhan, más que desacreditar por completo la psiquiatría, nos recuerda el amplio camino que queda por recorrer antes de que podamos decir que la especialidad está del todo madura.