Los periódicos neoyorquinos tienen el dudoso honor de haber publicado el que tal vez haya sido el más alarmante, dramático y a la vez inútil anuncio de la historia de la prensa. El 22 de abril de 1915, junto a un nota de la armadora Cunard Line que reseñaba la próxima partida de su transatlántico RMS Lusitania con destino Liverpool, los diarios publicaron otra, encargada por la embajada imperial alemana, que advertía que subirse a aquel navío era una idea pésima.
Para dejarlo claro la embajada no ahorró tinta, ni se cortó tampoco en emplear un tono lo más amedrentador posible. "¡Atención, pasajeros! Se recuerda a quienes intenten cruzar el Atlántico que existe el estado de guerra entre Alemania y Gran Bretaña y sus aliados", arrancaba el anuncio, que incidía en los riesgos de viajar en un navío de bandera británica como el Lusitania y concluía con una exhortación apta solo para nervios templados: cualquiera que tuviera el cuajo de navegar por la zona en buques ingleses debía asumir que lo hacía "por su cuenta y riesgo".
Tranquilizador no era.
Profético, sí.
E infructuoso también.
Pasajeros "por su cuenta y riesgo"
Aunque probablemente a más de un neoyorquino semejante coletilla le puso los pelos como escarpias, no causó demasiado efecto entre quienes habían sacado un pasaje para viajar a bordo del Lusitania. Ni las advertencias, ni los riesgos que suponía la guerra, ni siquiera los nubarrones con los que amaneció Nueva York, impidieron que el 1 de mayo de 1915 el trasatlántico zarpara de sus muelles con 1.959 personas a bordo, entre pasajeros y tripulación, además de la carga.
Su destino: Liverpool, al otro lado de un Océano Atlántico que por aquellas fechas no era precisamente una balsa de aguas pacíficas. Su telón de fondo era la Gran Guerra, el cruento conflicto abierto en el verano de 1914 con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria y que en muy poco tiempo había acabado envolviendo a las principales potencias del viejo continente.
La Gran Guerra destacó por muchas razones.
Una de ellas, el rol que acabaron teniendo los submarinos, ingenios que hasta entonces mandos como Alfred von Tirpitz, de la Marina Imperial Alemana, habían visto con escepticismo. A él y otros como él —incluido el canciller Theobad von Bethmann-Hollewg— no les acababa de convencer del todo su forma de operar, pero con el tiempo tuvieron que rendirse ante la evidencia: el éxito de aquellas naves sigilosas y mortíferas capaces de sorprender al enemigo en alta mar.
Gracias a ellos se habían logrado hazañas como la del U-9 del teniente Otto Weddigen, que en 1914 logró arruinar tres acorazados británicos casi de un plumazo en el mar del Norte. Y en ellos, también, los estrategas de las Potencias Centrales vieron una baza fantástica para el estrangulamiento marítimo de Gran Bretaña. Tras la batalla de Dogger Bank, en enero de 1915, cobró fuerza entre los mandos germanos la idea de utilizar los submarinos U-Boote para fustigar a los buques mercantes que aprovisionaban las Islas Británicas.
Poco después, el 4 de febrero, su Estado Mayor declaraba las aguas de Gran Bretaña, Irlanda y el canal de la Mancha como zona de guerra, por lo que todo mercante enemigo que surcase esa región se arriesgaba a recibir un torpedo de los sumergibles alemanes. De la amenaza solo quedaban excluidos gracias la presión de EEUU los buques neutrales. El objetivo estaba claro: desgastar a Londres.
Con los vientos de la guerra en contra
Con semejante trasfondo partió de Nueva York el 1 de mayo el RMS Lusitania, un lujoso transatlántico de casi 240 metros de eslora por 26,5 de manga operado por la compañía británica Cunard Line y botado apenas nueve años antes.
Quizás por sus prestaciones al comienzo de la guerra la Royal Navy lo había alistado como crucero auxiliar, pero lo cierto es que el buque no tardó en volver a sus funciones normales, cargando pasaje. Con ese rol navegaba el 7 de mayo de 1915, apenas una semana después de haber partido de Nueva York y cuando su tripulación ya divisiva las tranquilas y confiables costas de Irlanda.
El problema es que el Lusitania no era el único que veía su objetivo en la zona.
Sin que lo supieran su pasaje ni capitán, el veterano Wiliam Turner, el transatlántico había sido descubierto por el U-20, un submarino alemán que navegaba de regreso a su base para reponer combustible. Al frente tenía al berlinés Walther Schwieger, quien vio en el Lusitania un blanco fácil con el que poner la guinda a la exitosa singladura del U-20. El sumergible tenía poco combustible, cierto; y muy poca munición, cierto también; pero no necesitaba gran cosa para abrir el casco de aquel transatlántico con un torpedo certero.
No importó que Turner hubiera redoblado la vigilancia, ni que intentara acercarse todo lo posible a la costa para evitar precisamente un encontronazo indeseado con submarinos enemigos. El U-20 lo acabó divisándolo, se situó a la distancia y posición adecuadas, esperó y sobre las dos de la tarde lanzó un proyectil contra el buque de Cunard Line. "Impactó detrás del puente. La nave se detiene y escora rápidamente. Al mismo tiempo se hunde a proa", recoge el informe oficial.
Olía a tragedia. Y tragedia fue.
El buque se fue a pique tan rápido que su tripulación solo pudo desplegar un número mínimo de salvavidas. Mientras, el pasaje se zambullía desesperado en las gélidas aguas del Atlántico. El ataque se saldó con 1.198 muertos, incluidos muchos niños, y apenas 761 supervivientes. No son las cifras del Wilhelm Gustloff, que décadas más tarde y con otra guerra mundial como telón de fondo, protagonizaría la mayor tragedia náutica de la historia; pero el saldo del Lusitania es aterrador.
¿Cómo se explica la tragedia del Lusitania, más allá de la causa principal y evidente, que es el torpedo del U-20? ¿Cómo fue posible semejante ataque? ¿Podría haberse previsto y evitado? ¿Y cuál fue su alcance real?
Si el relato de lo que ocurrió el 7 de mayo de 1915 es relativamente sencillo, la respuesta a cualquiera de esas preguntas lo es bastante menos.
Al aproximarse a Irlanda el Lusitania no había encontrado ningún buque de la Royal Navy que lo pudiera escoltar, por ejemplo, e incluso se acusó al por entonces Primer Lord del Almirantazgo, Winston Churchill, de estar al tanto de que el U-20 había salido de su puerto y existía cierto riesgo de que se cruzara con el Lusitania.
Otra clave es que el transatlántico transportaba algo más que pasajeros y cargamento civil. A bordo, como se supo más tarde, llevaba miles de cajas de munición y granadas de fragmentación, un material que sumaba 173 toneladas y explica las grandes detonaciones que registró y la rapidez con la que se descolló.
Hay quien dice también que Turner no siguió ciertas pautas del Almirantazgo, como la que le sugería que navegara en zigzag, cambiando de rumbo cada pocos minutos e intervalos irregulares, para complicar un hipotético ataque.
Igual de importante fueron sus consecuencias. Al fin y al cabo la tragedia del Lusitania se cobró la vida de 124 ciudadanos estadounidenses, una sangría que desató la indignación en EEUU y tensionó a un gobierno que, al menos en aquella ocasión, decidió aferrarse a su estatus de neutralidad. No le duró demasiado.
No mucho después, en 1917, y con el detonante del Telegrama Zimmermann, Thomas W. Wilson daba el paso definitivo y metía a EEUU en la guerra. Una de las razones que enarboló para justificarse fue el acoso submarino alemán. Los autores de la Enciclopedia Britannica creen de hecho que lo ocurrido con el Lusitania contribuyó, aunque fuera de forma inmediata, a la decisión de Washington.
Lo que está fuera de toda duda es que, por su alcance, fue uno de los episodios más trágicos de la Primera Guerra Mundial. Y de la propia crónica náutica.
Imágenes: Wikipedia 1, 2 y 3 y The Loud 1 (Flickr)
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