Ser el hijo de un premio nobel es un caramelo envenenado. Sobre todo, si te quieres dedicar a lo mismo que él. Porque sí, esa relación te abre puertas, te da una perspectiva inmejorable de la investigación de altísimo nivel y te aporta un capital social a años luz del resto de los mortales. Sin embargo, genera muchas suspicacias.
Eso lo sabía bien Svante Pääbo cuando salió de su Suecia natal camino a la California de finales de los 80. El padre de Pääbo (Sune Bergström) había ganado el nobel de medina del 82 y era una losa que pesaba tanto sobre el joven Svante que, de hecho, empezó a usar el apellido de su madre. Pero, al final, todo se sabe. Y, quizás por ello, cuando llegó al laboratorio de Allan Wilson, le encasquetaron algo que parecía imposible.
La historia es un vertedero
Al menos, esa es la impresión que da en cuanto salimos de los libros: hablamos de un vertedero enorme, desordenado, desquiciante y sin sentido. Esa fue, seguramente, la primera gran lección que aprendió Svante al intentar estudiar el ADN de los neandertales. Luego aprendió más cosas: la más importante fue que el ADN se modifica químicamente y se degrada en fragmentos cortos. Después de miles de años, solo quedan rastros de ADN, y lo que queda está masivamente contaminado con ADN de bacterias y humanos contemporáneos.
En aquel momento de finales de los 80, dedicarse a eso era dedicarse a algo que todo el mundo pensaba que era sencillamente imposible. Una manera de entretener a un hijo de papá que llegaba a un laboratorio puntero de biología evolutiva, el laboratorio que iba a encontrar a la Eva originaria, la mujer africana de la que deriva todo el ADN mitocondrial que hay hoy en el mundo.
El problema es que a Svante le apasionó el tema. En 1990, Pääbo fue contratado por la Universidad de Munich y decidió continuar su trabajo sobre el ADN arcaico. Usando lo que había aprendido en el laboratorio de Wilson, se puso manos a la obra para analizar el ADN de las mitocondrias neandertales. La lógica era sola: es cierto que las cadenas de este genoma son pequeñas y fraccionarias, pero están replicadas miles de veces; es decir, había más posibilidades de éxito.
Un viaje de 30 años
Y, para sorpresa de todos, tuvo éxito. Pääbo logró secuenciar una región de ADN mitocondrial de un hueso de 40.000 años de antigüedad. Por primera vez, teníamos acceso a una secuencia de un pariente extinto y, de esa forma, conformar que eran seres genéticamente distintos tanto a los humanos modernos como de los chimpancés. Ahí empezaba lo bueno.
Gracias al apoyo del Instituto Max Planck en Leipzig, Pääbo mejoró las técnicas para aislar y analizar el ADN de los restos óseos arcaicos. Recopilaron todos los restos que pudieron y juntar con expertos en genética de poblaciones y análisis de secuencias avanzadas. Así, 30 años después, en 2010, Pääbo pudo publicar la primera secuencia del genoma neandertal.
Un par de años antes, en 2008, el equipo de Paääbo empezó a analizar un hueso de un dedo de 40.000 años de antigüedad encontrado en Denisovan, una cueva al sur de Siberia. El hueso contenía un ADN tan excepcionalmente bien conservado que nos abrió las puertas de una historia completamente distinta: la de una humanidad que no solo se componía de neandertales y cromañones, sino un inmenso conjunto de especies humanas hoy desaparecidas.
¿Esto merece un Nobel?
Nadie duda de la proeza de Pääbo: él solo fue capaz de establecer una disciplina científica completamente nueva, la paleogenómica. Pero ¿qué relevancia real tiene esto para la vida de las personas? ¿De verdad se merece un Nobel de medicina? Eso es lo más maravilloso.
Porque gracias a los descubrimientos de Svante Pääbo, ahora sabemos que las secuencias genéticas de nuestros parientes extintos influyen en la fisiología de los humanos actuales. Un ejemplo de ello es la versión del gen EPAS1 que confiere una ventaja para la supervivencia a gran altura y es común entre los tibetanos actuales: proviene de los Denisovan; pero hay muchos más casos que inciden de forma esencial en nuestro día a día.
Al final, los trabajos de Pääbo nos muestran que no hay mejor forma de entender nuestro presente, nuestra fisiología, nuestra manera de enfermar que analizando lo que nos hace humanos y eso se esconde en la memoria del planeta. Afortunadamente, hemos aprendido a descifrarla y eso va a cambiarlo todo.
Imagen | Fundación Nobel
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