Hay que reconocerlo: nos preocupa el fin del mundo. Lógico, teniendo en cuenta que en la última década hemos pasado por una crisis financiera global y una pandemia y estamos inmersos en una crisis climática que promete acabar con la civilización en unas pocas generaciones ¿Pero cuánto tarda la civilización realmente en irse al garete? Si nos fiamos de las películas de Hollywood, poquísimo.
En 'Rescate en Nueva York' de John Carpenter (1981) el futuro distópico estaba a la vuelta de la esquina—en 1997. Pero en poco más de 15 años da tiempo a que estalle y finalice la tercera guerra mundial, a que el crimen en EEUU crezca un 400% y Nueva York haya quedado abandonada y se haya transformado en una megaprisión. No está mal.
La cosa es todavía más extrema en 'Mad Max: Fury Road' de George Miller (2015). Si el protagonista aun pudo vivir una vida normal como policía y no llega a los cuarenta años, entonces el colapso tuvo que producirse también en menos de dos décadas. Pues bien, en ese plazo de tiempo el mundo entero se ha convertido en un desierto tras una sequía global y una guerra nuclear y la civilización ha dado paso a una serie de tribus punk post-apocalípticas.
Ridley Scott se da un poco más de margen en 'Blade Runner' (1982), pero tampoco mucho. En la fantasmal ciudad de Los Ángeles de la película pululan androides imposibles de distinguir de los humanos y, lo que es más sorprendente, también en colonias establecidas en el espacio exterior. Todo ello sucede en 2019. El año pasado. Solo 37 años para la aparición de un mundo post-apocalíptico.
La ciencia del apocalipsis
Hasta aquí la ciencia ficción. Veamos que dice la ciencia a secas. ¿Y qué ciencia? Pues la ciencia del apocalipsis por antonomasia: la arqueología, claro. Porque la mayor parte del tiempo los arqueólogos estudiamos escenarios post-apocalípticos también conocidos como yacimientos arqueológicos. Al fin y al cabo, en la mayor parte de los casos para que un sitio se convierta en un yacimiento ha tenido que producirse el colapso de una comunidad, una cultura o un imperio.
De hecho, nada nos gusta más a los arqueólogos que un buen apocalipsis, sea natural (como en Pompeya) o provocado por los humanos (como la Isla de Pascua). Nadie mejor situado que un arqueólogo, por tanto, para responder a estas dos preguntas: ¿cuánto va a tardar una civilización en irse al garete? ¿Reemplazarán tribus punk a los estados?
La cuestión no es solo cuánto tarda en hundirse una civilización. La cuestión es también cuánto tarda en surgir algo nuevo de las cenizas. Volvamos a Mad Max: el mundo se ha convertido en un desierto, han desaparecido los estados, las ciudades, las infraestructuras—todo, básicamente. Pero los seres humanos que han sobrevivido a la catástrofe se han organizado y han creado nuevas culturas ¿Y qué es una cultura? Por decirlo de forma sencilla: un conjunto de ideas, prácticas, rituales y objetos que caracterizan una comunidad en un momento determinado.
En el mundo de Mad Max hay varios grupos sociales dotados de culturas diferenciadas, con su propia religión, formas de subsistencia, indumentaria, ritos de poder ¿Puede esto aparecer en 20 años? Para ser francos, no. Pero la velocidad a las que se forman culturas post-apocalípticas es sorprendente. Y algunas se parecen mucho a las fantasías retrofuturistas.
Mad Maximus
Todo el mundo conoce los anfiteatros y las villas romanas. Hemos visto mil recreaciones en películas y museos de señores togados y señoras con estola paseándose por mansiones pavimentadas de mosaico o atestando las gradas de un anfiteatro. Lo que no hemos visto tanto es lo que pasó cuando esos señores y señoras hicieron mutis por el foro (nunca mejor dicho). Y es digno de una película de ciencia ficción distópica.
En Londinium (la antigua Londres), los germanos, allá por el 400, se pusieron a construir chozas en el antiguo anfiteatro, que tenía capacidad para 8.000 personas. Imaginaos el Camp Nou o el Bernabeu en ruinas y lleno de chabolas. Pues lo mismo. En Nemausus (actual Nîmes, en el sur de Francia), los visigodos transformaron las arenas en una fortaleza a inicios del s. V—algo así como la Ciudadela de Mad Max. Y en la vecina Arelate (Arlès) pasó algo parecido. En el interior del anfiteatro, convertido en un castillo, se refugiaron los últimos habitantes de la ciudad, convertida en un lugar medio deshabitado y fantasmal. Hoy la Provenza es lo más, pero hace 1.500 años era lo más... parecido a Mad Max.
En Hispania la situación no difería mucho. En la villa romana de La Olmeda (Palencia), unos okupas se instalaron en esta fastuosa mansión abandonada hacia el siglo VI, reventaron los mosaicos con hoyos, encendieron hogueras sobre los pavimentos y dejaron todo perdido de basura, incluidas unas enormes cornamentas de ciervos que cazaron por allí: seguramente el abandono de los campos cultivados dio pie a que volvieran los animales salvajes.
En el Norte de África, mientras tanto, los grandes terratenientes se construyeron fortalezas privadas para defenderse de los ataques de nómadas y bandas de salteadores. Los cambios en la moda estaban acorde con los tiempos post-apocalípticos: las delicadas hebillas romanas dieron paso a placas de cinturón y broches de pedrería germánicos que cualquier rapero estaría orgulloso de llevar encima.
Y por si todo no fuera ya suficientemente punk, los cascos romanos tardíos tenían cresta metálica. El hundimiento del Imperio romano ocurrió a distintas velocidades en distintas provincias (en oriente, de hecho, se mantuvo), pero en general el proceso fue rápido: lo suficiente como para que las brutales transformaciones fueran perceptibles en la vida de una persona.
Más sociedades punk
Tres o cuatro generaciones es lo que tardó en formarse una cultura post-apocalíptica tras la caída de Micenas (la civilización que tanta guerra dio a Troya) hace 3.200 años. Los sucesores de los micénicos se quedaron sin Estado, sin palacios y sin escritura en tiempo récord. La civilización maya se fue al garete a una velocidad vertiginosa: en un plazo de entre medio siglo y un siglo quedaron abandonadas las capitales y los principales centros de población. La guerra se convirtió en un fenómeno endémico. En muchas zonas, las pirámides y las estelas fueron sustituidas por chozas.
Otro ejemplo americano: nos hemos acostumbrado a pensar en los indios del Amazonas como sociedades simples, que viven de la agricultura de roza o la caza en pequeños grupos. Pero lo que conocemos hoy son, en su mayor parte, culturas post-colapso: las que surgieron de la destrucción provocado por el impacto de la conquista europea. Muchos grupos contaban con una compleja organización social y monumentales arquitecturas de tierra que se extendían a lo largo de kilómetros cuadrados. La selva del Amazonas nos parece una maravilla natural prístina, pero es, en buena medida, un escenario post-apocalíptico creado por los europeos.
Y acabo con una civilización mucho menos conocida: la del Reino de Alodia, en Sudán. Este fue el reino cristiano más grande y potente del NE de África durante más de medio milenio. Construían catedrales y escribían en griego. Pero para 1250 el reino había pasado a mejor vida por una mezcla de invasiones y sequías. En las ruinas de las iglesias los invasores levantaron chozas y enterraron a sus muertos de cualquier manera. No sabemos exactamente cuándo, pero sí sabemos que unas generaciones después de la crisis, los alodianos no solo se habían olvidado de escribir y levantar monumentos, es que ya no recordaban ni que habían sido cristianos.
¿Y nuestro apocalipsis?
Respondo, pues, a las dos preguntas que planteaba más arriba: 1) ¿Cuánto tarda una civilización en irse al garete y en surgir nuevas culturas post-apocalípticas? Por lo que sabemos, 50-100 años, de dos o cuatro generaciones; 2) ¿Dominarán la Tierra tribus punk? Es posible. Viendo los antecedentes históricos, hay bastantes posibilidades de que el fin de nuestra civilización dé lugar a un escenario retrofuturista de señores de la guerra enzarzados en conflictos perpetuos, al frente de comunidades con sus propios rituales y una cultura material construida sobre los desechos de la civilización.
Ahora bien, conviene tener en cuenta algunas variables propias de nuestro mundo. En el lado positivo, conviene recordar que cuanto más complejo es un sistema, más difícilmente se descompone. El Imperio romano puede que se hundiera, pero lo cierto es que no desapareció ni la escritura, ni la moneda, ni el Estado, ni la religión (el Cristianismo). Los romanos no se convirtieron en cazadores paleolíticos. La idea de que un colapso nos puede devolver a la Edad de Piedra carece de fundamento.
El hundimiento de la civilización industrial es posible que acabe con la aviación o de los viajes al espacio, pero es más difícil que nos lleve a cazar ciervos a flechazos. Al menos a medio plazo. Por otro lado, nuestra mentalidad moderna nos hace ver cualquier forma de decrecimiento como una tragedia. Pero no tiene por qué ser así: muchas sociedades post-apocalípticas son más igualitarias, más sostenibles, viven en entornos con más recursos y sus miembros trabajan menos. El progreso puede ser muy opresivo y el colapso, liberador.
En el lado negativo, hay que tener en cuenta que los problemas que amenazan a la humanidad ahora no tienen parangón en la historia. Con la crisis climática nos enfrentamos, por primera vez, a un colapso sistémico de toda la civilización en la Tierra e incluso a nuestra extinción como especie. Y no dentro de miles de años, sino en pocas generaciones como no cambiemos el rumbo. Podemos acabar como Mad Max o algo peor. O podemos decrecer de forma ordenada y construir sociedades más sostenibles. La ciencia ficción nos permite imaginar qué futuros queremos y cuáles no. La arqueología, también.
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