No hace tanto, todos teníamos un Hotmail. Con la friolera de 2 MB de almacenamiento. Luego llegó Google ofreciendo 1 GB de correo gratuito y tras aceptar que no era una broma, nos entregamos a su causa. Y así siguieron floreciendo servicios online, todos con la gratuidad como carta de presentación. Hoy en día todos compramos por Internet con la misma naturalidad con la que nos cepillamos los dientes, pero en los dosmiles, que una web nos pidiese la tarjeta de crédito era una cuestión mayor y no aceptable para cualquiera. Había que dar todo gratis.
La financiación salía de la publicidad online: ayer gloria, hoy supervivencia. El CPM ("coste por mil", una unidad estándar en la publicidad para determinar el coste de una campaña por cada mil impresiones de sus anuncios) se ha hundido con el paso de los años.
A finales de los noventa y primeros 2000 estaba disparado, tanto por el hecho de que todavía nos fijábamos en los banners como porque los que ponían el dinero sentían que anunciarse en Internet era un plus para su reputación, era parte de la imagen de marca que querían cincelar, y eso se pagaba tan bien que permitía ofrecer gratis cualquier cosa.
Hoy esa historia es diferente: el CPM se ha hundido respecto a hace quince o veinte años, las audiencias necesarias para mantenerse con vida son muchísimo mayores, entraron en juego las redes sociales y plataformas de entretenimiento online, y también la importancia de Google como buscador.
Capital riesgo y suscripciones
Los años posteriores al boom de lo gratuito fueron los del auge de Silicon Valley, con empresas dopadas con camiones llenos de dólares permitiéndose seguir ofreciendo productos gratuitos a costa de vivir de la inversión hasta ya veremos cuándo.
Dropbox se permitió durante años tener una masa crítica de usuarios que entraron a costa de promociones gratuitas de almacenamiento con la compra de un móvil cualquiera, o invitando a otros usuarios a la plataforma, y era suficiente. Incluso el software tradicionalmente de pago pasó a ser gratuito: así lo hicieron Apple con macOS o Microsoft con Windows u Office, cuyo modelo de negocio se acentuó en venta de hardware, entornos de suscripción y en el caso de los de Redmond, servicios corporativos.
Luego la historia empezó a cambiar. Las anteriormente startups tuvieron que preocuparse más por sus finanzas, y las grandes tecnológicas aprovecharon habernos hechos cautivos de sus plataformas, como Google Fotos o Dropbox, para acabar con el tiempo de gracia y pasar a cobrarnos sin mucha alternativa. Una variante del efecto Ikea: me compensa más pagar unos euros al mes y no tener que reconstruir mis playlists y sistema de archivos online en otro sitio que quizás me lleve al mismo punto en un par de años.
Hasta los medios de comunicación, sobre todo los generalistas, uno de los últimos reductos profesionalizados en tratar de exprimir el negocio publicitario a costa de la gratuidad para sus lectores, han acabado dando el salto a los muros de pago. Las redes sociales, otras que tal bailan, también han incorporado modelos para arañar unos euros más allá de la publicidad. Twitter con su Super Follow, Instagram con nuevos métodos para influencers no-tan-grandes. YouTube habilitó suscripciones de pago y Twitch, ingeniosa para monetizar, está arrasando.
El Internet del "todo gratis" se siente viejo y alejado, como soplar un cartucho o rebobinar una cinta con un casette
Incluso la descarga de contenidos, como películas, series y música, también ha caído en picado. La llegada de servicios cómodos y con precios razonables será la causa principal, pero sobre todo en el vídeo hay fragmentación de contenidos, y pese a ello convivimos con la idea de pagar más de un servicio de vídeo al mismo tiempo, o ir alternando con el paso de los meses. Es el mercado, amigo.
En realidad el paso del mercado basado en compras únicas a los entornos bajo suscripción ha sido la llave que ha desbloqueado lo que no hace tanto parece una quimera: (casi) todos pasamos por caja. La fatiga de la suscripción es real, pero lo mismo ha ocurrido con todo modelo en auge: llega un momento de saturación que da paso a la autorregulación. Quien abusa del modelo acaba siendo expulsado por los usuarios que le dan la espalda.
Ahora solo faltaba la recesión, que además de hundir la capitalización bursátil de muchas empresas, incluidas las tecnológicas de todos los tamaños, y hasta las criptomonedas; también ha ahuyentado al capital riesgo, que ha contraído o paralizado sus inversiones en esta primera mitad de 2022. Lo cual significa una madurez de las startups, obligadas ahora a presentar facturación presente, no proyección futura. Fin de la etapa en la que lo importante eran los crecimientos desbocados. Lo relevante vuelve a ser el sonido del metal. Otro argumento para rehuir del modelo gratuito por doquier.
Mientras tanto, recordamos aquel Internet donde se daba por sentado que todo era gratis como quien recuerda cosas que ya no existen, como soplar el cartucho o rebobinar un casette con un lápiz. Ya es otra época.
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