El mundo de Hyrule abandona las mazmorras y los puzles de la serie principal, The Legend of Zelda, para entregarse al correteo y el castañazo puro por sus campos y lugares emblemáticos. Nintendo ha decidido abrir la mano de una de sus principales franquicias, y encargar a Omega Force, uno de los estudios japoneses que nunca fallan -en Japón- el salto a ese codiciado mainstream que se le escapa a su consola de sobremesa. Hablamos de 'Hyrule Warriors', un juego donde la Trifuerza es lo de menos, los objetos de la mochila son meros accesorios para multiplicar los combos -excepto en algunos jefes- y la cuenta de bajas sustituye a la aventura y el descubrimiento infantil que se propuso Shigeru Miyamoto hace casi 30 años.
Porque The Legend of Zelda, allá por 1986, era exactamente eso: un niño con una espada y un escudo jugando a descubrir la terra incognita que se extendía en los bosques y cuevas de alrededor, peleando contra insectos y animalicos, destapando un mapeado colosal en el que todo era novedad y sorpresa. Hyrule, el mundo de la serie, era para los chavales urbanitas el equivalente a esos veranos de “no te vayas lejos/vuelve antes de que anochezca” que todo niño de campo ha desobedecido alguna vez: el primer rito de transición.
La Hyrule canónica (antes de que el canon cambiase)
Hyrule, en realidad, es un espejo de su protagonista -y del jugador, por tanto-: Link, el Héroe del Tiempo, tuvo que enfrentarse a lo desconocido en su primera entrega de perspectiva cenital, que nos hizo dibujar pacientemente mapas a mano (y que protagoniza uno de los modos más interesantes de este Hyrule Warriors, convirtiendo cada casilla ochobitera en un desafío) a sus más de cuatro millones de jugadores originales. Y, atención, en un sólo sistema, la NES/Famicom, y cuando las consolas domésticas todavía salían de la catástrofe Atari.
Para la segunda entrega, en 1987, el mundo se nos planteo como una serie de pantallas laterales y puertas, un truco que le restó magia al asunto. Hyrule se convirtió en un laberinto multinivel en vez de en un país fantástico, en una serie de mazmorra encadenadas que desembocaban en una simbología tan cruda como efectiva: para triunfar había que derrotarse a uno mismo. Un relato mítico que volvería en el que, para el que firma, es el mejor juego de la serie, 'The Legend of Zelda: A Link to the Past', única entrega de Super Nintendo (1992), en la que recorríamos dos mapeados excelsos (Luz y Oscuridad), reflejados el uno en el otro.
En ese juego de 16-bit se contiene todo lo que es Hyrule: un mundo familiar que se retuerce y se vuelve desconocido según nos alejamos de la civilización, donde la sorpresa es constante y los secretos se cuentan por docenas. La Espada Maestra, tan constante en la serie como la princesa homónima o el Héroe del Tiempo, se halla en un bosque perdido que el jugador sólo atisba entre las copas de los árboles y los arreglos sinfónicos de Koji Kondo -cuya música, no nos engañemos, es a Zelda lo que John Williams es a Star Wars-).
Cada puente, cada recoveco, cada lugar que vemos, requiere algún tipo de esfuerzo para explorarlo, y suele ofrecer una recompensa a la par, normalmente innecesaria para terminar el juego (y que ni siquiera activaba uno de esos horribles marcadores de porcentaje completado, ni logros ni trofeos), pero satisfactoria para ese corazón de niño que a cada paso crece un poco más.
Las otras Hyrules
Evidentemente, no le podemos pedir tanta magia a 'Hyrule Warriors'. Sus escenarios ignoran esta primera trilogía y los magníficos títulos para portátil de Capcom y Nintendo -así como 'Wind Waker', el menospreciadísimo título de GameCube que hizo por la exploración marina lo que el Zelda original por andar a pata- y se centran en la “segunda trilogía”: Ocarina of Time, Twilight Princess y Skyward Sword.
Los Zelda 3D, vaya, donde Hyrule se convierte en un mundo abierto aparentemente familiar para cualquier jugador de GTA, pero que lleva hasta el extremo el esquema mundo-mazmorra-puzle-objeto nuevo que atenazaba a A Link to the Past. En realidad, la segunda trilogía -la cronología es mucho más complicada: el libro Hyrule Historia de 2011 ya nos descubría que existen tres líneas temporales surcando todos los juegos- es mucho más rígida de lo que sugieren sus horizontes: hay que hacer las cosas en un orden determinado para progresar, son niveles clásicos vestidos de sugerente libertad.
Y, sin embargo, las constantes están ahí: imagina un juego ambientado en la Roma clásica de gladiadores, y que el clímax del siguiente sea la pelea entre Bruce Lee y Chuck Norris en El Furor del Dragón, y empezarás a entenderlo. Todas las Hyrules comparten habitantes y criaturas, por ejemplo: los hyrulianos, gentilicio que incluye a los monstruos y criaturas no humanas; y los hylianos, los humanoides entre los que contamos a Link y a Zelda. Todas incluyen campos, bosques y todo tipo de parajes en los que perdernos mientras combatimos contra pulpos escuperrocas (los octoroks) y esqueletos espadachines escapados de una fantasía de Harryhausen (stalfos). Todas buscan participar, a su manera, de aquel escapismo primigenio en el que la palabra clave era descubrir.
El problema, quizás, es que su mitología de 28 años juega en su contra. Si Bioshock Infinite ya se planteaba la naturaleza de las franquicias con aquella conclusión meta, “siempre hay una chica y un faro”, Zelda es el mejor ejemplo posible del funcionamiento de una serie: siempre hay un Héroe del Tiempo -aunque sean varios Links-, una princesa Zelda, una Trifuerza divina y un malvado Ganondorf. Y el actual genio residente de Nintendo, Eiji Aonuma, tiene que lidiar con ese pasado… Y la incomprensión de un público al que desviarse del canon mal entendido de Ocarina of Time (Link no tiene que ser un niño y tiene que zurrar muy fuerte, que le den a la exploración) le parece anatema.
Quizás por eso hayan optado por este Hyrule Warriors, para darle a cierto sector lo que pide -acción cabestra- y concentrarse en reformular las coordenadas de la serie: que sea un viaje iniciático otra vez, no una zona de confort para el fan nostálgico.
Una dinastía de yoyas
Omega Force ha aportado varias novedades a Zelda. La principal, y más en estos tiempos, es poder jugar con la princesa -algo que la serie principal todavía no nos permitía, linkcéntrica sin remedio, pese a que los Smash Bros. ya nos dejaban repartir llevando a Zelda-. Y con el malo, y con un puñado de secundarios de lujo. La siguiente es demostrar que el mundo de Hyrule es lo bastante consistente como para permitir otros géneros, incluso los más formulaicos. El subtítulo “Warriors” es la traducción occidental de la serie “Musou”, un puñado de juegos ambientados en los Tres Reinos de la China pretérita donde guerreros muy histriónicos se enfrentaban mano a mano con ejércitos descomunales. Es decir: la épica engendra protagonistas de videojuegos de acción.
Los Dinasty Warriors, desde su segunda entrega -la primera era un versus pocho a lo Street Fighter-, se han convertido en una oda a la simpleza, a la poda de todo lo que tiene que ser un videojuego de yo contra el barrio. Hasta el punto de que Tim Rogers describía a la serie y sus derivados como “los únicos videojuegos cuyo manual de instrucciones es un póster con un botón X gigante”: el botón de repartir. Desde el año 2000, cada Warriors ha mantenido intacta su jugabilidad. Avanzar corriendo en batallas con varios generales, cargarte un millón de chinos por el camino (o de samurái, o de Gundams, o de piratas de One Piece, o de punkis de El Puño de la Estrella del Norte: son expertos churreros industriales), derrotar a un oficial, provocar un par de recuadros de texto, disparar un nuevo objetivo, correr llevándote otro millón de chinos de calle, y así hasta triunfar. Enjuagar. Repetir.
Tienen un cierto componente estratégico (resumido en “no te cargues ese millón de chinos sino el otro millón, el de más arriba”), pero en el fondo son juegos que se limitan a un combate repetitivo, en el que cada pantalla nos desbloquea un sinfin de cositas: nuevos personajes, nuevos mapas, nuevos modos, nuevos niveles de experiencia, monturas, materiales para mejorar nuestras armas. Van mucho más allá de -y se quedan mucho más cortos que- ser el Diablo de los juegos de castañas japoneses, capaces de hacer de la reiteración algo hipnótico y fascinante, un zen de la multimasacre en el que sólo competimos contra nosotros mismos -algo que encaja con ese espíritu de autoconocimiento de los primeros Zelda, sólo que aquí es “¿por qué sigo jugando? ¿Qué estoy haciendo con mi vida?”-. Y, mucho más importante: son los mejores juegos posibles para una resaca.
Con Hyrule Warriors, Nintendo ha apostado por sacar a una serie con demasiadas expectativas de su zona de confort, de intentar algo nuevo y de hacer un guiño a su mercado original -en Occidente debemos ser cuatro los fans acérrimos del apellido Warriors-. En manos de una gente que sólo sabe hacer bien una cosa, que sigue haciendo la misma cosa sin concesiones a la narrativa, la cinemática, el pulido, la tontificación o el sentido común: todo lo que había de luz y oscuridad en un Warriors del año 2000 sigue vigente.
Y les sigue funcionando, hasta el punto de que otros grandes de la fantasía aventurera, Square Enix, han dejado en manos de la fórmula Warriors su segunda gran saga, Dragon Quest. Y quizás por la misma razón que Nintendo: a todos se nos llena la boca con que Ocarina of Time es el mejor juego de todos los tiempos, pero no olvidemos jamás que Nintendo 64 quedó la última en la guerra japonesa de consolas de su generación. Por detrás de Sega Saturn.
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