Es uno de los pocos autores de género que han definido un estilo con su nombre: “ballardiano” se aplica a las ficciones (como “lynchniano”, como -paradójicamente, ya que su estilo es muy ballardiano- “cronenbergniano”, como “lovecraftniano”) que, con justicia o no, parecen salidas de la imaginación de su autor.
Hay novelas de Ballard más o menos ballardianas -algunas de las más conocidas, como "El imperio del sol", lo son muy por los pelos-, hay autores que se han dejado influir por su estilo y han creado pseudo-ballards que este paradigma de la ci-fi nuevaolera que nos ocupa habría firmado sin dudar. Denominaciones aparte, lo que está claro es que hay una forma de entender y expresar el mundo muy Ballard. Y vale la pena sumergirse en ella.
La prosa de Ballard revela nuevas lecturas y significados con cada visita, posiblemente, porque se adelantó a circunstancias y, sobre todo, formas de percibir el mundo que aún no conocíamos cuando las puso por escrito. Pero si hubiera que apuntar un par de rasgos formales, uno de ellos sería el intento de entender el mundo a través de la filosofía del collage.
Mucho antes de Internet, Ballard ya adivinó que acabaríamos entendiendo la realidad de forma fragmentaria y parcial, y lo resumían perfectamente en la introducción del imprescindible número 8/9 de la revista Re/Search, íntegramente dedicado al escritor:
“La obra de J.G. Ballard destruye las barreras entre ciencia y arte; publicidad y literatura; política y cultura pop; catástrofe ecológica y la Era Espacial; la televisión y los nuevos estilos de conformismo sociópata; et al. Ha identificado y expandido de forma imaginativa las nuevas mitologías y simbolismos del futuro inminente. Sexo, tecnología, anuncios, este planeta moribundo, comportamientos patológicos cada vez más innovadores, el mundo paralelo de las vidas y muertes de los famosos... todo se entrecruza en las inteligentes explicaciones de Ballard acerca de qué está pasando realmente”
Su icónico "La exhibición de atrocidades" sigue siendo un ejemplo perfecto de todo ello.
Ballard es un autor de ciencia-ficción a veces frío e incómodo, tachado en ocasiones de inhumano por su aproximación distante y sarcástica a la naturaleza de nuestra especie. Sin embargo, hay pocos autores tan humanistas como él en la ciencia-ficción moderna (no podría ser de otra manera, con el fuerte componente erótico que palpita tras su prosa... aunque sea un erotismo que revuelve las tripas).
Lejos de escudarse en palabrería tecnológica o en la fría adivinación de lo que está por venir, Ballard usa su retrato de la tecnología como una forma de entender mejor cómo estamos desesperados por encontrar humanidad en una sociedad deshumanizada: ¿que necesitamos excitarnos con accidentes automovilísticos? Bueno, pues por algo será. ¿Que nuestros edificios y nuestras autopistas nos definen mejor que cualquiera de los sentimientos que, en teoría, nos diferencian de los animales? Puede ser, pero a lo mejor es síntoma de algo, y habría que pensar en ello y corregirlo.
Ballard usa su retrato de la tecnología como una forma de entender mejor cómo estamos desesperados por encontrar humanidad en una sociedad deshumanizada
Vamos a revisar la obra de Ballard y a detectar sus constantes como pilares de la ciencia-ficción. No esperes space opera ni naves en llamas más allá de Orion: el género que practica Ballard es una variante fría como el cemento de la ciencia-ficción distópica tradicional. Bienvenidos a la exhibición de atrocidades.
Mundos en descomposición
Muchos críticos han querido ver en la tumultuosa infancia de Ballard un posible germen de sus constantes visiones de un mundo que se viene abajo. Nacido en Shanghai, donde vivió con su familia a causa del trabajo de su padre, padeció el estallido de la segunda guerra entre China y Japón y posteriormente la II Guerra Mundial, y pasó buena parte de su infancia moviéndose por refugios y zonas de acogida para familias de occidentales en su misma situación, además de una dura etapa en un campo de concentración.
Todo ello formó parte de una de sus novelas más famosas y, paradójicamente, menos representativas: "El imperio del sol" (The empire of the sun, 1984) adaptada a la gran pantalla por Steven Spielberg en 1987.
En 1945 su familia volvió a Reino Unido y pudo unos años más tarde, compaginando sus estudios de psiquiatría, empezar a escribir ciencia-ficción avanzada, que él mismo definiría como influida por el psicoanálisis y el surrealismo. Tras ganar algún premio decidió dejar la carrera y dedicarse a la escritura, que siguió cultivando en los años que pasó en Canadá a las órdenes de la Royal Air Force.
Se centró definitivamente en la ciencia-ficción tras descubrir su vertiente más pop en las revistas baratas de la época. De vuelta a Inglaterra comenzó a publicar en revistas como New Worlds o Science fantasy. Compaginando la escritura con un trabajo de periodista científico, publicó su primera novela, "Huracán cósmico" (The wind of nowhere, también traducida como El viento de la nada o El viento de ninguna parte) en 1962.
"Huracán cósmico" fue escrita sin demasiada convicción por Ballard, que solo quería ganarse un crédito como autor de novelas, pero no esperaba demasiado de ella. Sin embargo, inaugura un ciclo de novelas de catástrofes en el primer Ballard que arroja resultados muy interesantes, por mucho que aquí los males que afectan a los hombres están completamente fuera de control.
En este caso es un vendaval cataclísmico el que asola el planeta y cuyos vientos van aumentando su velocidad hasta llegar a unos demenciales novecientos kilómetros por hora. Después de arrasar con todo, se detiene. Durante el proceso, el autor se interesa por describir cómo la gente reacciona a un desastre de tal envergadura y su posterior desaparición. Científicamente poco creíble (¡los tifones tropicales se llevan todo por delante y sus vientos son de unos meros doscientos kilómetros por hora!), Ballard tiende un curioso puente invisible con las recientes producciones de manga y anime que cuentan desastres naturales -o no, que Ballard tampoco explica el suyo- y que se centran en describir los pormenores de la supervivencia de un puñado de personas.
Ballard escribió "Huracán cósmico" en diez días, y él mismo aseguró que prefería que se considerara como su primera novela "El mundo sumergido" (The drowned world, 1962), otro desastre que en esta ocasión tiene una base algo más científica: los casquetes polares se derriten a causa de la radiación solar e inundan las ciudades del hemisferio norte, convertidas en extraños lagos tropicales.
Estos escenarios modifican el comportamiento de los habitantes del planeta, tal y como sucede siempre en las novelas de Ballard: los escenarios, sean rascacielos inhumanos, sean clones de estrellas del Hollywood clásico, son nuestro reflejo. Y si el escenario es un apocalipsis, así se comportarán los personajes. La obsesión de Ballard por el psicoanálisis arrojaba frutos constantes, aunque aún perfilaría con más acierto esta cuestión.
Temáticamente, Ballard se iría al extremo contrario del fin del mundo en "La sequía" (The burning world, 1964), donde se describe un planeta en la que el agua escasea. Los ríos se han secado y la población mundial se encamina hacia los océanos.
El motivo de la sequía: los residuos tóxicos vertidos en los mares han generado una especie de capa (polímeros saturados, en realidad) que impide su evaporización, y con ello, la desaparición de la lluvia y los cultivos. El protagonista es una de las únicas personas que no quiere migrar hacia los océanos, y contempla al resto de la humanidad con esa mezcla de superioridad y compasión tan ballardiana.
Este arranque de novelas curiosamente centradas en la ciencia-ficción apocalíptica y que desembocaría en sus obras mayores concluye con "El mundo de cristal" (The crystal world, 1966), una onírica aventura selvática en la que un científico británico se desplaza a una jungla africana para combatir la lepra. Allí descubre un fenómeno inexplicable: la zona ha empezado a cristalizarse y, con ella, toda la vida que hay dentro.
Se trata de la más peculiar novela de Ballard sobre el fin del mundo y se inspira en un cuento previo del autor, "El hombre iluminado", incluido en el recopilatorio "Playa terminal".
En ambas obras despliega Ballard una peculiar poesía de la muerte y la destrucción, ya que los seres vivos que son cristalizados entran en un estado de existencia suspendida, donde el tiempo se ha detenido. Nuestro protagonista reflexionará sobre qué sucede en ese estado y la segunda mitad de la novela se convierte en una trepidante reflexión sobre la enfermedad, la decadencia física, la espiritualidad del cuerpo y qué nos hace humanos, muchas cuestiones de ellas retomadas en su obra inmediatamente posterior, ya en un tono menos apocalíptico.
Holocaustos interiores
Tras esta etapa inicial de curiosos vínculos temáticos, Ballard arranca una fase más experimental y que daría como fruto las mejores obras de su carrera. La más inclasificable y, para muchos críticos, memorable de todas ellas, es "La exhibición de atrocidades" (The atrocity exhibition, 1970), un volumen tan extraño que es difícil, para empezar, decidir si se trata de una colección de relatos (todos sus capítulos aparecieron previamente en distintas publicaciones) o un todo coherente.
En cualquier caso, hace uso de una narrativa de collage que emparenta a Ballard con su admiradísimo William S. Burroughs (lo que refuerza la conexión con el cineasta David Cronenberg, por otra parte) y que intenta, en conjunto, explicar al ser humano post-nuclear a partir de un protagonista mutante incluso en su nombre -según avanza la novela va siendo denominado como Talbert, Traven, Travis y un largo etcétera-.
La obra más inclasificable y, para muchos críticos, memorable de todas ellas, es "La exhibición de atrocidades"
Traven, o como se llame, trabaja como médico en una clínica mental, y tras una crisis intenta encontrar un hilo conductor en una serie de macabros fenómenos pop como el suicidio de Marilyn Monroe o el asesinato de Kennedy, con quien parece estar obsesionado. Realidad y fantasía se entrecruzan en la psicótica mente del doctor, que tiene visiones inquietantes y que recuerdan, una vez más, a los delirios tóxicos de Burroughs.
Por otra parte, el autor se anticipa a su obsesión con los paralelismos entre escenarios y psique de sus personajes, y elabora un singular experimento que no se puede calificar exactamente de ciencia-ficción... ni dejarse de hacerlo. Solo en la ciencia-ficción más alucinada caben líneas como “multiplicándola por el espacio/tiempo del apartamento, podría obtener una unidad válida para su propia existencia” y cabe pensar que nada mejor que con la ciencia-ficción se puede analizar el estado de nuestra civilización después de la estigmatización de la bomba nuclear, un invento del hombre salido del más apocalíptico de los cálculos.
Obsesión por la tecnología, por la velocidad (Ballard lo veía como coches, nosotros lo vemos como ADSL), por el sexo deshumanizado, por la narrativa fragmentada... hace cuarenta y cinco años que se publicó "La exhibición de atrocidades" y parece que está hablando de ayer por la mañana. Si eso no es perfectísima ciencia-ficción...
La narrativa del libro de Ballard parece en ocasiones salida de un ensayo tronado, de un informe clínico extremo. "Crash" (1973), su siguiente novela, es la versión novelística de ese ensayo y gira en torno a una serie de personas con un profundo transformo emocional: sufren de sinforofilia, es decir que se excitan sexualmente observando o simulando un desastre de cualquier tipo. En este caso, accidentes automovilísticos.
El protagonista, James Ballard (sí, se llama como el autor, en uno de los juegos de metaficción más estrafalarios posibles), después de un accidente de tráfico que le deja trastornado conoce a través del siniestro dr. Vaughan a un grupo de personas que, como él y el propio Vaughan (que quiere morir en una colisión frontal contra Elizabeth Taylor), experimentan placer rehaciendo accidentes famosos.
Con un ritmo completamente pornográfico en términos de justificaciones argumentales para el sexo y la violencia pero con un Ballard en plenitud de facultades estilísticas, frío y apasionado al mismo tiempo, "Crash" es una mera concatenación de accidentes y sexo que convergen en una sola acción: conceptos de la sexualidad convencional, como la barreras de la heterosexualidad y la homosexualidad, la cosificación de los amantes, la excitación ante las heridas, los muñones y las cicatrices... todo se confunde en una amalgama de Nueva Carne metálica que, tal y como sucedía en "La exhibición de atrocidades", esquiva el encasillamiento dentro de la ciencia-ficción clásica, pero que tampoco engaña a nadie. El propio Ballard no solo está presentando a un nuevo tipo de ser humano, sino que definió el libro como una “ficción apocalíptica”.
"Crash" es una mera concatenación de accidentes y sexo que convergen en una sola acción: conceptos de la sexualidad convencional
¿Alguien ha dicho Nueva Carne, por cierto? En 1996, David Cronenberg adaptó con envidiable gusto la novela de Ballard. Pese a su narrativa quebradiza y la abundancia de sexo y violencia explícitos, Cronenberg compuso una obra que obedecía tanto a sus obsesiones como a las del escritor. Hoy sigue siendo, como en su día, una película incómoda, intemporal e influyente. Al igual que el propio libro que le dio origen, cuyo eco se deja oir en libros actuales como "El club de la lucha".
Hormigón armado
Tras este momentáneo paréntesis dentro de la literatura más experimental, pero sin abandonar los tics autorales que ya había mostrado en su primigenia tetralogía apocalíptica, Ballard aborda un par de novelas con puntos en común entre sí y también con sus novelas anteriores, pero de narrativa algo más sosegada y conbvencional.
La primera de ellas, "La isla de cemento" (Concrete Island, 1974), es una peculiar adaptación de "Robinson Crusoe" en la que un arquitecto queda atrapado tras un accidente en una especie de zona neutra sin edificar bajo el cruce de una autopista, donde nadie puede verle y de donde no puede salir, y tiene que sobrevivir ahí como puede.
Mitad Kafka y mitad distopía post-industrial con elementos mínimos (inexistentes, a veces), "La isla de cemento" es uno de los libros donde la metáfora ballardiana está más clara: el hombre moderno está perdido por dentro y desolado por fuera, o viceversa, en un laberinto sin recodos ni trampillas. Sin embargo, en esta ocasión, el apocalipsis vence al hombre: en "Robinson Crusoe" (una de las novelas favoritas del joven Ballard) teníamos un relato esencialmente optimista y esperanzador, en el que un naúfrago que lo tiene todo en contra consigue transformar su entorno a su favor, llegando incluso a vivir como un hipster o domesticar un salvaje.
En "La isla de cemento", sin embargo, el desastre supera al náufrago y pese a encontrar compañía -una prostituta y un deficiente mental-, y pese a que su islita de cemento esconde más sorpresas de las que esperaba en un principio, esa zona crepuscular de la sociedad postindustrial -un punto ciego entre autopistas, la nada dentro de la nada- acabará machacando la humanidad del accidentado.
A finales de los setenta y principios de los ochenta, distintos autores de género contemplaron los grandes edificios urbanos con mirada crítica. No los propios rascacielos, símbolo de progreso durante los años de prosperidad económica e icono de nuestras virtudes y miserias, como el Empire State Building de King Kong.
"Rascacielos" (High Rise, 1975) es una prolongación de "La isla de cemento" en la que lo que se pone en cuestión no es tanto el edificio (tampoco en La isla... el enemigo eran exactamente las autopistas) como quienes los habitan, urbanitas de a pie que se sienten importantes y significativos por estar atrapados en cárceles de cemento.
El edificio como microcosmos monstruoso de la sociedad, que aloja en su interior a monstruos aún peores, conforma el subtexto de piezas tan distintas como Vinieron de dentro de..." (debut de David Cronenberg, y sumamos otra conexión con el cineasta canadiense), que se ha entendido muchas veces como una adaptación apócrifa de "Rascacielos"; o las abundantes guerras entre bloques de edificios en los comics de "Juez Dredd", algunas tan representativas como "Block Mania" (1981), y que recalaron en espíritu en la -ballardiana a su manera- estupenda película de "Dredd" (2013).
"Rascacielos" es el brutal antecedente de casos como los dos citados. Transcurre en un edificio de lujo cuyos inquilinos disfrutan de todo tipo de comodidades: escuela, piscina, supermercado, tecnología avanzadísima... un universo de cristal y piedra en miniatura que, como sucede en la civilización de la que sus habitantes se aislan, se estratifica en clases altas, medias y bajas, solo que aquí también se ubican en pisos a esas tres alturas. Dentro del rascacielos estalla una guerra civil en la que se capturan instalaciones y ascensores y se efectúan ataques relámpago sobre apartamentos y pisos ajenos.
De nuevo Ballard compone una novela apocalíptica camuflada: cuando las basuras, los cadáveres y la demencia se amontonan queda bien claro que este rascacielos es una versión a pequeña escala de los apocalipsis del día a día
Al igual que pasaba con el ataque parasitario de "Vinieron de dentro de...", la violencia escala sin freno hasta que se difuminan completamente los límites morales más elementales, dándose episodios de, por ejemplo, canibalismo. De nuevo Ballard compone una novela apocalíptica camuflada: cuando las basuras, los cadáveres y la demencia se amontonan queda bien claro que este rascacielos es una versión a pequeña escala de los apocalipsis del día a día.
Aunque ya sin ese tono demoledor y simbólico, las ideas de "Rascacielos" y "La isla de cemento" se prolongan en un par de novelas de Ballard más recientes. Una es "Noches de cocaína" (Cocaine nights, 1996), una intriga criminal que se desarrolla en el hermético interior de un resort vacacional español, uno de esos paraísos amurallados donde la clase alta europea se olvida de la parte más mundana de la dinamitación de un continente.
Allí el protagonista llega para esclarecer un asesinato del que ha sido acusado su hermano, y se topa con una mini-sociedad llena de secretos, mentiras y pecados. "Super-Cannes"(2000) es una especie de continuación espiritual, con las mismas constantes: una serie de crímenes sin explicación, un escenario puramente ballardiano (en este caso un centro de negocios con todo tipo de comodidades para la clase alta, y que recuerda a los pisos elevados de "Rascacielos2, "Eden-Olympia", que también funciona como microcosmos) y un retrato de un ambiente que es también un retrato mental generacional.
En los últimos años Ballard se estuvo moviendo por estos escenarios y planteamientos: novelas que ya decididamente se salen de los márgenes de la ciencia-ficción pero que plantean un retrato del presente donde no hay futuro. Muchas de ellas caen en un vago contenedor genérico acuñado por el cyberpunk Bruce Sterling llamado slipstream y que está a medio camino entre la ciencia-ficción tradicional y la literatura masiva.
Distopías inmediatas que podríamos calificar de ciencia-ficción social y que beben de los hallazgos de "Rascacielos": son novelas como "Milenio negro" (Millenium People, 2003, en la que la revuelta estalla en un exclusivo barrio londinense) o la última obra publicada de Ballard, "Bienvenidos a Metro-Centre" (Kingdom Come, 2006), donde un colosal centro comercial cercano al aeropuerto de Heathrow se convierte en germen de una revolución fascista no planeada.
Adiós a la ciencia-ficción
Toda ese tramo final de su obra estuvo precedido por una inmersión en la novela completamente ajena al género, motivada en parte por el gigantesco éxito de "El imperio del sol". Tras ésta publicó novelas como la salvaje "El día de la creación" (The day of creation, 1987), la mordaz y breve "Furia feroz" (Running wild, 1988), la secuela de "El imperio del sol", "La bondad de las mujeres" (The kindness of women, 1991) y la ecologista y desencantada "Fuga al paraíso" (Rushing to paradise, 1996). Todas ellas modelaron su estilo definitivo, entre distópico, metafórico y obsesionado con las estructuras sociales paralelas. Antes de todo ello, escribió un par de novelas de ciencia-ficción más.
La primera fue "Compañía de sueños ilimitada" (The Unlimited Dream Company, 1979), una sardónica parábola de la que se encuentran ecos en "Superviviente" de Chuck Palahniuk (sigue entretejiéndose la telaraña de influencias hacia el autor de "El club de la lucha"): un hombre tiene un accidente de aviación en el río Támesis y sobrevive adquiriendo poderes mesiánicos.
Puede volar, curar a los enfermos, absorber a otras personas, pero no puede abandonar el centro de la ciudad, lo que hace que se obsesione con recuperar el avión sumergido en el río. Con tono de parábola y abundantes referencias literarias entre líneas -sobre todo, a William Blake-, Compañía de sueños ilimitada abandona en parte el tono frío y mundano de otras obras de Ballard, pero sin perder en ningún momento el humor fatalista y el mensaje agrio.
En 1981 Ballard publicó "Hola América" (Hello America), un regreso a los tintes apocalípticos de sus primeros libros, pero con leves diferencias.
Esta vez la narración es más asequible, menos agresiva con el lector, como si Ballard hubiera compuesto una versión mainstream de todas aquellas historias de desastres climáticos y civilizaciones al borde del caos. En este caso, la visión es mínimamente esperanzadora pese a las penurias que retrata, quizás como aviso del giro en su carrera que estaba a punto de llegar.
Esta vez la narración es más asequible, menos agresiva con el lector, como si Ballard hubiera compuesto una versión mainstream de todas aquellas historias de desastres climáticos y civilizaciones al borde del caos
En "Hola América", por primera vez Ballard plantea una ambientación abiertamente futura: el año 2114. Es entonces cuando tiene lugar un colapso ecológico que vuelve loca la climatología del planeta: intercambio de calor entre polos y trópicos, lluvias demenciales y América convertida en un desierto inhabitable que es explorado por expediciones de europeos. Cuando una de éstas desaparece se plantea un rescate a manos de un equipo formado por americanos expatriados, cuyo viaje relata la novela.
Los amantes de las distancias cortas o lectores sedientos de más Ballard, tienen a su disposición una amplia colección de cuentos que redundan en sus obsesiones y, en muchas ocasiones, se lanzan con menos pudor a la explotación de códigos de la ciencia-ficción más convencionales.
En su muy temprana recopilación "Bilenio" (Billenium, 1962) ya hay cuentos, por ejemplo, como el estupendo "Ciudad de concentración", donde plantea una ciudad de hormigón desalmado donde cada metro cuadrado cuesta dinero y donde un hombre cualquiera se ve abrumado por la inhumana estructura construida, en teoría, para ser habitable.
En "El hombre imposible", recogido en la selección de 1962 del mismo título que el cuento, se husmean las bases del futuro "Crash" y del fetichismo de los accidentes de automóvil. Playa terminal, presente en la recopilación llamada igual de 1964, es una pieza experimental y compleja que rememora una de las experiencias más traumáticas del joven Ballard: la visión de la explosión, en la lejanía, de la bomba de Nagasaki.
"Aparato de vuelo rasante" (Low-flying aircraft, 1976) y "Mitos del futuro próximo" (Myths of the near-future, 1982) tienen aún más jalones en común con novelas como "Rascacielos", "La isla de cemento" y su ficción apocalíptica: escenarios que son la burbuja inmobiliaria del espíritu y retratos de la humanidad donde los protagonistas son absorbidos por circunstancias que les superan a todos los niveles.
Ballard es imprescindible no solo para entender el género en su vertiente más literatizada y menos space-operística, sino para comprender buena parte de la narrativa moderna. Su influencia, a veces invisible, es palpable en múltiples medios más allá de los libros, y su forma de ver el mundo, desencantada y rebosante de humor grotesco, arroja luz sobre una sociedad como la nuestra, más pendiente de las hipotecas que de nuestras necesidades más esenciales.
Por eso "Rascacielos", "Crash" o "La exhibición de atrocidades" hablan del aquí y ahora con tanta fuerza y energía como lo hicieron cuando fueron publicadas o, sin duda, seguirán haciéndolo dentro de décadas.
Foto | JLFlores
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