No eran ni las tres de la tarde cuando Japón comenzó a temblar. Los reactores de Fukushima se pararon y comenzó el protocolo de enfriamiento. Alimentado por la red eléctrica exterior, primero; y por motores de emergencia después, cuando el terremoto destrozó la red. A las 15:41 llegó el tsunami y se abrieron las puertas del desastre.
Fue el 11 de marzo de 2011. Fukushima se convirtió en el accidente nuclear más grande desde Chernóbil y centró la atención de todo el mundo. Sin embargo, los desastres nucleares no son un desastre cualquiera: dejan marcas muy profundas en la Tierra, en nosotros. No es peligroso, no es preocupante, pero el de Fukushima cambió en el vino californiano.
Las botellas de Jefferson
Pero antes, dejadme que de un rodeo. En 1985, Christie's anunció que había encontrado una botella de vino de Lafite (una de las bodegas más importantes de Francia) datada en 1787 y que, según parecía, había pertenecido al mismísimo Thomas Jefferson.
La compró la familia Forbes, editores de la famosa revista, por 157.000 dólares. Estábamos ante la botella más cara que jamás se había subastado. Y eso que no era la única. Durante los siguientes meses y años se vendieron muchas joyas de la de la bodega de Jefferson. Cuatro de ellas fueron compradas por los hermanos Koch, unos polémicos magnates norteamericanos. Pagaron medio millones de dólares.
20 años después, un museo de Boston consiguió convencer a los hermanos Koch para exponer su colección privada. Preparando la exposición, los expertos del Museo se pusieron en contacto con la Fundación Thomas Jefferson para conocer mejor la conocida obsesión de Jefferson con el vino.
Y fue entonces cuando saltó la sorpresa: las botellas no eran de Jefferson. O, mejor dicho, era muy difícil que lo fueran. Jefferson llevaba una minuciosa relación de todo lo que ocurría en su vida. Es más, tenía anotaciones sobre todas las botellas de vino que habían pasado por sus manos. Y, por mucho que buscaron en la fundación, no encontraron ni la más remota anotación en los más de 60.000 documentos que tiene en su poder.
Fue un escándalo de proporciones gigantescas. Sobre todo, para el orgullo de los Koch. Pusieron a varios investigadores en el caso y, en poco tiempo, llegaron hasta Hardy Rodenstock. Él parecía el origen del fraude, pero si no conseguían pillarlo infraganti, era muy complejo de demostrar. Al fin y al cabo, ¿cómo se podía saber si era vino era de 1787?
Las uvas de la ira (nuclear)
Para entonces, Philippe Hubert ya había empezado a usar los niveles de cesio 137 del vino para destapar las cada vez más continúas falsificaciones. ¿Por qué? Porque a diferencia de la inmensa mayoría de partículas del mundo: el cesio 137 no existía en el mundo hasta que explotó la primera bomba atómica el 16 de julio de 1945. Entre 1950 y 1980, los ensayos nucleares necesarios para poner a punto los programas nucleares de las grandes potencias llenaron el mundo de este isótopo radioactivo.
O lo que es lo mismo: si una botella tenía cesio-137, ese vino era de después de 1945. Además, la prueba necesaria para comprobarlo era muy sencilla. La dotación con cesio se convirtió en algo muy usado, pero se quedó corto. Con los años, los investigadores se dieron cuenta de que el vino europeo tenía marcas de Chernóbil.
Fue así como Hubert se preguntó por la sensibilidad de la uva para detectar desastres nucleares. En enero de 2017, su grupo de investigadores empezó a comprar vinos californianos fabricados entre 2009 y 2012. La idea era ver si Fukushima aparecía dentro de las botellas de vino.
Las primeras pruebas convencionales de cesio-137 no dieron resultado. Si había diferencias, serían diferencias pequeñas. Pero el equipo había desarrollado una técnica más sensible consistente en evaporar el vino e incinerar los restos.
De esta forma, la botella de 750 ml se queda reducida a unos cuatro gramos. Pero en esos cuatro gramos está todo. Y, en efecto, los investigadores encontraron en los vinos post-Fukushima cantidades sensiblemente más altas de cesio-137 que en el de antes de 2011. El desastre estaba ahí, en el vino. Como decía, no es peligroso, ni problemático: es una muestra alucinante de la complejidad del mundo.
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