A principios del siglo XIX el telégrafo estaba en pañales, pero a pesar de todas las ventajas que prometía, de su rabiosa inmediatez y halo de aún más rabiosa modernidad, había algo en él que no acababa de gustar al poeta Heinrich von Kleist. Aquel nuevo invento no permitía enrollarse. Al bueno del literato, romántico hasta el tuétano, le gustaban las cartas largas; y si algo se adivinaba en la joven telegrafía es que no iba a ser muy amiga de los matices, las sutilezas y las misivas XXL.
¿Qué pasaba cuando uno quería soltarse la coleta, literariamente hablando? ¿Y si necesitaba, por ejemplo, enviar un paquete? ¿Debía en ambos casos renunciar a la modernidad y echar mano del viejo sistema de correo con carruajes y servicio de posta? ¿Por qué el mensaje de un burgués podía viajar con el impulso de la electricidad y un poeta debía conformarse con el del caballo?
No —pensó von Kleist—. Había otra opción: la pólvora.
No digas misiva, di misil
Si el telégrafo no valía para las cartas formato Cuitas del joven Werther, ¿por qué no recurrir a los disparos? ¿Por qué no hacer que recorriesen grandes distancias a cañonazo limpio?
Con las ideas claras —solo las ideas, eso sí— hacia el otoño de 1810 Heinrich von Kleist hizo lo que mejor se le daba: cogió papel, pluma y escribió Entwurf einer Bombenpost, un artículo publicado en el diario Berliner Abendlätter en el que sugería las ventajas de enviar mensajes con artillería.
Su propuesta consistía en almacenar las “cartas, informes, anexos y paquetes” dentro de un obús y dispararlo luego con un cañón. Los proyectiles se lanzarían a puntos especiales, zonas amortiguadas donde podrían recogerse, pasarse a otros cañones y continuar con una cadena de disparos.
Según los cálculos de von Kleit, gracias a ese método una carta —sí, incluso las muy, muy, muy largas— podrían cubrir perfectamente los 120 kilómetros que separan Berlín y Szczecin o incluso los 290 que distan a Breslau en mucho menos de lo que tardaba un carruaje tirado por caballos.
La propuesta se quedó en poco más que eso, un artículo curioso para la historia. Hay incluso quien señala que —pese a sus cálculos y los detalles que aporta— al escribirlo von Klei estaba tirando de sarcasmo. Sea o no así, lo innegable es que hoy al al poeta se le recuerda, además de por su genio con la pluma, por su condición de pionero del "correo por cohete", una idea que recogieron otros después de él y que a lo largo de los siglos ha llegado a tener sus momentos dorados. Su objetivo: usar proyectiles para que las misivas recorriesen grandes distancias en poco tiempo.
Quizás no para enviar cartas lacrimógenas al gusto del Romanticismo alemán del XIX sobre la trágica condición humana; pero el rocket mail desde luego tiene una crónica curiosa.
Lo del correo con cañones era difícil, peligroso incluso, y no dejaba de tener un punto un tanto verniano; pero ofrecía también virtudes importantes más allá de liberar a los escritores del ejercicio de síntesis estilística impuesto por la telegrafía. Si algo tienen los obuses y balas de cañón es que están pensados para burlar barreras. Esa ventaja hizo que a finales de 1870, durante el asedio prusiano de París, se llegase a solicitar una patente de "correo con cohetes". Y esa misma ventaja fue la que permitió al sistema disfrutar del que quizás haya sido su mejor desempeño.
Eso sí, lejos de Francia y Alemania, a miles de kilómetros de Europa, en el Pacífico Sur.
Allí, en Tonga, les pareció que el correo con cohetes era una idea fabulosa para solucionar uno de sus grandes quebraderos de cabeza: cómo llevar la correspondencia a Niufao´ou, una isla remota y rodeada de arrecifes que obligaban a los buques a manejarse con una cautela especial al acercarse a sus costas. Tan complicada era la navegación en torno a la ínsula volcánica que durante años los barcos del correo se dedicaban a quedarse en alta mar y arrojar por la borda valijas metálicas con la correspondencia. Para llevarlas a la isla había que alcanzarlas a brazada limpia y arrastrarlas.
Si nos olvidamos de los arrecifes, la marea, los temporales e incluso el acecho de los tiburones, aquello funcionaba más o menos bien; pero en el siglo XX a alguien se le ocurrió una idea muy en la línea de von Kleist: ¿Por qué no lanzar las cartas desde los barcos con ayuda de cohetes Congreve, proyectiles similares a los fuegos artificiales y que tenían un alcance de más de tres kilómetros?
Dicho y hecho. En la práctica aquello distó mucho de ser una panacea: algunos se desviaban, otros reventaban, caían sobre el agua… pero escribió un capítulo más en una crónica que continuaría años más tarde el físico e ingeniero alemán Hermann Oberth en la década de 1920.
Oberth estaba convencido de que si se empleaban los dispositivos adecuados, equipados incluso con propulsores secundarios y capaces de alcanzar grandes altitudes, el rocket mail podría llevar hasta 20 kilos a más de mil kilómetros de distancia y despachar entregas trasatlánticas en apenas media hora. Con una filosofía similar, aunque centrándose en el corto alcance, Friedrich Schmiedl llegó a desarrollar incluso cohetes que llegaron a volar con éxito en los Alpes austríacos.
Ni que decir hay que no todos compartían el entusiasmo de Hermann Oberth o Friedrich Schimiedl por los cohetes para cartas. Cuando en 1929 un periodista preguntó al embajador alemán que le parecía aquella idea, el diplomático recurrió a todo su tacto y una pizca de humor: no supondría un problema, aseguraba, si antes se demostraba que la propuesta de Oberth no representaría peligro alguno "para la vida, las extremidades o las propiedades de los ciudadanos americanos".
Si hay un nombre propio en la historia de los “proyectiles carteros” junto al de von Kleist es sin embargo el de otro alemán, Gerhard Zucker. Y no precisamente por sus éxitos en la empresa. A lo largo de los años 30 Zucker emprendió una cruzada personal salpicada de no pocos fracasos y algún que otro logro —en el llegó a 34 lanzó con relativa fortuna un cohete lleno de cartas de pega desde Sussex Downs a la costa sur de Inglaterra— para demostrar las virtudes del servicio.
Su balance resultó en cualquier caso tan desastroso que en Gran Bretaña, donde sus promesas habían tenido cierto eco, acabaron tachándolo de charlatán y amenaza para la seguridad pública y le invitaron a que hiciera las maletas y regresara a Alemania. Estuviesen o no en lo cierto, la realidad es que si Zucker y otros como él podían financiar sus experimentos era en gran medida gracias al apoyo de filatelistas interesados en las cartas de las demostraciones y los sellos conmemorativos.
Aquel viejo sueño romántico de repartir cartas a cañonazos o con cohetes aún escribiría unos cuantos capítulos más con otros tantos protagonistas, pero para finales de los años 30 había perdido la fuerza de sus primeros años. Curiosamente fue precisamente entonces cuando logró uno de sus mayores hitos, uno que demostraría que los pioneros no habían estado desencaminados con sus tiros —nunca mejor dicho— y que, al final, todo se limitaba a una cuestión de logística y medios.
En un alarde muy del estilo de la Guerra Fría, en 1959 EEUU disparó desde el submarino el USS Barbero un misil de crucero Regulus I repleto de cartas que lograba aterrizar 22 minutos después en una estación naval localizada a más de 1.100 kilómetros de distancia, en Mayport, Florida. La prueba —realizada con un modelo similar al que se ve en la portada de este artículo— fue todo un bombazo e hizo fantasear al Servicio Postal estadounidense con un futuro al más puro estilo von Kleist.
— Antes de que el hombre llegue a la Luna, el correo se entregará en cuestión de horas desde Nueva York a California, Gran Bretaña, India o Australia con misiles guiados. Estamos en el umbral del correo por cohetes. —Llegó a proclamar el por entonces director general de Correos.
No le fue muy bien con el vaticinio. Su predicción resultó tener la misma puntería que muchos de los cohetes postales lanzados en aguas de Tonga o los infortunados misiles de Zucker.
En la segunda mita del siglo XX el correo aéreo funcionaba ya en buena parte del mundo, los aviones permitían llevar cartas con rapidez de un punto a otro del mundo, incluso más allá de los océanos, y, francamente, lo de lanzar cohetes en plena Guerra Fría tenía también su riesgo.
La vieja propuesta de Heinrich von Kleist, sencillamente, había pasado de ser una idea magnífica para enviar grandes cartas a ser materia para protagonizar grandes crónicas.
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