Entras en la sala, te hundes en tu butaca, sacas el refresco y el paquete grande de palomitas —el XL, la semana ha sido dura y te has permitido un capricho— y te preparas para disfrutar durante la siguiente hora y media de esa peli de la que no paran de hablarte tus colegas de la oficina. Llevas desde el lunes con el runrún y has comprado la entrada con las expectativas bien altas.
Quieres ver a los protagonistas.
Quieres escucharlos.
Si la peli es en 3D —raro, la verdad— a lo mejor hasta casi puedes sentir cómo los tocas.
Pero… ¿Y olfatearlos?
Si hay una explosión, por ejemplo, ¿por qué no oler el humo y la pólvora? Y si los personajes están paseando por la playa, ¿por qué no percibir la brisa marina igual que puedes escuchar las olas?
Ver, escuchar... y oler
Puede parecer una pregunta disparatada, pero para Hans Laube, un apasionado de los aromas, tenía todo el sentido del mundo en la década de 1930. La idea prometía y al fin y al cabo no era del todo nueva: en algunas salas, como el Family Theatre de Forest City, en Pensilvania, habían probado ya a rociar al público con perfumes relacionados con el espectáculo que estaban disfrutando.
Hasta entonces los intentos por aromatizar al público habían pasado sin pena ni gloria, pero Laube estaba convencido de que con el planteamiento adecuado enriquecerían la experiencia. Su propósito no era que las salas oliesen a rosas o lilas en un guiño chusco a lo que el público estuviese viendo sobre el escenario. No. Lo que Laube quería era mucho más ambicioso: que los olores avanzasen con la trama, que la reforzasen y enriqueciesen igual que la música o los efectos visuales.
Lo que quería era una BSO de aromas en toda regla. Y eso, precisamente, era lo que marcaba la diferencia con los intentos anteriores o sistemas posteriores, como el AromaRama,
Con más ganas que recursos, preparó un sistema para la Exposición Mundial de Nueva York de 1939: Scentovision, un dispositivo manual con tubos conectados directamente a las butacas de los espectadores y que permitían dispersar los olores desde la sala de proyección.
Que el detective fumaba, se emitía el aroma de un cigarro. Que se detenía delante del escaparate de una pastelería, pues se inundaba al público con el olor de masa recién horneada. La idea era buena, pero no cuajó. Scentovision no atrajo el interés suficiente y Laube tuvo que guardarlo en el cajón.
Durante un tiempo, al menos.
Aquella peculiar propuesta olfativa acabó captando la atención de dos cineastas bien conocidos en Hollywood, Mike Todd y Mike Todd Jr, padre e hijo. La idea de Laube les gustó hasta tal punto que acordaron exprimirla al máximo en una cinta que se estrenaría poco después, en 1960. Ni la muerte del padre frenó un proyecto que dejaba clara su vocación ya en el título: 'Scent of Mystery'.
Para que la experiencia fuese redonda el primitivo dispositivo de los 30 se pulió y automatizó. Ya no hacía falta soltar los olores uno a uno, gracias a un sistema perfeccionado los liberaba y transportaba hasta el espectador. A aquella versión 2.0 del Scentovision se la llamó Smell-O-Vision y en un juego magistral de marketing se planteó casi casi como la reinvención del cine, su mayor avance técnico desde la llegada del sonido: “¡Primero se movieron (1895)! ¡Después comenzaron a hablar (1927)! ¡Ahora huelen!”, predicaba eufórico el eslogan de “Smell-O-Vision”. Prometía.
Y expectación generó, desde luego. “Puede producir cualquier olor, desde una mofeta hasta un perfume ¡y eliminarlo al instante!”, predicaba el columnista Earl Wilson poco antes de su puesta de largo. El dispositivo apuntaba alto, pero por desgracia se quedó en el intento.
Los críticos se cebaron con la cinta, hicieron escarnio del contenido y Laube vio cómo perdía el segundo asalto en su intento por llenar las salas de cine de aromas.
¿Qué falló? Como apunta Wired, lo que parecía maravilloso sobre el papel resultaba difícil de trasladar a la práctica, en las salas de cine. Según donde se situase el espectador, los olores se percibían con retraso o directamente no llegaban a apreciarse y a menudo daba la sensación de que el sistema estaba desincronizado. En resumen: la experiencia se parecía más a un paseo por una droguería que al plácido relato olfativo con el que soñaba Laube. Cuando en 2010 TIME elaboró el ranking de los 50 peores inventos de la historia coló al desdichado Smell-O-Vision.
"Olvídese del 3-D: lo que el público realmente quiere es oler una película. Así pensaba Mike Todd Jr., quien en 1960 financió el desafortunado truco Smell-o-Vision, un sistema que permitía que un rollo de película desencadenara la liberación de aromas embotellados que se canalizaban a la audiencia en sincronía con momentos en la película. La única película que hizo uso de Smell-o-Vision fue 'Scent of Mystery' de 1960 , escrita específicamente con el truco en mente. Los resultados, como era de esperar, apestaron, y Smell-o-Vision nunca se volvió a usar", ironizaba la revista.
¿Fue un fracaso total? No del todo.
Quizás el invento de Laube no cuajase, pero sembró una semilla que, con variaciones, ha vuelto a germinar en otras ocasiones desde entonces. En los años 80 John Waters quiso explorar ese mismo universo olfativo, aunque con una fórmula bastante más simple a nivel técnico: su película 'Polyester' incluía un “Odorama”, una tira con casillas numeradas que el espectador debía ir rascar y oler cuando recibía la indicación desde la pantalla. En un guiño nostálgico a la historia de la película, incluso la MTV aplicó un sistema similar durante una reposición de 'Scent of Mystery' en 1992.
Aún hoy en día sigue explorándose el camino que emprendió hace cerca de 90 años Laube. Hay aparatos que aspiran a que podamos oler nuestros videojuegos o lo que vemos a través de nuestras teles. Olorama Technology busca recrear una experiencia inmersiva en cualquier formato visual gracias al olfato e incluso hay empresas que trabajan ya para llevar los aromas al Metaverso.
Al fin y al cabo, ya sabe, si podemos ver y escuchar la ficción...¿Por qué no olisquearla?
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