A finales de la década de 1920 a Franz Kruckenberg se le ocurrió una idea delirante. Los trenes tenían ventajas. Los zepelines tenían ventajas. ¿Por qué no combinarlos y fabricar una especie de híbrido capaz de "volar" sobre raíles? La tarea se las traía, pero Kruckenberg no era nuevo y partía ya con un bagaje más que respetable. Había trabajado como ingeniero en Schütte-Lanz, la principal competidora de Zeppelin en la fabricación de dirigibles, y estaba al tanto de otros intentos similares.
El resultado de sus desvelos y estudios sería el Schienenzeppelin —“zepelín ferroviario”: no, el nombre no es lo más original—, una locomotora digna de las mejores películas retrofuturistas. Más sorprendente que su aspecto es su potencia: en el verano de 1931 el tren llegó a pasar de los 220 kilómetros por hora (km/h), marca más que respetable para un tren con hélice y a gasolina.
Pese a la velocidad que alcanzó, todo su potencial y los contactos de Kruckenberg, su propuesta no llegó a cuajar y ha pasado a la historia como una delirante curiosidad ferroviaria.
Objetivo: volar sobre raíles
Sus inicios se remontan a hace un siglo, a la primera mitad de los 20, cuando Kruckenberg, por entonces en Schütte-Lanz, decidió cambiar de tercio y centrar su atención en los ferrocarriles. Que cambiase las aeronaves por las locomotoras no significa, eso sí, que renunciara a la velocidad.
El ingeniero no quería trenes convencionales, sino auténticas balas.
Para lograrlo se asoció con uno de sus antiguos compañeros y hacia 1924 —recuerda El Mercantil— fundó la firma Gesellschaft für Verkehrstechnik (GVT). Cuatro años después Kruckenberg ya estaba dándole vueltas a cómo crear un servicio ferroviario para la ruta Flugbahn-Schnellwagen. A principios de 1930 la GVT tenía el prototipo de su tren zepelín y solo unos meses después zumbaba durante una prueba a 182 km/h entre Hannover y Burgwedel. La velocidad no resultaba despampanante todavía, pero destacaba por su bajo consumo y desde luego apuntaba maneras.
Para otoño el tren zepelín, fabricado por la compañía alemana Deutsche Reichsbahn, protagonizaba ya su puesta de largo. El vehículo, de 20 toneladas y dos ejes, se impulsaba con un motor BMW V-12 de 46 litros y una enorme hélice instalada en la parte trasera que en el verano de 1931 le permitieron superar los 220 km/h, marca que algunas fuentes perfilan como 230 km/h (143 mph).
En cuanto a sus dimensiones, Interesting Engineering precisa que el prototipo rondaba los 26 m de largo y 2,8 de alto con una distancia entre ejes de 19,6. Con el paso de los años el diseño se retocó ligeramente: de los dos BMW IV de seis cilindros iniciales pasó a un solo BMW VI de 12 cilindros y 600 HP con una hélice de dos palas primero y a un Maybach GO 5 después. Sus creadores rediseñaron también la parte delantera y añadieron un sistema hidráulico a la transmisión.
Ni las mejoras ni la velocidad sirvieron de gran cosa a Kruckenberg y su Schienenzeppelin, que se encontró con el viento en contra en su intento por implantarse en la red ferroviaria.
Su mala estrella se explica por una combinación de factores. No acababa de convencer lo de su hélice trasera, demasiado peligrosa —creían entonces— para las estaciones atestadas de pasajeros, faltaba financiación y a la Deutsche Reichsbahn-Gesellschaft tampoco le gustaba del todo aquel "tren zepelín" de velocidades endiabladas. Hacia 1933 la compañía optó de hecho por diseñar su propio automotor, para el que echó mano en gran medida, eso sí, de los diseños de Kruckenberg.
Para complicar aún más el panorama, rentabilizar el Schienenzeppelin no parecía tarea sencilla.
El primer prototipo tenía capacidad para solo 40 pasajeros y al incorporar una hélice en la parte posterior la operación de añadir nuevos vagones resultaba más complicada que con la maquinaria convencional. Si a eso se le suman los reparos para construir una nueva infreastructura, mejor adaptada a las altas velocidades que alcanzaba el Schienenzeppelin, se completa el cuadro.
Kruckenberg acabó vendiendo el prototipo a la Deutsche Reichsbahn-Gesellschaft y antes de que finalizara la década ya se había dado de baja. Se planteó conservarlo como un ejemplo del talento ferroviario alemán, pero ni siquiera en aquello tuvo suerte el tren zepelín. El Ministerio de ferrocarriles del Reich descartó invertir el dinero y espacio que exigiría trasladar la maquinaria a un museo.
A finales de los 30 empezaban a soplar ya vientos de guerra y las autoridades nazis vieron más adecuado desguazarlo en 1939 y reaprovechar sus materiales, incluidos sus potentes motores, que acabaron en bombarderos ligeros. Ochenta años después queda su recuerdo.
Las fotos.
Las marcas.
Y la estampa de un tren que aún, en la era de los AVE, trenes bala y maglev colgantes, nos haría girar la cabeza si pasase zumbando a lo lejos por una línea férrea, impulsado por su hélice.
Imágenes Bundesarchiv, Bild 102-11902 / Georg Pah (Wikipedia) y Franz Jansen (†), Erkrath (Wikipedia)
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