Con sutileza pero de forma inexorable, la derruida Armero abre sus brazos para abrazar al viajero que la cruza con intención de que su tragedia, la mayor de origen natural en la historia de Colombia, no caiga en el olvido, 30 años después.
Uno se la encuentra casi por sorpresa, como si Armero entendiese que, de anunciar con antelación la desnudez de su catástrofe, el hombre en ruta prefiriese darse la vuelta a cruzar alguna de sus antiguas calles. La crudeza de lo sucedido aquel 13 de noviembre de 1985 (hoy hace precisamente 30 años) no es evidente, pero las ruinas de lo que antes fue una ciudad próspera nos golpean con la realidad de un catastrófico pasado que opera como sobreaviso, como lección para aquellos que desoyeron todas las llamadas de emergencia.
Me la encontré de sopetón, descendiendo ese ‘León Dormido’ (como lo llamaban los habitantes de Armero) de más de 5 mil metros de altura conocido como El Nevado del Ruiz, camino a la por mí desconocida Ibagué. Impactado por lo escarpado de una orografía que en mi travesía desde Manizales me había llevado a conocer paisajes como el bosque continental tropical, el páramo y la selva tropical, el momento más sobrecogedor del camino se erguía paciéntemente, como esperándome, como un remanso de paz que ejerce de testigo de lo ocurrido, de más de 20.000 vidas sesgadas y algunas historias lacrimógenas como la de la enternecedora Omayra Sánchez.
Saliendo de una de las escasas curvas con las que nos despierta la apacible vía Honda-Ibagué en el departamento colombiano de Tolima, y rodeados de una vegetación frondosa y cerrada por la cercanía del río Lagunillas, uno de los causantes de la fatalidad, los restos que aún permenecen en pie de lo que fue la antigua Armero se levantan frente a nosotros como monumento a la memoria de los caídos y como acicate para los supervivientes, muchos de los cuales lidian no solo con sus heridas físicas sino con la ausencia de sus seres queridos perdidos en el evento como principal secuela.
La vida ha seguido su camino y el paisaje revivido pretende ocultar las heridas abiertas por un lahar que descendió por la ladera del volcán a una velocidad media de 60km/h y formando una ola de destrucción compuesta por lodo, restos de piedra volcánica, árboles y restos humanos que, al encontrarse con Armero, formaba un destructor cauce de más de 50 metros de ancho y más de 3 metros de alto, proporciones que le permitieron sepultar las vidas de casi el 80% de los habitantes de una ciudad que vivía del volcán sin saber que el gigante aparte de darles sustento iba a disponer de su existencia.
La majestuosa tranquilidad que reina en lo que antaño fueron algunas de las calles más concurridas del departamento de Tolima simboliza lo imponente de un descanso sobrevenido por un capricho de la naturaleza ante el cual las autoridades no supieron o, si nos ponemos suspicaces, no quisieron responder adecuadamente. Avisos ante lo que podía suceder y sucedió hubieron enésimos en meses y semanas anteriores, mientras que políticos de vientre lleno y pie encima de la mesa llamaban a una calma irrespetuosa e irresponsable, desoyendo catástrofes sucedidas en el siglo XVI y en el siglo XIX, todas ellas con un resultado tan trágico como el del 13 de noviembre de 1985.
No hubo oportunidades de ver cabezas rodar pues uno de los responsables de la no evacuación de la ciudad, el alcalde de la misma, se empeñó en negar la peligrosidad de una erupción que, debido al flujo de material piroplástico y gases capaces de hacer bullir el agua del lago situado en el cráter Arenas, descongeló parte del glaciar situado en la zona superior del páramo, generando una ola de destrucción previsible hasta para el mayor de los irresponsables, pero sorpresiva al dar la cara tras discurrir bajo la ‘discrección’ que le otorgaba una ruidosa tormenta y la oscuridad aportada por las 5 horas pasado el ocaso.
Justicia cruel fue que el propio alcalde del municipio pereciera asfixiado por el lodo que lo inundó y arrastró todo, taponanado las vías de respiración de ciudadanos que no pudieron apartarse de la apisonadora andina por esa conjunción compuesta por el analfabetismo propio y la irresponsabilidad de los dirigentes políticos.
Desolador fue el panorama que cuerpos de rescate y periodistas se encontraron al día siguiente, con la ciudad sumergida en un mar de lodo como si de la Pompeya colombiana se tratase, con cadáveres hacinados, cuerpos desfigurados y supervivientes intentando sacar la cabeza en un océano compuesto por todo el material arrastrado por el lahar, generándose momentos tan espeluznantes que parecían más propios de la noche de los muertos vivientes que de una catástrofe natural.
30 años después los escuetos edificios que formaban el cuerpo de la difunta Armero permanecen en pie como panorama post-bélico o post-apocalíptico, como una fotografía que mostrar y estampar en la cara de aquellos que toman las decisiones. Evidentemente lo sucedido aquella noche toma el cariz de tormenta perfecta uniéndose todos los factores posibles para convertir el evento en la mayor catástrofe natural de la historia de Colombia, pero no por casual puede ser obviada la providencia.
Hoy el ‘León Dormido’ vive en un nuevo periodo de actividad, escupiendo vapor de agua y azufre como aquel que frunce el ceño mientras refunfuña internamente. ‘No digáis que no os estoy avisando’ parece dercirnos a todos. Afortunadamente hoy, los que toman las decisiones cuentan con el monumento de la difunta Armero como aviso y los más de 20 mil muertos como peso. Ojalá no más Armeros, con una ya tenemos más que suficiente.
Fotos | Cronopio, Mario Carvajal, Javier Pamplona