En Grafton, una localidad de New Hampshire, al noreste de Estados Unidos, comprobaron hace unos años algo curioso: que si enfrentamos a osos famélicos con la teoría política ganan los plantígrados. Y por goleada además. Lo sé, suena delirante, pero eso fue exactamente lo que ocurrió en la pequeña villa de Nueva Inglaterra a mediados de la década de los 2000 cuando un grupo de entusiastas anarcocapitalistas intentó crear una comunidad utópica en la que imperasen las libertades individuales e impuestos e intervención estatal quedasen reducidos a la mínima expresión. Sobre el papel sus ideas parecían robustas. Al pasarlas a la realidad se toparon con crímenes, socavones… y osos adictos a la basura.
Nos explicamos.
De la teoría a los hechos… Va un trecho, que dice el refranero popular. El problema es que en ocasiones ese trecho resulta difícil de superar. Hace unos años a un grupo de anarcocapitalistas decididos a fundar en Grafton una genuina utopía libertaria les tocó aprender esa lección de la peor manera posible, a las bravas. Su objetivo era establecer Free Town, una comunidad capitalista en la que imperasen las libertades individuales y la autorregulación y que se alimentaba de teorías como la expuesta por la filósofa Ayn Rand en su libro 'La rebelión de Atlas'.
Y la pequeña localidad de Nueva Inglaterra les pareció el lugar idóneo para perseguir su sueño. Al fin y al cabo New Hampshire es el estado de "Vive libre o muere" y Grafton ofrecía un laboratorio al aire libre tranquilo, con buenos precios, ajustado a sus preferencias en lo que a zonificación de viviendas se refiere y donde las ideas anarcocapitalistas tenían ya algunos apoyos. Además, sumaba apenas un millar de vecinos, lo que facilitaba a los libertarios el despliegue de sus políticas.
¿Y cómo hicieron ese despliegue? Lo contaba hace unos años el periodista Matthew Hongltz-Hetling en 'A Libertarian Walks Into a Bear', un libro en el que detalla el nacimiento, desarrollo y caída del proyecto Free Town en Grafton. Para entenderlo bien hay que remontarse a 2004, cuando algunos libertarios decidieron pasar de las teorías a los hechos e impulsar una comunidad que mostrase al mundo el valor de sus ideas. La premisa era muy sencilla: defender la autonomía de sus habitantes para que se autorregularan, con una mínima intervención estatal y el respeto a la libertad individual. Alguno de ellos llevaban esa consigna al extremo: ¿Que alguien quería vender sus órganos u organizar peleas? Perfecto.
Tras valorar opciones, concluyeron que Grafton, un pequeño pueblo del rural de New Hampshire, era el lugar perfecto para probar suerte. Y a allí se fueron, con sus casas móviles, cabañas y tiendas. Como relataba Hongltz-Hetling al magazine Vox en 2020, llegaron a trasladarse "cientos de personas" —lo que no está mal para una villa como Grafton, que no llega a los 1.400 vecinos—, sobre todo hombres blancos, algunos acaudalados y otros con muchos menos recursos pero libres de ataduras. A todos les movía lo mismo: una firme convicción en las bondades libertarias.
Y llegaron los problemas. No a todos los lugareños les gustó ver cómo su pueblo se convertía de la noche a la mañana en un laboratorio gigante de teorías políticas. "Estaban enojados", recuerda Hongoltz-Hetling, quien relata cómo los vecinos llegaron a celebrar incluso una acalorada asamblea durante la que dijeron a los libertarios que no acababan de ver que su villa mutara en Free Town. De poco sirvió. Los libertarios se quedaron con las ganas de desplegar algunas de sus ideas más ambiciosas, como retirarse del distrito escolar o dejar de pagar el arreglo de las carreteras, pero se las apañaron para sacar adelante varias propuestas.
Lo de abonar menos impuestos no sonaba mal en el pueblo y los colonos consiguieron reunir apoyos suficientes para reducir al mínimo algunos servicios municipales, como la policía, los bomberos, el cuidado de carreteras o la biblioteca. Su objetivo era que el ya de por sí escuálido presupuesto de Grafton, de un millón de dólares, se recortase un 30% en tres años. En mente tenían también otras ideas aún más delirantes, como convertir a su localidad en una "zona libre" de la ONU.
La cara distópica de la utopía. El papel lo sostiene todo. La realidad no. Las teorías libertarias quizás luciesen de maravilla en los ensayos políticos o novelas, pero cuando se trasladaron a las calles, al menos a las de Grafton, hicieron aguas: menos recursos para los servicios e infraestructuras públicas suponen eso, menos servicios y peores infraestructuras: "Pese a varios esfuerzos prometedores no logró surgir un robusto sector privado que sustituyera a los servicios públicos".
Los baches en las carreteras se multiplicaron, los costes legales de la ciudad aumentaron para hacer frente a las demandas de los vecinos, se incrementaron los delitos violentos y un buen día Grafton amaneció con un doble homicidio por una disputa entre compañeros, el primer asesinato que recordaban sus habitantes. "La ciudad solo tenía un oficial de policía a jornada completa, un jefe de policía —anota el autor de 'A Libertarian Walks Into a Bear'—, y tuvo que decirle a la gente que no podría salir con su coche durante semanas porque no tenía dinero para repararlo".
¿Fue lo peor de la utopía libertaria? No. Los socavones, la litigiosidad, los delitos o incluso tener que trabajar sin calefacción en invierno —algo que tuvieron que asumir trabajadores de la ciudad— quizás supusiesen un incordio, pero desde luego se quedan cortos con el gran problema con el que se encontraron los vecinos de Grafton: osos. Osos negros hambrientos, inteligentes y dispuestos a jugársela para hacerse con un buen bocado de la hipercalórica basura humana.
Los animales ya estaban en la región antes de que los colonos empezasen a perseguir su soñada ciudad de las libertades, pero sus teorías hicieron que la convivencia resultase más difícil. ¿Por qué? Hongtotz-Hetling plantea algunas teorías que conectan con el ideal de autonomía individual absoluta que defendían los anarcocapitalistas: la ausencia de zonificación, una planificación urbana que evitara que las viviendas se adentraran en el hábitat de los osos, y que los vecinos renunciaran a pagar por contenedores de basura a prueba de animales.
Bienvenido a Bear´s Town. "Si tienes un grupo de personas que viven en el bosque y cada una maneja la comida y residuos a su manera, esencialmente estás enseñando a los osos que cada vivienda humana es un rompecabezas que tiene que resolver para desbloquear la carga calórica. Comenzaron a tomar nota", explica el periodista. En ese escenario de libertad y autogestión totales, hubo quien optó por alimentar a los osos y quienes consideraron más oportuno dispararles, colocar trampas, arrojarles petardos o poner pimiento en sus bolsas de basura.
En 2012 uno de esos osos negros, animales que pueden pasar de los 250 kg, atacó a una mujer en su casa, algo que en Grafton no veían de nuevo desde hacía al menos un siglo. Unos años después se anotó otro ataque en un pueblo vecino.
¿Y cómo acabó la utopía? De la peor de las formas. Si lo que querían sus impulsores era dejar un ejemplo visible de las bondades del libertarismo, lo que lograron fue todo lo contrario: mostrar al mundo que Free Town era también la ciudad de los socavones, los crímenes, los pleitos y los ataques de osos. En 2020 Hongltz-Hetling estimaba que el proyecto podía darse por concluido desde algún momento de 2016. Otros apuntan que el sueño utópico se desvaneció antes, hacia 2014. En la web Free State Project sigue animándose a los “amantes de la libertad” a probar suerte e instalarse en New Hampshire y disfrutar de —aseguran sus promotores— "los beneficios de una mayor libertad personal y económica".
Imagen de portada: Brent Jones (Unsplash)
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