Es ampliamente conocido que Cristóbal Colón no fue el primer hombre occidental en pisar territorio americano. Quinientos años antes de que su expedición hollara con éxito La Española, un grupo de exploradores nórdicos, impulsados por sus triunfos en Islandia y Groenlandia, alcanzaría las costas orientales de lo que hoy es Canadá y parte de Estados Unidos. Allí, en las islas de Labrador y Terranova, fundarían la primera colonia de un territorio al que juzgaban inédito.
Vinland.
O la tierra de vino, bautizada así por lo frondoso de sus viñedos en contraposición al yermo territorio escandinavo. Durante un breve periodo de tiempo, aquellos vikingos colonizarían y habitarían un minúsculo rincón del Nuevo Mundo, antes de que las calamidades climáticas y el aislamiento provocaran su defunción. Durante décadas, la comunidad científica teorizaría sobre los viajes nórdicos hacia América del Norte, sin encontrar jamás pruebas concluyentes.
No sería hasta 1960 cuando un grupo de arqueólogos descubriría los restos de la, hasta la fecha, única colonia vikinga hallada en territorio americano: L'Anse aux Meadows. Aquel conjunto de hogares, escamoteados frente a la virulenta costa atlántica, serviría de prueba definitiva para las teorías largamente asentadas dentro de los círculos académicos, y despojaría a Colón, una figura en disputa entre la sociedad americana, de su pionero título. Los vikingos ya lo habían hecho antes.
Ahora bien, antes de L'Anse aux Meadows tan sólo se trataba de una hipótesis, acaso más robusta que el sinfín de mitos y leyendas que pueblan la historia de las exploraciones pre-colombinas, pero de una idea al fin y al cabo. De ahí que a finales de los años cincuenta un misterioso mapa cautivara a un reducido grupo de arqueólogos, coleccionistas e investigadores, hasta el punto de convertirse en un documento histórico de primera magnitud.
El mapa de Vinland.
Unos orígenes inquietantes
Pocas cartografías en la historia de la humanidad ha tenido un carácter tan controvertido como la de Vinland. La comunidad académica ha dedicado infinitos debates, libros, investigaciones, simposios, charlas y experimentos científicos al pergamino, en aras de identificar cualquier pista que permita dirimir su autenticidad. Aún hoy, siete décadas después de su descubrimiento público, el mapa de Vinland está acompañado de una virulenta controversia.
¿Por qué? En gran medida por sus inciertos orígenes. Los primeros registros del mapa datan de finales de la década de los cincuenta, cuando un coleccionista y marchante británico, Iriving Davis, se lo ofrece al departamento de arqueología del Museo Británico. Davis había accedido al documento a través de un misterioso comerciante de antigüedades italiano, Enzo Ferrajoli de Ry, quien protegería con celo los orígenes de su adquisición. En 1957, George Painter y Raleigh Ashlin Skelton, dos eminencias, analizan el mapa con celo.
Años después, tanto Skelton como Painter confesarían su admiración por el documento, y un profundo convencimiento por su autenticidad. Sin embargo, optaron por no adquirirlo. Skelton era consciente de las consecuencias incendiarias que semejante revelación tendría entre la comunidad científica. ¿Un mapa del siglo XV, previo a Colón, que describe con alta precisión la isla de Groenlandia y los territorios de Terranova y Labrador? Se trataba, en 1957, antes de L'Anse aux Meadows, de un mapa revolucionario. Pero arriesgado.
Motivos para la sospecha no faltaban. Por un lado, era incierto hasta qué punto Ferrajoli había accedido al documento de forma legal. Por otro, ¿cómo podía semejante revelación haber pasado desapercibida durante más de quinientos años? El mapa parecía haber surgido de la nada. No existían referencias académicas, no aparecía mencionado por ninguno de los cartógrafos de la época, no era trazable a ningún otro documento histórico. ¿Podía el Museo Británico arriesgar su reputación a un pergamino tan explosivo? No, se respondieron ambos.
El mapa regresó a las manos de Davis, quien a su vez lo entregó de vuelta a Ferrajoli. El italiano sólo tardaría unos pocos meses en venderlo, como explica Simon Garfield en On the Map. Sería Laurence C. Witten II, un experimentado coleccionista estadounidense, su adquisidor. Witten llegaría a él tras hallarlo en la tienda de un marchante suizo, Nicholas Rauch, al que Ferrajoli ofrecería el mapa. Desde un primer momento, el coleccionista americano quedaría fascinado, y decidió adquirirlo por $3.500, una suma considerable.
¿Qué impulsó su compra? Witten presumía de instinto, y no consideraba que el documento fuera una falsificación. Había demasiados elementos genuinos en él como para que alguien los hubiera clavado a la perfección. Se requería de un tipo de pergamino muy especial, de una clase de tinta manufacturada con materiales medievales, y de un conocimiento muy preciso de las cartografías del siglo XV y de las caligrafías de la época. Pocas personas podían atesorar tantos conocimientos al mismo tiempo.
Además, ¿por qué nadie se molestaría en hacerlo? El dinero no era una respuesta, dado que nadie en el negociado conocía de su existencia. El mapa debía ser auténtico. Con todo lo que ello implicaba. Pese a todo, Witten no era un experto, y un elemento por encima de todos despertaba sus sospechas: pequeños agujeros de gusano en el lateral del documento, no coincidentes, además, con el volumen medieval del que venía acompañado, La Relación Tartar.
Se trataba de una réplica manuscrita de Ystoria Mongolarum, una serie de crónicas recopiladas por Giovanni da Pian del Carpine durante sus viajes al Imperio Mongol, durante el siglo XIII. La Relación Tartar, elaborada dos siglos después, también contaba con agujeros de gusano en sus márgenes, pero no coincidían con los del mapa de Vinland. Era algo extraño. Si ambos documentos se habían fabricado en un solo tomo, los agujeros debían coincidir.
Witten encontraría la pieza que completaba el puzzle en una anotación al margen incluida en el dorso de la cartografía: "Delineación de la primera, la segunda y la tercera parte del Speculum". ¿Qué significaba aquello? Lo descubriría a finales de 1958, cuando Tom Marston, buen amigo suyo y experto en documentos medievales en la Universidad de Yale, le llamó contándole el descubrimiento de un manuscrito inédito: dos copias de los tomos 21-24 del Speculum Historiae, una historia global elaborada por Vincent de Beuvais.
Cabe imaginar la excitación que tal noticia generó en Witten. Marston le cedería el Speculum Historiae para su análisis, y el coleccionista comenzaría a atar cabos: todas las réplicas habían sido elaboradas en el siglo XV; el tamaño de los pergaminos era idéntico; y todos contaban con la misma marca de agua. Witten descubrió, además, que los agujeros del Speculum coincidían en sus primeras páginas con los del mapa; y en sus últimas con los de La Relación Tartar.
Sus reflexiones era inequívocas. La cartografía, el Speculum y la Relación formaban parte de un mismo tomo, y dadas las coincidencias y la certera autenticidad del Speculum, jamás en duda, sólo cabía una conclusión: el mapa de Vinland era un artefacto original.
Marston compartía su opinión, y convencería a la Universidad de Yale para que adquiriera la cartografía por $300.000 (a través de un alumnus de la institución, Paul Mellon). Durante el siguiente lustro, un grupo de académicos, especialistas e investigadores de la institución analizarían todos los recovecos del mapa. Tanto Painter como Skelton dedicarían incontables horas a su estudio. Marston y otros miembros de Yale harían lo propio. El proceso fue lento y minucioso, pero también extremadamente secreto, lo que limitaría las aportaciones de expertos externos.
Y así, tras un larguísimo y revirado camino, el mapa de Vinland se daría a conocer a la opinión pública en octubre de 1965 (un día antes del Día de Cristóbal Colón, para mayor escarnio de la comunidad italo-americana), junto a un exhaustivo análisis de 300 páginas.
Una controversia infinita
La reacción de la comunidad científica internacional fue inmediata. En los meses posteriores a la publicación de los hallazgos se sucedieron las opiniones, unas favorables, otras, muchísimas de ellas, radicalmente opuestas. La conversación derivó rápidamente en un simposio organizado por la Institución Smithsonian para aclarar los aspectos más espectrales y disputados del mapa. La polémica fue tan ardua que sus resultados sólo se publicarían otros cinco años después.
¿Qué problemas tenía el mapa? Por un lado, su descripción del mundo conocido. Witten siempre defendió que la proyección se basaba en la elaborada por el cartógrafo italiano Andrea Bianco durante la década de los años treinta del siglo XV. Sin embargo, el mapa de Vinland difiere en algunos aspectos sustanciales: por un lado, África aparece esbozada a la mitad, cosa que no sucede en el mapa de Bianco; por otro, Japón se muestra con muchísimo más detalle que en otras cartografías contemporáneas; y por último, Groenlandia.
La cuestión de Groenlandia fue uno de los principales argumentos en contra de su autenticidad. Su dibujo coincide casi a la perfección con la forma de la isla, pese a las aún precarias expediciones elaboradas por los navegantes europeos. Los cartógrafos de la época resolvían lo ignoto de su costa norte adheriéndola a la península escandinava, de la que, de forma habitual, se desgajaba en forma de protuberancia hacia el Atlántico.
En el mapa de Vinland, en contraste, Groenlandia es una isla, claramente separada de cualquier conexión continental con Europa y en similar posición a la que podríamos encontrar en cualquier mapa moderno. Era un hallazgo sospechoso, disonante con los trabajos de Claudius Clavus o de Cantino, más aún cuando la propia Escandinava se mostraba deforme, muy inexacta, plegada en horizontal sobre Europa.
Había más motivos de sospecha. Las inscripciones jugaron un rol fundamental en el argumentario de los escépticos. Por ejemplo, el nombre de Leif Ericson, el legendario navegante nórdico responsable de gran parte de los hallazgos vikingos en el Nuevo Mundo, se citaba en su forma latina ("Erissonius"), práctica poco habitual entre los escribas escandinavos (y más afín a los cartógrafos de tradición latina). El empleo de la ligatura æ, adscrita a una rara y minoritaria corriente de escritura humanística italiana, también elevó dudas.
Witten y el resto de expertos favorables a la veracidad del documento tuvieron problemas convenciendo a los más críticos. ¿Cómo era posible que hubieran pasado por alto cuestiones tan cruciales como las disonancias geográficas o las excepcionales inscripciones? Gran parte de la culpa la tenía el secretismo con el que Yale envolvió el análisis y la posterior publicación del mapa. Muy pocos especialistas fueron consultados durante el proceso, limitando el estudio del manuscrito (y por ende sus resultados).
Sin ir más lejos: diversos expertos en escritura medieval explicaron durante el simposio de 1966 que la caligrafía del mapa no coincidía con la del Speculum o la de la Relación Tartar. Esta anomalía ya había provocado el desinterés del Museo Británico cuando accedió al mapa por primera vez en 1957, según relataría más tarde Kirsten Seaver en el, hasta la fecha, documento que con más ahínco ha desmontado su supuesta trascendencia: Maps, Myths and Men.
Pero, en fin, todas estas discutibles cuestiones palidecerían frente a la madre de todas las controversias: los análisis de la tinta.
Ya tras su publicación, los autores tuvieron que hacer frente a un sinfín de preguntas sobre la composición química de la tinta empelada en la elaboración del mapa. Un análisis preliminar del Museo Británico descubrió de que difería bastante de la tradicional tinta ferrogálica (elaborada a partir de sales de hierro y ácidos vegetales, estándar en el continente durante todo el medievo), y que el dibujo se componía de dos líneas distintas, una negra, muy difuminada, y otra amarillesca.
La polvareda levantada por el mapa de Vinland se prolongó durante años. En 1972 Walter McCrone, una de las primeras eminencias en el estudio de la investigación microscópica, se prestó a un análisis exhaustivo del manuscrito. Lo que descubrió parecía una estocada mortal a la supuesta veracidad del mapa: la tinta contenía significantes porciones de anatasa, una variante del titanio sólo comercializada a partir de 1920. Era imposible que un monje del XV hubiera elaborado su mapa con ella.
La tecnología empleada por McCrone era aún precaria, y la existencia de otras trazas muy comunes a las tintas empleadas por los escribas medievales, como el níquel y el cobre, mantuvo abierta la disputa. Durante la década de los ochenta, Thomas Cahill, otro experto químico de la Universidad de California, utilizó una novedodísima tecnología de Rayo X para descubrir las verdades ocultas bajo la tinta del mapa de Vinland. Y de nuevo, cambio de tercio.
Según Cahill, McCrone había cometido errores cruciales en el análisis del pergamino, escogiendo pequeñas porciones del mismo donde la abundancia de anatasa tan sólo era superficial. Su trabajo reveló que el dichoso titanio tenía un carácter meramente residual en el conjunto del mapa (el 0,0062% de su peso, para ser más exactos), y que su presencia podía explicarse por contaminaciones ambientales durante su conservación. Es más, al tiempo se descubriría que algunas réplicas medievales de la Biblia de Gutenberg también contenían anastasa.
¿Quién estaba en lo cierto? Es una pregunta aún hoy irresuelta. Los hallazgos de Cahill fueron igualmente desmontados por científicos críticos con el mapa de Vinland, y desde entonces se han publicado no menos de seis análisis químicos sobre la composición de la tinta (cada uno vertiendo sus propias teorías sobre el pergamino y adscribiéndose a una de las dos corrientes). La cartografía queda muy lejos de generar consenso entre la comunidad científica.
Quizá por su polémica naturaleza, la Universidad de Yale ha rehusado emitir una opinión oficial sobre el pergamino, y ha continuado encargando estudios para resolver la cuestión de forma definitiva. Quienes se muestran convencidos de su falsedad han apuntado a una oscura figura de principios del siglo XX, Josef Fischer, cartógrafo austriaco, como el autor del fraude. Sin embargo, expertos en caligrafía como Robert Baier han descartado por completo, tras analizar su correspondencia personal y los textos del mapa, que las inscripciones surgieran de su puño y letra.
Sesenta y dos años después de su primer descubrimiento por el Museo Británico, el mapa de Vinland sigue siendo uno de los misterios más fascinantes y disputados de la historia de la cartografía. Dado el fallecimiento de Enzo Ferrajoli de Ry y de Laurence C. Witten II, las dos personas que podrían haber arrojado luz sobre sus oscuros orígenes, es improbable que alguna vez sepamos de dónde proviene. Y por tanto, si es una falsificación o un mapa auténtico.
En A Sorry Saga: Theft, Forgery, Scholarship... and the Vinland Map, el libro más reciente que aborda la cuestión, John Paul Floyd descarta por completo que Vinland tenga valor histórico alguno. Según el autor, son excesivos los indicios que apuntan hacia el fraude. Uno de los principales apunta a un mapa elaborado por Vincenzio Formaleoni en el siglo XVIII que reproduciría la proyección imaginada por Andrea Bianco con notables errores. El mapa de Vinland incluiría aquellos errores, revelando así su engaño.
¿Es así? Puede que sí. O puede que no. Más allá de su interés histórico, el mapa de Vinland es un testimonio andante de la capacidad para fascinarnos que tienen las cartografías, y de su gigantesco valor narrativo. Probablemente en el misterio resida su auténtico valor.