Reino Unido está hoy un pasito más cerca de abandonar la Unión Europea sin acuerdo alguno. La votación del pasado martes evidenció la soledad de Theresa May y la escasa popularidad de su pacto con la Comisión Europea. La Cámara de los Comunes, caprichosamente soberana, no sabe aún qué clase de Brexit desea para Reino Unido, pero sí tiene claro cuál abomina: el que May ha arrancado a Bruselas.
En el camino, el parlamento británico nos dejó otra jornada para el recuerdo cargada de absurdas tradiciones arcaicas, abucheos, broncas incontrolables y severos discursos pronunciado en la más exquisita de las retóricas eduardianas. Dada la trascendencia del debate, media Europa asistió a las deliberaciones a través de las plataformas de streaming. Y quienes no estaban familiarizados con las costumbres de Westminster, quedaron abrumados.
En especial con una figura: John Bercow, speaker de la Cámara de los Comunes. La suya es una figura inusual en el resto de parlamentos europeos. Bercow goza de un poder y unos privilegios muy superiores al resto de sus colegas (pensemos en Ana Pastor en el Congreso de los Diputados), dado que representa el poder de la cámara y lo ejerce de forma constante y palpable. Sus maneras, típicamente inglesas, son una delicia a ojos profanos.
De llamativo pelo blanco, estrafalarias corbatas y singular voz, Bercow se ha convertido en un meme gracias a sus constantes llamadas al orden ("ordeeeeer") en una sala atiborrada de desorden. En pie, desgañitado por un jaleo impropio de cualquier otra cámara baja continental, Bercow se desgañita a menudo gritando "ordeeeeer, ordeeer" ante la general anarquía de sus señorías, señores pudientes y elitistas que, en el Congreso, no temen comportarse como en el pub de la esquina.
Es la tónica habitual de Westminster. Mientras sus señorías españolas, francesas o alemanas guardan turnos de palabra con mayor o menor respeto y un administrativo silencio cuando sus colegas salen a la tribuna de oradores, en la Cámara de los Comunes el ambiente es más distentido. Hay estruendos repentinos cuando alguien lanza una réplica aguda y punzante, y carcajadas generales ante situaciones de obvia comicidad.
Es parte de encanto de Reino Unido, cuyo sistema parlamentario se remonta al siglo XVII, bebe de tradiciones deliciosamente arcaicas y ha permanecido apenas alterado a falta de revolución democrática alguna que lo sacudiera de arriba a abajo.
Tradiciones arcanas en Westminster
Pensemos de nuevo en la comedia del absurdo representada por sus señorías el pasado martes. La Cámara de los Comunes no cuenta con sistema de votación electrónico, por lo que sus señorías, que además no disfrutan de asientos asignados en el pleno (son largas hileras de bancadas verdes, sin numerar), lo hacen a viva voz. ¿Uno por uno, como ordenarían los cánones? No. Eso sería demasiado sencillo para la Cámara de los Comunes.
Cuando Bercow, encargado de orquestar el debate, dio paso a la votación sobre el Acuerdo de Salida introducido por Theresa May, lanzó dos simples preguntas. Quien estuviera a favor, que gritara "sí" ("aye"); quien estuviera en contra, que votara "no". En función del estruendo generado por uno u otro bloque, el speaker tiene la prerrogativa de aprobar o denegar la propuesta. ¿Pero qué sucede cuando hay paridad de voces y es imposible discernir la voluntad de la cámara?
Entra en juego la Division Bell (como el álbum de Pink Floyd), una campana que suena en todo el edificio de Westminster bloqueando el interior de la Cámara de los Comunes y advirtiendo a todo personal accesorio que debe abandonar el edificio. En su interior sólo quedan los representantes públicos, que se disponen a dilucidar, previa prerrogativa del speaker, cuál es la mayoría en torno a una materia cualquiera (es decir: a resolver la division).
¿Cómo lo hacen? A cada lado del pleno hay dos salas. Una dedicada a los partidarios del "sí" y otra dedicada a los partidarios del "no". Sus honorables señorías deben abandonar su asiento y entrar en una de las dos estancias, en función de su inclinación política. Una vez vaciada la Cámara, los whip (los líderes de los grupos parlamentarios) hacen un recuento. Tantas personas hay en la sala del "no", tantos votos tiene el "no". Y viceversa.
Tan arcaico y surrealista como cierto. Recontados los diputados, estos vuelven a sus asientos en el interior de la Cámara. Entonces, los whip entonan frente al speaker el número de votos a cada una de las opciones y este, aclarada la cuestión, puede declamar con seguridad: "Los noes lo tienen, los noes lo tienen". Es lo que sucedió el martes. La votación más trascendental de la historia reciente de Reino Unido se celebró con rituales de siglos arcanos.
Hoy, cuando la Cámara de los Comunes se prepara para su votación más importante de la legislatura (cuando menos), creo que es buena idea recordar cómo vota la Cámara de los Comunes. pic.twitter.com/ofUDzqGjRo
— Thiago Ferrer Morini (@tferrerm) 15 de enero de 2019
Todo este proceso añade una pizca de popularidad al tradicional, aburridísimo procedimiento parlamentario. Asistir a una sesión de la Cámara de los Comunes es una experiencia sin igual en el resto de los plenos europeos (en especial cuando está llena). Sus maneras en ocasiones informales y la naturaleza discursiva (réplicas y contrarréplicas instantáneas entre los líderes de las dos grandes formaciones) le dan una aureola de entretenimiento puro, de auténtica magia retórica (David Cameron es un gran ejemplo).
En plena votación del Brexit, sin embargo, los berridos de Bercow ("ordeeeeeer!") y el caos general de la Cámara de los Comunes puede resultar frívolo o aberrante a ojos de la sobriedad parlamentaria europea (excepto si vives en Ucrania). Su figura silverada no parecía poner orden sobre una clase de niños revoltosos que hacen caso omiso del decoro y del respeto mutuo, sino sobre el sindiós general en el que se ha convertido Reino Unido en dos años.
Alguien, al fin, gritaba lo evidente: "ordeeeeer!".
Un procedimiento fascinante
Desde entonces han ido saliendo otros episodios de singularidad parlamentaria. El que atañe a Bercow es idiosincrático de las maneras británicas. Cuando un diputado conservador le cuestionó sobre una pegatina anti-Brexit adosada a "su coche", Bercow respondió con elegancia: aquel no era su coche, sino el de mujer, y no esperaría su honorable diputado que su esposa estuviera sujeta a las opiniones de su marido. "She's entitled to her own views", expresó.
La pieza se convirtió en un ejemplo de la elocuencia y el buen cariz de Bercow, severo y audaz en las réplicas cuando toca, pero también de cierto cariz progresista. Es algo paradójico viniendo de un diputado que siempre ha pertenecido al Partido Conservador y que llegó a formar parte de dos Shadow Cabinet (el gobierno en la sombra, público, que siempre tiene montado el partido opositor), y del que se rumoreó un posible traslado al Laborismo.
Los momentos célebres de Bercow son ya un clásico del frikismo parlamentario británico. Es la quintaesencia del carácter inglés, solo que adecuado al manicomio habitual de la Cámara de los Comunes. Un hombre capaz de pastorear a los diputados como haría una profesora de preescolar en una guardería.
Con todo, el mejor y más surrealista momento que nos ha legado la Cámara de los Comunes durante las deliberaciones sobre el Brexit no corresponde a Bercow, sino a un raso diputado laborista, Lloyd Russell-Moyle. En pleno debate, se levantó de su asiento, agarró una gigantesca maza dorada y trató de abandonar el edificio con ella. Fue detenido por el resto de diputados antes de poder abandonar la sala, y obligado a colocarla de nuevo en su sitio.
¿Qué diablos fue aquello? La maza, de carácter ceremonial, representa el poder real en la Cámara de los Comunes. El rey (o la reina, en este caso) puede reinar sobre el país, pero no gobernarlo. Tal prerrogativa corresponde a la Cámara de los Comunes, soberana, sí, pero obligada a respetar el poder real y a encargarle la firma de las leyes que apruebe. La maza funciona como símbolo de dicha relación mutua. Es la concesión del rey a los comunes.
Y como tal, la sala no puede funcionar sin ella (porque implicaría reunirse a espaldas o sin la concesión del monarca, algo incompatible con la tradición política y parlamentaria del Reino Unido). Russel-Moyle lo sabía, de modo que, en aras de detener el retraso por parte de May del voto sobre el Acuerdo (en diciembre) se la llevó de la cámara. Y, casi con éxito, logró paralizar el proceso político británico.
¿Y quién estaba de fondo solicitando "ordeeeeeeeer"? Por supuesto, Bercow.