Andaba el otro día arrancando mis vacaciones matando el tiempo en un aeropuerto. Con el móvil, cómo no. Haciendo scroll en Twitter X di con un artículo de The Atlantic, la biblia del periodismo gafapastil, titulado ¿Qué hacía la gente antes de los smartphones?.
Aún no se había cargado la página y yo ya estaba acordándome perfectamente de lo que hacía antes de los smartphones: llamar a mi primera novia de fijo a fijo —los móviles eran caros como emisores y como receptores—, rezar para que me respondiese ella, y acabar balbuceándole a su padre que buenas tardes caballero por favor se puede poner su hija.
La trampa de la memoria
Al margen de aquellos momentos en que se me ponían en la garganta los que riman con bidones, empecé a sentir una nostalgia engañosa. Nuestra mente tiende a dulcificar el ayer, a difuminar lo que no nos interesa recordar y a hacernos creer que todo tiempo pasado fue mejor. Error.
No solo mío: a medida en que la era de las redes sociales y la mensajería instantánea ha cogido fuerza, se hace más frecuente escuchar comentarios nostálgicos, a la contra, elogiando quien tiene la fuerza de voluntad para prescindir del smartphone o al menos de las grandes aplicaciones.
En esa nostalgia tramposa empecé a pensar que vivíamos un poco más libres, menos adictos, menos dependientes de las interacciones, la información instantánea, nuestro yo virtual, los vídeos breves consumidos en tromba y la liga fantasy. Pronto volví a la pregunta que encabezaba aquel artículo: ¿y entonces qué demonios hacíamos?
De acuerdo con que el aburrimiento es bueno. Nos fuerza a pensar, a introspeccionarnos y quizás a valorar más lo mundano, a no distraernos de nuestras cavilaciones permitiendo que sean un poco más profundas; pero también es un coste de oportunidad.
El coste de perderse toda la música descubierta, los podcasts estupendos que nos han enseñado tanto, los artículos que nos han hecho un poco más conscientes o los descubrimientos game-changer para nuestra vida doméstica, como usar bicarbonato y vinagre blanco para limpiar cualquier cosa.
La vida antes del smartphone nos evitaba problemas actuales, pero tengo serias dudas de que fuese mejor
Sin la búsqueda inercial para rellenar huecos de tedio nos habríamos perdido mucho de eso. También de contenido estúpido, insulso, prescindible, pero supongo que siempre hay un peaje que pagar.
Todos tenemos alguna u otra debilidad. La mía sin el smartphone hubiese sido no poder fotografiar ni grabar mis escenarios cotidianos, lo que más echaré de menos algún día, cuando la casa en la que me crié pertenezca a una familia ajena o cuando nos sentemos a cenar en Nochebuena y no deje de pensar en los que ya no están.
Sin el smartphone, cámara de foto y de vídeo siempre a mano, seguro que habría muchos momentos bellos precisamente por cotidianos que solo podrían quedar almacenados en algo frágil a largo plazo: mi memoria. Prefiero la nube y la madre de todas las copias de seguridad.
Sin el smartphone, otras debilidades causaron estragos en el pasado con más frecuencia que en el presente: los que llegaron tarde a algún evento importante por no aclararse con la ruta por carretera, o los que se enteraron de una pérdida familiar demasiado tarde como para despedirse por haberle pillado de viaje. Mucho peor que aburrirse un rato.
Algo así acababa concluyendo Ian Bogost, el autor del artículo: quizás ahora estemos demasiado distraídos, pero antes nos aburríamos demasiado. Y había consecuencias mucho peores que llamar a la novia con 16 años y que te respondiese su padre, un señor bonachón pero con la mano del tamaño de un botijo y cara de estar masticando abejas.
Imagen destacada | Xataka con Midjourney.
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