En estas efímeras vacaciones, montadito viene mascarilla va, me sorprendí pensando qué hubiese dicho de mí mismo mi yo a los 20 años, hace diez. Estaba sentado en la playa, leyendo un libro en papel y con otro en el capazo para cuando terminara. Justo tras la veintena tomé la decisión de dejar de leer en papel: primero me limité a leer en la tablet. Luego, cuando los smartphones se hicieron más grandes y con pantallas de alta resolución, trasladé esa experiencia únicamente al móvil, ya puestos a llevar mi biblioteca siempre conmigo. Porque si a Samsung le estallaban los Note 7 y Bill Gates inventó el baile del nerd presentando Windows 95, yo también tengo un pasado.
A finales de esta década (o decenio, o lo que ustedes quieran) cambié de idea y dejé de comprar libros electrónicos para volver al papel. Algo que cotizaba con la misma probabilidad de que el equipo de fútbol de mi barrio subiese a 1ª. Ha pasado un tiempo y ahí sigo. Y lo que es "peor": esta epifanía de andar por casa no acabó ahí. Me he llegado a plantear si Spotify me resulta suficiente para la relación que quiero tener con la música. Para mí, llegó el momento de repensar mi relación con la cultura en general. Y ahí, el formato físico, que muchos pensábamos que para 2020 estaría obsoleto, es nuclear.
Escuchar discos, compartir libros
Antonio Ortiz, uno de los final bosses de Webedia, escribió hace unos meses en su newsletter sobre el último disco de Nick Cave:
Uno, que a su edad lleva tiempo a favor del “slow rock”, siente que escucharlo como se oye la música ahora (de fondo mientras se trabaja, en listas intercambiando temas de muchos autores) es pecar de frívolo. Uno querría recuperar el momento en que escuchó por primera vez tocar el “Into my arms” con Cave sólo al piano y entonando aquello de “I don’t believe in an interventionist God”. Pero nosotros, tampoco Nick, somos ya los mismos.
Efectivamente, ya no somos los mismos: las playlists reemplazaron a los álbumes. Y eso puede tener mucho sentido en ciertos momentos, pero para la música es casi una tragedia. Los álbumes, sobre todo los de los buenos músicos, tienen una narrativa a lo largo de cada una de sus canciones. Son partes de un todo, no creaciones independientes. Hasta el orden de esos temas importa. Y picotear de aquí y de allá con playlists "Veranito", "Lentas" o "De camino al trabajo" rompe esa narrativa.
Otro grupo de rock, Rufus T. Firefly, en su amarga queja de la música bajo demanda en El Confidencial, dejó una frase en esa línea: "Lo que sí que ha conseguido el streaming es que ya nadie se escuche un disco entero".
"Pues si tanto te gustan los álbumes, te los pones en Spotify, que nadie te lo impide", me podrían replicar. Cierto. Pero si en Medium el 90% de los artículos iban sobre diseño o emprendimiento pese a ser una plataforma neutral, es porque la arquitectura del producto empuja hacia lugares concretos. Y Spotify, como cualquiera de sus competidores, empuja hacia las playlists.
Otro pensamiento sistémico, aunque manido: si llega el cisne negro y mi situación financiera es tan mala que no puedo permitirme ni pagar por Spotify, ¿me quedaré sin música pese a haber pagado cientos de euros?
¿Es esa la relación que quiero tener con la música? ¿Quedarme sin nada cuando vengan mal dadas? ¿Y tener esa tendencia continuada a escuchar playlists, pero no álbumes?
Uf.
Tampoco me entiendan mal: por muchos meses de suscripción que paguemos, siempre estaremos en deuda con Spotify por el modelo que trajo. Y además ya es rentable por primera vez en muchas lunas. Simplemente me cuestiono si nuestra relación con la música debería acabar ahí. Hasta volví a comprar un iPod Classic justo antes de la cuarentena, posiblemente la irreductible aldea que (no) resistió al invasor. El último reducto de los álbumes, no de las playlists.
En esas, también me planteo si tendría sentido hacerme con un reproductor de CDs o de vinilos y tener, al menos, la colección musical de mis imprescindibles para poder escucharla en casa, por orden, y como un acto consciente, más que como una banda sonora de fondo mientras trabajo o cocino. La música que pase lo que pase siempre será mía y que puedo compartir con otros. Para todo lo demás, Spotify.
Con los libros ocurre algo similar, aunque ahí ya actué. La biblioteca en casa también me permite no estar sometido a las condiciones de un gigante tecnológico si el día de mañana decide cerrar su servicio de libros electrónicos, o si la empresa quiebra, o si pierde los derechos del título y mi compra deja de estar disponible. Y de paso, también me permite tener de nuevo una relación más cercana y perenne con esos libros, que además podré releer o consultar mucho más adelante, o prestar a quien lo necesite.
Videojuegos eternos, no efímeros
2020 es el año de la next-gen. Por primera vez, veremos una PlayStation sin lector de discos. La Xbox ya cruzó ese Rubicón en 2016. Y mientras tanto, Stadia o xCloud yendo mucho más allá para que no hagan falta juegos físicos, ni siquiera juegos digitales comprados, o directamente ni consola.
Cultura que poder compartir y que tengamos siempre con nosotros, sin importar que una empresa cierre, deje de ofrecer un servicio o le venzan los derechos
Nuevamente, muchas ventajas a costa de ciertos compromisos. Imposible compartir un juego con un amigo, imposible venderlo si no quiero jugarlo más, posiblemente imposible volver a jugarlo dentro de 25 años en una sesión retro con amigos, como ahora hacemos con los títulos de Nintendo 64 o PSX.
Uf.
Me pregunto si no habremos cedido demasiado espacio en detrimento de tener nuestra cultura preferida siempre con nosotros. Y en esas ando. Hay series que consumo una vez y sé que seguramente jamás vuelva a verlas. Incluso aunque me hayan gustado. ¿Qué pasa con The Leftovers, o The Office, o Seinfeld? Esas las voy a querer tener cerca de mí siempre. No descarto comprarlas en Blu-ray y dejar escrito que me las tiren a la caja el dia en que me muera.
Más de lo mismo con las películas, que además están en riesgo de perpetuarse íntegras en detrimento de la Nueva Normalidad Cultural, capaz de censurar las posaderas de Daryl Hannah en 'Splash' no se sabe muy bien por qué. Ni hablemos de la relación de aspecto con la que llegaron Los Simpson a Disney+ y que tuvieron que acabar corrigiendo porque se cargaba la mitad de los chistes.
O quizás sea cosa de la edad y de empezar a pensar que lo que no es seguro ya no mola tanto, y ya prefiero lo que podré tener siempre conmigo, cierre la empresa que cierre, sin que nadie pueda cambiarlo. Aunque me traiga la tensión del "que no se raye, por favor".