Justo al comienzo de la 'Divina Comedia', Dante entra en una cueva a los pies del monte Sion y se da de bruces con una pantera, una loba y un león. Hoy esos animales serían pokemons y Virgilio, el poeta romano que lo guiará por los vericuetos del Infierno y el Purgatorio, sería Siri haciendo de guía turística; Romeo y Julieta vivirían su tórrido romance en Tinder y Don Quijote llevaría unas Google Glass para ver los gigantes en realidad aumentada. ¿Unas Google Glass? Ahí está la confirmación de que sí que estaba medio majareta.
No es que vivamos rodeados de móviles (que también), es que en la práctica las diferencias entre el mundo virtual y el mundo analógico parecen haber desaparecido. En 2019, por primera vez en la historia, pasamos más tiempo pegados al móvil que frente a la pantalla del televisor. Y mientras tanto en Sillicon Valley, por lo que se cuenta, cada vez más padres limitan el uso del teléfono a sus hijos. ¿Hay algo que no nos han contado?
Uno de los grandes debates científicos de las últimas décadas
Durante años, la aparente naturalidad con la que lo digital se fue introduciendo en nuestras vidas, contrastaba con el 'pánico moral' que sufriamos cada vez que Internet conquistaba alguna parcela de la vida diaria. Ese alarmismo tenía tantas dosos de sobreactuación que, en cierta manera, nos ha insensibilizado a los datos que poco a poco han ido surgiendo y han hecho que nos tomemos a broma cada vez que un magnate digital firmaba exigía a su niñera por contrato que no usara pantallas frente a su chiquillería.
Sin embargo, la idea de que los móviles afectan a nuestra capacidad de recordar y concentrarnos como la idea de que disminuyen el bienestar psicológico de los adolescentes lleva muchos años encima de la mesa. En 2017, The Atlantic publicó un extenso texto en el que se preguntaba "¿Los teléfonos inteligentes han destruido esta generación?". En ese reportaje, Jean Twenge, profesora de psicología de la Universidad Estatal de San Diego, repasaba los indicios que nos podían hacer sospechar sobre el impacto de los teléfonos móviles en nuestros niños y adolescentes. Su respuesta, tentativa era que sí, que vaya si lo tiene.
Y no es la única. Jonathan Haidt, psicólogo social y profesor de la Universidad de Nueva York, nos explica que está convencido de que en cuestión de cinco años las legislaciones nacionales (empezando por las europeas) van a comenzar a restringir las redes sociales y numerosas prácticas digitales para niños y adolescentes. Bajo su punto de vista, empezamos a tener la primera evidencia sólida de que estas cosas no nos hacen ningún bien.
En cambio, otros expertos como Anthony Wagner, director del departamento de psicología de la Universidad de Stanford, están en la posición contraria. "La investigación sobre el tema es un desastre ¿Hay algo que nos diga que hay un vínculo causal? ¿Que nuestro comportamiento y uso de estos dispositivos está realmente alterando nuestra cognición, la función neurológica subyacente o los procesos neurobiológicos? La respuesta es que no tenemos ni idea. No hay datos".
Cuando le escribimos, nos explican desde su equipo que, efectivamente, vivimos en una época de gran desconfianza hacia la tecnología y eso ha espoleado a los mensajes de preocupación, "tecnoescepticismo" y alarma. "Pero con los datos que hay, es imposible sostener ninguna de esas afirmaciones". "Necesitamos mucha más investigación" antes de llevarnos las manos a la cabeza.
Ya todos somos ciborgs
Lo curioso de la cuestión es que todos ellos están en lo cierto, pero enfocan el debate de tal forma que las lecturas que se derivan pueden ser equívocas. Claro que tenemos datos que señalan que el mundo digital y su rosario de dispositivos nos están afectando. A nosotros, a los niños y a todo el que se acerca más de dos kilómetros a un ordenador. Por ejemplo, sabemos que los ambientes virtualmente enriquecidos que, por el mero hecho de estarlo, son más difíciles de procesar y nos dificultan la concentración. No hay discusión científica de ningún tipo sobre eso.
El problema, el verdadero problema, es que no entendemos el significado real de esos cambios. Es importante recordar que no venimos con habilidades cognitivas de serie, que son el resultado de un proceso de desarrollo en el que nuestros sistemas psicológicos tratan de responder a las demandas del ambiente. En la medida en que el ambiente ha cambiado, era lógico esperar que nuestras estrategias para adaptarnos a él cambien. Y, con ellas, sus resultados, nuestras habilidades.
Por eso, desde un punto de vista científico, la pregunta no es tanto si hemos cambiado respondiendo a las demandas de las nuevas tecnologías sino la medida en que nuestras estrategias individuales, sociales y culturales nos están permitiendo adaptarnos de forma óptima a estos nuevos ambientes virtualmente enriquecidos. El corazón de la alcachofa, lo que separa a Wagner y Twenge, es la interpretación de unos datos que ambos reconocen que no nos dan una respuesta clara.
¿Es que nadie va a pensar en los niños?
En este sentido, nuestra primera intuición es entender los cambios (sobre todo, en la capacidad de concentración) como un declive. Históricamente, la atención ha sido considerada una especie de "virtud moderna". William James, uno de los padres de la psicología científica, escribía en 1890 que "la facultad para atraer voluntariamente una atención errante una y otra vez es la raíz del juicio, el carácter y la voluntad". Es una idea muy extendida y podemos articular razones que expliquen por qué lo es, pero lo relevante para nosotros es su actualidad. Es decir, si los procesos y estrategias atencionales que resultaban exitosos hace 100, hace 50 o hace 20 años, lo seguirían siendo en el mundo de hoy.
Ana Sebastián, psicóloga educativa y experta en innovación y gamificación pedagógica, nos explica uno de los grandes retos que tiene la educación actual es aprender a trabajar con todos esos recursos. "No es razonable", nos explica, "que todos hagamos como si no existieran. O justo lo contrario, tampoco es razonable gastarnos millones de euros en tecnificar todo [...] Cada día estoy más convencida de que el aula del futuro no se va a parecer en nada a lo que creemos que va a ser".
Sobre todo, porque la pregunta es relevante porque cuando hablamos de seres humanos (y especialmente de niños) siempre debemos tener en cuenta el costo/beneficio. En este caso, Twenge opta por una posición "preucacionista", pero su posición se topa con una dificultad sustancial: que todo parece indicar que las prácticas con las que tomamos contacto y procesamos la realidad hace años, ahora no resultan óptimas.
Eso quiere decir que no solo es normal que cambien nuestras habilidades cognitivas, sino que deben cambiar si queremos estar adaptados. "El hecho de que la información se procese de forma diferente, no es necesariamente malo" nos explica Manuel Sebastián, profesor de psicología de la atención en la UCAM. Aunque reconoce que "es inevitable que nos preocupemos si cada día nos cuesta más concentrarnos en la lectura de textos largos", la pregunta práctica sigue ahí ¿Estamos seguros que restringir los medios digitales daría mejores efectos que no hacerlo en el mundo de hoy?
La respuesta que no querríamos tener
No. No lo sabemos. Aunque tenemos datos que señalan una pequeña relación negativa entre la tecnología digital y cosas como el bienestar o la capacidad atencional, eso no significa que erradicar los móviles sea una buena idea. Hay un ejemplo maravilloso que nos permite reflexionar sobre este asunto. Hace poco, Amy Orben y Andrew K. Przybylski publicaron un trabajo en Nature Human Behavior en el que certificaban ese ligero impacto negativo que podemos encontrar en la mejor investigación sobre el tema.
Lo curioso es que en el mismo estudio señalaban que había un factor que tenía asociado un efecto negativo hasta cuatro veces mayor: usar gafas. Usar gafas reduce el bienestar de los niños que las llevan y eso tiene un impacto en muchas facetas de su desempeño cognitivo. Sin embargo, nadie en sus cabales sugeriría que eliminar las gafas mejoraría la situación. No estoy comparando ambos fenómenos en sentido estricto, claro. Pero como señala Amy Orben, una de las autoras del trabajo, "la vida no va dejar de ser digital en la próxima década". Debemos de pensar muy bien qué hacemos porque todo tiene pros y contras que no podemos predecir.
"Ojalá pudiéramos", nos explica Callum Burke, profesor de tecnología y sociedad del Galway-Mayo Technology Institute, "pero debemos ser realistas. Todas las sociedades contemporáneas están en una especie de shock postraumático tras la irrupción del mundo digital. Ha cambiado todo. Incluso las cosas que aún no sabemos que lo han hecho". El mejor consejo que se puede dar, nos dice Burke, es "no tomar decisiones radicales en momentos como este".
En definitiva, ¿está afectando la tecnología a nuestros niños? Sí, de eso estamos bastante seguros (aunque no tengamos muy claro cómo). Es más, hay un gran consenso entre los investigadores en que esto debería preocuparnos. Pero esa preocupación no debería llevarnos querer "hacer cosas", sino a pedir más y mejores investigaciones sobre el asunto que nos ayuden a tomar decisiones basadas en la evidencia.
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