«Me imagino que eso es lo que posibilitó las cosas, el hecho de que lo hicieran de repente, sin que nadie lo supiera con antelación. Si aún hubiera existido el dinero en efectivo, habría resultado más difícil. Fue después de la catástrofe, cuando le dispararon al presidente y ametrallaron el Congreso, y el ejército declaró el estado de emergencia. En aquel momento culparon a los fanáticos islámicos. Hay que mantener la calma, aconsejaban por televisión. Todo está bajo control. Yo estaba anonadada. Como todo el mundo, ya lo sé».
He querido empezar con un párrafo específico de la propia novela porque, total, mejor que la propia autora no vamos a gesticular los impostores. Pero antes retrocedamos un par de pasos.
Qué es ‘El cuento de la criada’
El cuento de la criada es una obra de la escritora canadiense Margaret Eleanor Atwood, publicada en 1985 bajo la editora McClelland & Stewart. Dentro del marco de la ficción especulativa, la novela entró empujando a los círculos seculares haciéndose con varios galardones, entre ellos el primer Premio Arthur C. Clarke.
Aquella se adaptó a diferentes formatos con fortuna dispar: una cinta alemana que entendió regular el material original, una ópera con bastante más pulso narrativo, varias adaptaciones teatrales y la serie de HULU que ha puesto patas arriba las ventas del original, la cual, por cierto, nunca se ha dejado de catalogar.
Bajo ese título coqueto se esconde una bola de demolición, una poderosa ficción especulativa
«El libro de cabecera de una nueva generación», reza la faja de Ediciones Salamandra, no en vano. Bajo ese título coqueto, evocando ‘Los cuentos de Canterbury’ de Chaucer, se esconde una bola de demolición, donde una república teocrática se ha levantado con la ética militante de un muro alambrado. Descripciones rápidas, secas, ágiles, sin subordinadas ampulosas. Atwood recuerda tanto a John Williams como a DeLillo. Aunque el timbre dramático, en cierta medida, dispare en dirección opuesta.
‘El cuento de la criada’ es dinamita de fortaleza delicada y oscuridad luminosa: la mitología blíblica se pervierte y convierte a los ángeles en demonios —esto es literal, aunque también hay una 'Ruth' que... mejor evitemos spoilers—.
«Ahora todos los niños son deseados, pero no por todas las personas»
Es el ‘Nosotros’ de Yevgueni Zamiatin revisado bajo un medievalismo demasiado actual. La mujer no fértil puede servir, según su cuna, vestida de verde. La inútil acabará en las Colonias. La fértil tal vez acabe como recipiente para que algún «barón» extienda su semilla. «Ahora todos los niños son deseados, pero no por todas las personas».
El Reino de Gilead es una prisión intelectual de la que cuelgan cadáveres desollados que, muchos años atrás, cometieron pecados que nadie recuerda. La precisión de Anna Karenina, en bastantes menos páginas; ‘El país de las últimas cosas’ en versión menos técnica, más urbana. Y acertada. Y hasta aquí el namedropping.
Quién es la criada del cuento
Porque Margaret Atwood está cerca de la razón. Su mirada es audaz y compasiva, muestra el dolor de las víctimas sin contagiarse, es capaz de excitar sin citar ni de paso recursos tradicionales que aludan a ello. Capítulo 2: «Si no consumo, ¿por qué, a pesar de ello, deseo?» Una pulsión sexual que poco a poco va transformándose en otra cosa. Porque la protagonista es un ser humano, no olvidemos. No caben futurismos fatuos. ¿Madre, esposa? Eso es cosa del pasado.
«Lo que temen no es que nos escapemos —al fin y al cabo no llegaríamos muy lejos— sino esas otras salidas»
Una protagonista sin nombre, apodada Of-Fred. Es decir, «propiedad de Fred», aunque más viva de lo que pudiéramos imaginar bajo su timorata cofia. «Lo que temen no es que nos escapemos —al fin y al cabo no llegaríamos muy lejos— sino esas otras salidas, las que puedes abrir en tu interior si tienes una mente aguda». En un mundo donde el tiempo se marca con campanas y el silencio es idioma oficial en conversaciones populares, ‘Of-Fred’ está segura de que «el rojo nunca me sentó bien, no es mi color».
En un ambiente donde se plantean leyes que regulen —y criminalicen— filtraciones recoletas, el cosmos sociopolítico que plantea Atwood es menos marciano de lo que sospecharías en las primeras cien páginas. Volviendo al primer párrafo, Atwood habla del dinero, de billetes, y cómo fue suprimido a favor de tarjetas de plástico, vales, las tradicionales cartilla de racionamiento con el símbolo del alimento a recoger. Sin dinero se acabaron los deseos fútiles. Acudimos a lo frugal.
Entretanto, las hormonas de Of-Fred siguen hablando del pasado. Los labios son como «gusanos flexibles y rosados», una intesa metáfora que se culmina con un «ahora caminamos por la misma calle, de dos y de rojo y ningún hombre grita obscenidades, ni nos habla, ni nos toca. Nadie nos silba». Casi sin darnos cuenta, la novela va oscureciendo y esas rémoras sexuales mutan en demonios furiosos.
«Me convierto en la tierra en la que apoyo la oreja para escuchar los rumores del futuro»
En cierta sombra, la criada del cuento son (somos) todos aquellos que sirven con un fin específico a un sistema aún más específico. ¿Qué queda? El vacío. «Me sumerjo en mi cuerpo como en una ciénaga en la que sólo yo sé guardar el equilibrio. Es un terreno movedizo, mi territorio. Me convierto en la tierra en la que apoyo la oreja para escuchar los rumores del futuro». Lo que sigue es una alegoría, circular, de los ciclos menstruales.
Un futuro que es presente (porque no hay futuro)
«[…] En las manos tiene una toalla extendida para coger al bebé, he aquí la coronación de todo, la gloria, la cabeza de color púrpura y manchada de yogur, otro empujón y se deslizará hacia afuera, untada de flujo y sangre, colmando nuestra espera. Oh, alabado sea».
«ahora son las madres, y no los padres, quienes entregan a las hijas y facilitan los arreglos de las bodas»
Un férreo patriarcado disfrazado de control matriarcal que se culmina con «ahora son las madres, y no los padres, quienes entregan a las hijas y facilitan los arreglos de las bodas. Los matrimonios, por supuesto, están concertados».
Atwood escribió ‘El cuento’ una primavera a la sombra de otro muro, bajo la Alemania Federal de 1984, específicamente bajo la influencia del sector francés. Entre las flores, aún permitidas, la palabra ‘coche’ está repetida 50 veces a lo largo de la novela. «Estaban planificando hacerme cruzar la frontera por allí; no en coche ni en camión, porque ya resultaba muy difícil, sino en barco, por la costa».
Bajo ese espejo deformante pre-victoriano, el mundo moderno todavía se asoma: «En ocasiones, después de unos tragos se pone tonto y hace trampas en el Scrabble». Unos ecos que persisten a lo largo de toda la novela: los deslices y cuchicheos son material con el que comerciar. Algo que entronca con los tiempos donde la propaganda política es el principal aparato de documentación.
‘El cuento de la criada’ habla del futuro, más allá del obvio «engendrar hijos para perpetuar la especie»
En los frentes populares, de Atwood supimos tarde, con la concesión del Premio Príncipe de Asturias a las Letras en 2008. Lo que la candidata al Nobel de literatura encarna es algo que Orwell, Bradbury y Huxley ya andaron anduvieron. Pero, por esta vez, la perspectiva femenina narra esos silencios que, por ceguera u omisión consciente, la literatura olvida. Y, con ella, sus lectores. ‘El cuento de la criada’ habla del futuro, más allá del obvio «engendrar hijos para perpetuar la especie».
Habrá quien encuentre aquí esa hiperestesia nominal y se sacuda el libro con un «ay las mujeres, qué sensibles, no hay quien las entienda». Esta novela parece dirigida exactamente a ellos —sin intención, masculino neutro—.
Por suerte, Atwood hace universal lo íntimo y alude a múltiples estratos: porque, cuando se trata de suprimir derechos, al final todos somos víctimas. «¿Pero quién puede recordar el dolor, una vez que éste ha desaparecido? Todo lo que queda de él es una sombra, ni siquiera en la mente ni en la carne».