Real Madrid y Atlético de Madrid disputan hoy la final de la Supercopa de España en... Yeda, Arabia Saudí. Se trata de un acontecimiento inédito en la historia del fútbol español. Nunca antes una competición doméstica se había celebrado en un escenario internacional. La decisión, adoptada por la Real Federación Española de Fútbol, no ha estado exenta de polémica. No tanto por la deslocalización del torneo, sino por el lugar elegido.
Arabia Saudí es uno de los países más ricos del planeta, y al mismo tiempo uno de los más controvertidos entre la opinión internacional. Controlado por una familia dinástica desde su fundación a principios del siglo XX, opera sobre un régimen de carácter autoritario donde los órganos de representación están copados por un puñado de figuras próximas a la casa real. No es un régimen democrático. Tampoco se molesta en disimular.
Durante las últimas semanas, futbolistas como Vero Boquete han cuestionado la decisión de la Federación: "Arabia Saudí vulnera los derechos humanos pero llevamos allí competiciones". En paralelo, su máximo representante, Luis Rubiales, ha promocionado el torneo como una herramienta de normalización del régimen: "Creo que en Arabia Saudí habrá un antes y un después de esta Supercopa". Ideas reverberadas por algunos periodistas deportivos.
¿Es así? ¿Funcionará la Supercopa de España como una palanca de apertura para una de las dictaduras más opresivas y brutales de Oriente Medio? Para entrever una respuesta, es más útil observar cuál es la situación hoy en Arabia Saudí. Quiénes acceden al poder político, qué derechos disfrutan sus ciudadanos y cuál es la situación social de sus colectivos. Incluido el más reprimido por las autoridades saudíes. Las mujeres.
¿Cómo funciona Arabia Saudí?
Desde un punto de vista meramente descriptivo, Arabia Saudí es una rara excepción. Es uno de los pocos estados que no se define a sí mismo como un "democracia", de un modo u otro, y admite sin mayor complejo su naturaleza de "monarquía absoluta". El rey funciona como jefe de estado y del ejecutivo desde 1932, año de fundación del país. El marco constitucional lo fija el Corán, y el legal, la sharia, la ley islámica.
Durante los últimos años el gobierno de Arabia Saudí ha sufrido ciertas transformaciones, sin duda novedosas. Pese a que el rey Salman bin Abdulaziz sigue reteniendo su cargo, el poder y la gestión del ejecutivo recae sobre el príncipe heredero, Mohammed bin Salman. Salman ha introducido algunas medidas renovadoras y una agenda de reformas ambiciosa con el objetivo de independizar económicamente al país del petróleo.
Pero al mismo tiempo ha recrudecido la represión interna y ha perseguido a sus opositores hasta límites raramente vistos, en un ejercicio de dureza destinado a impresionar a sus opositores internos. El ejemplo más nítido es el rapto y asesinato de Jamal Khashoggi en Turquía. Su desaparición, vinculada al entorno cercano de Salman, causó una crisis internacional y obligó al régimen a ejecutar a cinco matones responsables de su muerte.
MBS es la prueba indeleble del escaso ánimo reformista de la élite saudí. El país cuenta con las peores puntuaciones y consideraciones por parte de organismos internacionales como Freedom House o Amnistía Internacional. Celebra elecciones municipales de forma puntual, en un proceso controlado por el estado, y cuenta con un una "Asamblea Consultiva" compuesta por 150 parlamentarios, todos y cada uno de ellos designados por el rey.
En palabras de Freedom House:
La monarquía restringe prácticamente todos los derechos políticos y las libertades civiles (...) El régimen fundamenta su poder en un amplio espionaje, en la criminalización de la disidencia, en las apelaciones al sectarismo y en un gasto público dependiente de los ingresos del petróleo. Las condiciones laborales para un largo número de inmigrantes son a menudo explotadoras.
¿Qué derechos tienen los saudíes?
Muy pocos.
Los saudíes no tienen potestad alguna ni sobre el poder ejecutivo ni sobre el poder legislativo, potentado en exclusividad por la familia real y sus círculos de confianza. Los partidos políticos están prohibidos, y la libertad de reunión, protesta y expresión perseguida por las autoridades. Numerosos opinadores críticos del gobierno, dentro o fuera de sus fronteras, en medios internacionales o en foros de Internet, han sido reprimidos y/o eliminados.
En muchos sentidos, Arabia Saudí representa el antagonismo casi perfecto a la democracia liberal: la constitución no emana de la voluntad popular, sino de la interpretación del Coral y de la Sunnah; la separación de poderes es inexistente; y la libertad de pensamiento y culto reprimida, en tanto que el marco legal del estado lo fija la sharia. El islam suní es la religión oficial, y las minorías chiíes o sufíes están muy restringidas. El ateísmo es ilegal.
La aplicación de la ley es uno de los puntos más controvertidos del régimen. Por su naturaleza, es arbitraria y cruel. La pena de muerte se aplica con frecuencia. Una de las formas de ejecución más escandalosas consiste en decapitar a los culpables de tal o cual crimen en la vía pública, con una espada. Los acusados cuentan con pocas garantías y son objetos de frecuentes torturas, dado que la ley contempla mutilaciones y castigos corporales para delitos menores (como el robo).
A grandes rasgos, los súbditos saudíes se cuentan entre los más vigilados, controlados y reprimidos por su propio gobierno. La estabilidad interna se obtiene por dos vías: mediante un feroz terror interno y mediante la transferencia de abundantes rentas obtenidas gracias a la extracción y exportación de petróleo. Hasta el boom del fracking, Arabia Saudí era el primer productor mundial y sus reservas, las mayores.
¿En qué situación viven las mujeres?
En la peor de las imaginables.
Arabia Saudí aplica un estricto código de vestimenta para sus mujeres. El niqab no es obligatorio, pero es la norma entre la mayoría. Se trata de una larga prenda monocromo, casi siempre negra, que cubre la totalidad de brazos y piernas, y la mayor parte de la cara. Sólo los ojos son visibles.
Se trata de un detalle menor en comparación con su estatus legal. La mujer saudí es a grandes rasgos una menor de edad a ojos de la ley. Todas ellas deben estar subordinadas a un guardián (wali), sea su padre, hermano o marido, la situación más frecuente, que vela por sus decisiones y solapa toda su autonomía. Ninguna mujer puede acceder a un puesto de trabajo, renovar el pasaporte o salir del país sin su permiso expreso.
Durante los últimos años han surgido aplicaciones como Absher, que permiten a los guardianes realizar toda clase de trámites burocráticos en nombre de su mujer. Es una de las muchas medidas represivas del estado saudí, en tanto que permite a los hombres denegar el acceso a aeropuertos para todas aquellas mujeres que intenten huir. Tampoco pueden estudiar, operarse o realizar un sinfín de actividades sin el permiso de su wali.
En la vía pública, deben estar permanentemente acompañadas por un hombre, su mehram. La segregación de prácticamente todos los espacios públicos es la norma.
Hasta la llegada de MBS, tampoco podían conducir, una medida extrema que se había convertido en el símbolo del totalitarismo saudí . El príncipe permitió a millones de súbditas saudíes acceder a un permiso de conducir. Pese al carácter propagandístico de la medida, su objetivo era económico: en un contexto de ciertas dificultades económicas, la mano de obra de la mujer es valorada. Sin método de transporte, sin embargo, no sirve de mucho.
Su situación legal es brutal. Frente a un juez, el testimonio de dos mujeres mujer vale lo mismo que el de un hombres. Gozan de nulas garantías legales. Se conocen casos de mujeres que, habiendo salido a la calle sin su mehram, han sido violadas y culpadas por acceder a la vía pública sin un guardián que vele por su protección. Los delitos de adulterio se penan con la muerte, y las lapidaciones están a la orden del día.
Con todo y con ello, las mujeres saudíes van mucho a la universidad (más que los hombres, de hecho) y cuentan con ciertos espacios de socialización privados donde las reglas religiosas y sociales son más laxas. Pero son refugios menores en comparación con su situación general. El 78% de las graduadas no trabaja al salir de las facultades, y sólo el 13% de los trabajadores saudíes son mujeres.
La comunidad LGBT no está reconocida y sufre una represión explícita.
¿Servirá la Supercopa de algo?
Lo más probable es que no. El régimen saudí es muy particular. Sus niveles de opresión y represión de las libertades individuales más básicas tiene pocas comparaciones a nivel internacional. No se trata de un régimen en progresivo estado de liberalización y transición democrática, sino de un bastión monárquico y absolutista.
¿Qué quiere decir esto? Que el régimen es poderoso y, hoy por hoy, no tiene incentivos (ni internos ni externos) para reformarse. Durante los dos últimos años ha tratado de diversificar su economía, potenciando el turismo, invirtiendo en sectores tecnológicos y abriendo Aramco, la empresa más rentable del mundo, a inversores internacionales. Pero es un interés económico que no tiene contrapartida cultural o política.
Su interés por la Supercopa de España debe entenderse así, al igual que su organización del Dakar o de eventos de wrestling. Su caso tampoco es excepcional. Son numerosos los regímenes autoritarios que han utilizado el deporte para lavar su imagen y legitimarse. Qatar ha organizado mundiales de atletismo, ciclismo y balonmano. Rusia, uno de fútbol. China, todo unos Juegos Olímpicos (y otros de invierno en 2022).
En ninguno de los casos la celebración de los eventos tuvieron implicaciones en las libertades de sus ciudadanos. China es hoy un país más autoritario de lo que era en 2008. Para Arabia Saudí, la Supercopa es propaganda, no un vector de cambio hacia las libertades y la democracia.