Pocas creaciones humanas tienen una presencia tan constante y rastreable a lo largo de la historia como el conflicto bélico. La guerra atraviesa de raíz el pasado de todas las civilizaciones. No hay era libre de enfrentamientos violentos, no ha habido disputa entre sociedades vecinas que no se haya podido resolver mediante la dialéctica armada, no hay nación victoriosa que no lo haya hecho sobre la derrota de las demás. Pese a que algunas naciones viven uno de los periodos más pacíficos de su larga historia, otras, aún hoy, siguen consumidas en un ciclo de violencia sin fin.
Dada la perseverancia de la guerra a lo largo de toda la historia humana, los conflictos han tenido un carácter de lo más disparatado. Cualquier causa ha sido buena. Desde un telegrama un tanto ambiguo sobre la coronación del rey de España, como sucedió en la guerra franco-prusiana de 1870, hasta un partido de fútbol, como sucediera en el conflicto que enfrentó a El Salvador y Honduras en 1969. La mitología habla de mujeres presas, como en Troya, y los hechos históricos relatan orejas desmembradas, como en la Guerra de Asiento, o de la Oreja de Jenkins, que enemistó a España y Reino Unido a mediados del siglo XVIII.
La duración de las mismas también ofrece ejemplos de lo más diversos. Del mismo modo que hay estados cuya existencia no ha sobrepasado los ocho segundos, algunas guerras no se han extendido más allá de un puñado de días. En 1967, Israel derrotó a una constelación de ejércitos árabes en menos de una semana. En 1991, Eslovenia logró su independencia tras un conflicto relativamente poco sangriento que no se extendió más allá del décimo día. Lo opuesto también es cierto: la Guerra de los Cien años superó los 116, y Europa vivió una guerra continuada entre inicios del siglo XVI y la Paz de Westfalia, casi 150 años.
¿Pero hasta dónde puede llegar el absurdo? Algunas de las grandes gestas en la materia registradas por el ser humano datan de la época colonial. El reparto del mundo a manos de un puñado de naciones europeas, a su vez controladas por una reducida élite económica y política, deparó escenarios de lo más surrealistas que tienen una fuerte influencia en los acontecimientos de hoy en día. Ya sea en la formulación de fronteras abiertamente inexplicables, como la que divide a Afganistán de Pakistán o la que bordea la Franja Caprivi de Namibia, o en la existencia de estados abigarrados y fuente de eternos conflictos étnicos.
La suculenta Zanzíbar del XIX
En materia bélica, el imperialismo y el colonialismo depararon escenas inéditas. Uno de los ejemplos más señeros enfrentó al Imperio Británico, por aquel entonces la entidad política más poderosa que la humanidad había concebido, con el Sultanato de Zanzíbar, un pequeño conjunto de islas enclavado en la Costa Índica de África cuya prosperidad dependía de la trata de esclavos y del comercio de especias entre Asia y el continente negro. Cuando la nación más grande del planeta decidió atacar a la más pequeña, los ingredientes depararon la guerra más corta y, quizá, absurda de todos los tiempos. Una que duró 38 minutos.
Para entender cómo la entidad política que controlaba el destino de media humanidad llegó a enemistarse con un diminuto conjunto de islas asentadas a la vera de la actual Kenya hay que remontarse algunos siglos en el tiempo.
Zanzíbar fue desde mediados del siglo XV una caramelo para las potencias coloniales. De bellísima naturaleza, su cercanía al litoral oriental africano y su posición privilegiada a las puertas del Índico la convirtieron en un nodo natural entre dos continentes y entre una de las rutas comerciales más provechosas de siempre, la de las especias. Las islas siempre habían sido objeto del interés de toda suerte de comerciantes a lo largo de la historia, muy en especial de los árabes. La civilización yemení introdujo el islamismo en el archipiélago, construyó mezquitas y fijó un punto de comercio que, desde su posición insular, penetraría al corazón del continente.
Cuando los portugueses arribaron al litoral índico africano a finales del siglo XV, comprendieron inmediatamente el potencial de Zanzíbar. Su dominio no se prolongaría más allá de dos siglos, y jamás sería demasiado intenso. A su partida, las islas quedarían primero bajo el control del Imperio Otomano y de forma más crucial bajo la soberanía de los sultanes de Omán. Serían estos los que elevarían a Zanzíbar a su cima comercial y cultural, desarrollando una exquisita arquitectura en las calles de Mji Mkongwe (Ciudad de Piedra en swahili, el idioma vernáculo de la población local) y aprovechándose del comercio oriental gracias a la extensa presencia de comerciantes hindúes y del sudeste asiático.
Bien entrado el siglo XIX, Zanzíbar se contaba entre uno de los pocos estados nítidamente independiente y ajeno al control Europeo, aunque aún fusionado con el Sultanato de Omán. La muerte de Said bin Sultan Al-Said provocó que su pequeño imperio fuera repartido entre sus hijos. En la práctica, Zanzíbar tomaría un camino distinto al de Omán, formando su propio sultanato y cimentando su economía en la trata de esclavos. Más de 50.000 personas provenientes del corazón de África pasaban por Zanzíbar año a año, punto de salida, y por tanto de creciente interés, para todos los compradores de esclavos del mundo.
Por aquel entonces, Europa se estaba repartiendo África. La Conferencia de Berlín, en 1885, trazó las líneas maestras del proyecto colonizador más ambicioso de toda la historia. Hasta entonces, la influencia europea se había extendido a lo largo de las costas, sin penetrar en demasía en el interior de un continente aún por entonces desconocido para el mundo occidental. El reparto de África generó innumerables conflictos de interés entre las ambiciosas naciones europeas. Cualquier resquicio de terreno era objeto de conquista o control indirecto. Tener más tierra, acceder a más recursos, implicaba más riqueza y poder. En un contexto de altísima volatilidad en Europa, cada centímetro de África contaba.
El conflicto más breve
Reino Unido era plenamente consciente de ello. A finales del siglo XIX las posesiones del Sultanato de Zanzíbar se adentraban en parte del litoral de las actuales Kenya y Tanzania. La nación insular controlaba una larga franja costera que incluía las grandes ciudades de Mombasa o Dar es Salaam, cruciales sosteniendo las rutas comerciales que conectaban los Grandes Lagos con el archipiélago. Aquellos caminos determinaban en gran medida el éxito económico de Zanzíbar: su próspera posición dependía del comercio de esclavos, y la mayoría provenían de regiones interiores de África. Aquel enclave marítimo, conocida como la costa swahili, o Zanj, tenía una importancia geoestratégica crucial.
Reino Unido y Alemania lo sabía. Pese al reparto acordado en Berlín, ambas naciones compitieron durante décadas por establecer su hegemonía en diversos puntos del continente. Desinteresadas en un conflicto a gran escala, accedieron a repartirse parte de los históricos territorios swahili, de los que Zanzibar, si bien con sus particularidades y nítidas influencias extranjeras, formaba parte. Reino Unido se quedaría con Kenya, ganando un acceso septentrional a los Grandes Lagos y añadiendo otra joya a su enorme imperio. Alemania tomaría la actual Tanzania, asegurando una posición destacada de cara al Índico.
Entre ambas despedazaron paso a paso los territorios controlados por Zanzíbar en Zanj. Reino Unido fue quien sacó más provecho: en 1890 creo un protectorado en los territorios aún controlados por el sultanato. La idea era muy simple y ya explorada en otros puntos de África: la élite dirigente de Zanzíbar, representada en el sultán Hamad bin Thuwaini, podría mantener su poder local siempre y cuando aceptaran la preeminencia y la influencia británica tanto en la esfera cultural como en la política. Reino Unido amparó sus avances en la abolición del comercio esclavista, tan rentable para Zanzíbar, y al que había decidido combatir por interés estratégico desde finales del siglo pasado.
Hamad bin Thuwaini accedió. Pero como quiera que ningún hombre vive para siempre, la crisis que acabaría con la autonomía de Zanzíbar se desató a su muerte, en 1896. Como ya sucediera décadas atrás, cuando la muerte de otro sultán rompería los vínculos entre el archipiélago y Omán, las luchas intestinas por acceder a su herencia provocarían un escenario nuevo, radical y subversivo. Khalid bin Barghash, hijo mayor de Thuwaini, accedió al poder. Lo hizo en abierta rebeldía, desafiando la convención firmada entre Zanzíbar y el Imperio Británico en 1886 y que establecía una sanción práctica de los segundos a cualquier gobernante local. Ningún sultán de Zanzíbar podía considerarse como tal sin el permiso de Reino Unido.
Khalid bin Barghash pagaría su desafío caro.
Dos días duraría su breve reinado. Cuando Reino Unido descubrió que había tomado el poder, acudió a la cláusula de 1886 y consideró su afrenta un evidente casus belli. Barghash optó por acantonarse en el palacio real y esperar los acontecimiento. Reino Unido, entonces, optó por escalar el conflicto: movilizó a más de mil soldados imperiales y rodeó las islas con tres cruceros y dos barcos de combates, elementos por sí mismo suficientes para desarbolar cualquier defensa local. Las operaciones militares serían tan breves como el reinado del pobre sultán. En 38 minutos, el destacamento británico, sólidamente sostenido sobre su abrumadora superioridad naval, tomaría la capital y depondría al rebelde.
Barghash huiría hacia territorio germano, pero sería apresado más tarde por las autoridades británicas. Reino Unido, tras el esfuerzo bélico más irrisorio de su historia, colocó a Sayyid Hamoud bin Mohammed Al-Said en el poder. Al-Said ya contaba con el apoyo del cónsul británico en la isla y aseguraría el trono durante el resto de su vida (apenas seis años). En ese periodo de tiempo se plegaría a los intereses del Reino Unido y aboliría la esclavitud, relegando a Zanzíbar a la condición colonial hasta su posterior independencia, ya atada al destino de Tanzania, seis décadas más tarde.
En el camino, Zanzíbar pasó de ser uno de los puntos comerciales más esplendorosos de África a una región pobre reconocida en todo el mundo por dos cosas: su atractivo turístico y Freddy Mercury, nacido allí en 1946, aún bajo control directo del Imperio Británico. En la memoria, no obstante, quedará su rara obstinación, y un hecho de dudoso honor: haber combatido y perdido la guerra más breve de la historia. Una mosca aniquilada a cañonazos.