Hoy hace 30 años que se publicó la primera tira de Calvin y Hobbes. Y dentro de un mes y medio, el 31 de diciembre, habrán pasado 20 años desde que apareció la última viñeta. Y Calvin y Hobbes siguen ahí. En los cómics y en ningún sitio más, aparte de Internet.
Nunca sufrieron el síndrome Snoopy/Garfield, en el que las imágenes de los personajes son más conocidas que las tiras -demonios, la mascota de una tira tan existencialista como Peanuts era cosa de niñas pijas en mi infancia-. Nunca, por decisión del propio autor, se convirtieron en una montaña de merchandising o dibujos animados. Nunca han sido otra cosa que las aventuras de un niño y su tigre, o las dos caras de la mente humana. Y todavía no conozco a nadie en mi generación de cínicos que no las haya disfrutado. ¿No es ésa la definición de una obra perfecta?
"¡Vamos a explorarlo!"
Leí la última tira de Calvin y Hobbes en Londres, en verano. Aproveché mi primer sueldo allí para comprarme todos los recopilatorios que pude (y la mitad de los libros de Terry Pratchett. 2015 me tiene hendido de nostalgias). La releo cada año cuando corresponde: en Nochevieja, para recordar qué quiero hacer a partir de Año Nuevo.
Mientras a mi alrededor mi familia hace planes o -peor- promesas, se exigen el nuevo año antes de que empiece, Calvin y Hobbes me da algo más simple y accesible, en las antípodas del coaching, del optimismo impostado, de los mensajes navideños que rozan lo orwelliano: "¡Es como tener una hoja enorme de papel en blanco para dibujar!"; "¡Un día lleno de posibilidades!".
Y así, cada uno de mis años desde entonces ha acabado de la misma manera. Con la única intención de dejarme caer en el que viene y ver qué hay en ese mundo.
En todas partes hay tesoros
"Los artistas que quieren ser tomados en serio como artistas mientras utilizan a los protagonistas de sus tiras para vender calzoncillos se están engañando a sí mismos"
Watterson tenía 37 años cuando dibujó la última tira. En esa década, había hecho lo posible para que Calvin y Hobbes no se desvirtuase. Amenazó con dimitir a mitad de camino si su editor (su "syndicate") empezaba a sacar tazas y camisetas. Peleó todo lo posible para que el formato de la tira dominical se adaptase a lo que quería contar, pese a que en la práctica significaba que perdería espacio, visibilidad o incluso cabeceras. Hablamos de años en los que no podías coger un webcomic y convertirlo en un producto de éxito.
Como lector, ni me importaba ni me enteré hasta que no apareció el "último" recopilatorio, en el que Watterson selecciona y explica sus tiras favoritas, sus batallas para no licenciar el contenido, sus temporadas sabáticas y, poco a poco, algo que sí había aprendido leyéndole: que Calvin y Hobbes hablan de la imaginación como motor de todo; de que la vida está muy bien casi siempre, y que la muerte es bastante absurda. Nada nuevo, lo sé. Ni ahora ni antes. Pero lo importante que hace la tira es recordarnos tantas cosas que damos por supuestas hasta el punto de que las hemos olvidado o asimilado.
Que es normal sentir miedo y alegría de un momento para otro, y viceversa. Que claro que hablas un lenguaje privado con la gente más cercana y eso es tan maravilloso como insignificante. Que no tienes el poder para cambiar lo que te rodea, ni realmente hay necesidad de ello. Que la vida son momentos y secuencias y no todo tiene que ser trascendente. Puedes simplemente bailar. Eso tal vez es lo segundo más importante que me han enseñado Calvin y Hobbes.
Cada cosa a su tiempo
Aunque es posible que la de arriba sea mi tira favorita de todo Calvin y Hobbes, desde el punto de vista de ambos. Como Calvin, quiero tenerlo todo, ya, ahora, de manera irracional e incorfomista.
Calvin: Si pudieses tener cualquier cosa del mundo ahora mismo, ¿qué pedirías?
Hobbes: Hmm...
Calvin: ¡Cualquiera! ¡Lo que quieras!
Hobbes: Un sandwich.
Calvin: ¡Un sandwich! ¡¿Que tipo de deseo estúpido es ése?!
Calvin: ¡Menudo fracaso de la imaginación! ¡Yo pediría un trillón de billones de dólares, mi propia lanzadera espacial y un continente privado!
Hobbes: Conseguí lo que quería.
Como Hobbes, hace mucho que aprendí a amar las cosas pequeñas. No necesito decantarme por ninguno de los dos. Ni por los padres de Calvin, ni por Susie Derkins. Ni por Rosalyn la canguro. Todos los personajes son adorables en alguno u otro momento. Y todos tienen algo que me resulta afín.
Quizás, por el propio lenguaje del cómic, que se obliga a ser dinámico y reinventarse cada vez dentro de una estructura cerrada, y su propio contenido, lo más importante que me he llevado de Calvin y Hobbes es que no hay nada peor que aburrirse. Supongo que cada uno sacará su propio mensaje de la obra de Watterson, pero el mío es ése. Todo es inevitable y transitorio: cada estación da paso a la siguiente, los muñecos de nieve se derriten, los veranos se acaban, a todos nos pasan más o menos las mismas cosas por la cabeza, queramos o no.
Nos quejamos de cosas insignificantes o importantes. Nos divertimos con las ocurrencias más ridículas. Pero aburrirse sólo depende de uno mismo. Y, al fin y al cabo, también termina pasándose.