Lo primero que te pasa por la cabeza al viajar a una de las grandes urbes de Estados Unidos es que, para tu sorpresa, todo lo que habías visto en la televisión no era un plató o una hipérbole de lo que realmente allí se encuentra, es que es tal cual lo habías imaginado. Los cochazos que ves pasear por Los Angeles, el agobiante ajetreo de Nueva York, la libertad que se respira en San Francisco.
Hay tantos ejemplos como ciudades admite tu memoria, pero lejos de quedarse en el lado aparentemente bueno de cada situación, también se traslada al más oscuro. A Detroit llegaba con una idea más o menos clara de lo que me iba a encontrar, de esa decadencia que mostraban las fotografías sobre sus edificios abandonados y el respeto que moldeaban sus estampas con bandas colocadas en esquinas de calles desiertas. Para mi sorpresa, la realidad superó a la ficción aún más que en otras ciudades.
Un domingo cualquiera en Detroit
A Detroit llego la noche de un sábado, y entre la oscuridad, el cansancio y la conversación que llevo con el taxista que me acerca al hotel, ni siquiera me da tiempo a pararme a mirar por la ventana qué es lo que me rodea. Ya en la cama, todo es más calmado y aburrido desde la ventana de un hotel que está alejado del downtown, lo que los anglosajones entienden como el centro de la ciudad o su distrito financiero, así que a eso tampoco le doy mucha importancia.
El día siguiente la realidad es como un derechazo del tamaño de El Puño, el monumento a Joe Louis que le regaló la revista Sports Illustrated a la ciudad para conmemorar su victoria contra el púgil Max Schmeling, uno de los símbolos del nazismo y la lucha propagandística por la superioridad de la raza aria.
Es uno de los primeros emblemas de la ciudad que visito y, acostumbrado a lo que suele ser un domingo por la mañana en cualquier ciudad de mi país, plagada de turistas haciéndose fotos y locales que pasean a comerse una paella o encargar un pollo a l’ast, encontrarme la zona completamente desierta me parece increíble.
Podría ser posible de estar en una zona no demasiado concurrida, una de esas estatuas que se encuentran apartadas del bullicio de cualquier ciudad, pero el monumento está colocado en la avenida principal de Detroit, rodeado de imponentes edificios y con el río que da nombre a la ciudad como telón de fondo. A su lado, el que probablemente sea el símbolo más importante de la urbe norteamericana, The Spirit of Detroit.
Para intentar buscar paralelismos pensad en la Estatua de Espartero en Madrid o la del Gato de Botero en Barcelona, por buscar ejemplos no especialmente imponentes pero lo suficientemente grandes y vistosos para que alguien quiera pararse a hacer una fotografía a casi cualquier hora de un fin de semana.
¿Allí? Absolutamente nadie. Con algún transeúnte que parece más despistado que habitual de la zona y el ruido de apenas una decena de coches repartidos en un par de minutos. La ciudad de los coches con el tráfico de un puerto de montaña en el momento de mayor auge que puede provocar una tímida avalancha de domingueros.
Detroit: parque de atracciones zombi
La historia detrás de ese desolador panorama es algo que ya hemos visto en decenas de ocasiones, ya sea a través de reportajes fotográficos más propios de Chernóbil que de la ciudad que en su día estuvo a la altura de Nueva York en importancia, en películas como la oscarizada 8 Millas (sí, a mejor canción), o con el enésimo artículo que relata cómo la cuna del automovilismo estadounidense acabó convirtiéndose en una ciudad fantasma.
Volver sobre esos pasos es relativamente simple. Allá por la década de los 60, en medio de viajes a la Luna, guerras en el sudeste asiático y asesinatos de presidentes norteamericanos, las tres principales firmas de la industria de Detroit (Ford, Chrysler y General Motors) deciden irse al sur del país en busca de mano de obra más barata y sindicatos menos exigentes.
El desempleo se dispara, el éxodo de habitantes también y, para acabar de rematar la faena, la crisis de 2008 y la encarcelación por corrupción de su alcalde, Kwame Kilpatrick, sume a la ciudad en un pozo del que sólo puede remontar declarándose en bancarrota. Todo para intentar dejar atrás una deuda de 18.500 millones de dólares.
¿Qué pinta tiene una ciudad declarada en bancarrota? Desoladora. Sin tiendas a las que acudir, sin comercios locales que inviten a pasear o parques en los que ver a los críos jugar, el artículo que leo sobre la propuesta de convertir parte de los suburbios en un parque de atracciones de temática zombi deja de ser un chiste con gracia.
Apenas un puñado de restaurantes de comida rápida, y una zona adornada con arena y sillas de colores para que los más pequeños puedan jugar como si estuviesen en la playa mientras sus padres toman algo, consigue insuflar algo de vida a la estampa. La promesa de un centro comercial gigante en una construcción aún en pañales, invita a pensar que volver dentro de 20 años a Detroit tal vez sea una buena idea, pero a día de hoy no es especialmente recomendable.
Será entonces cuando ese centro neurálgico, ahora hogar de compañías como Microsoft, habrá conseguido (o no) explotar la intención de la ciudad de convertirse en un nuevo Silicon Valley. De aprovechar la oportunidad de empezar de cero. De utilizar una decena de edificios de oficinas vacíos a precio de saldo como reclamo para pasar de ser cuna del automovilismo a incubadora de tecnología. Precisamente el futuro utópico del que parte David Cage para su videojuego 'Detroit: Become Human'.
El pasado y presente de Detroit en gráficos
Índice de población
Precios viviendas
Precios viviendas por distrito
¿Hay esperanza para Detroit?
Si hay una cosa envidiable de Detroit es el empaque de su gente. Así nos lo demuestra el guía que nos lleva por algunos de los puntos más emblemáticos de la ciudad, detroitino de pura cepa que sigue enorgullecido de una ciudad que no recomendarías para pasar tus vacaciones. A medio camino entre lo cómico y lo deprimente resulta ser de esas personas que se golpea el pecho con cualquier dato que pueda dejar a la ciudad en mejor lugar de lo que muestra a simple vista.
"Aquí hizo Martin Luther King el primer discurso de I have a dream antes de que se hiciese famoso en Washington”, “Detroit se quemó entera mucho antes que Chicago, antes de que quedar reducidos a cenizas fuese mainstream”, “este edificio lo construyó Yamasaki antes de hacer las Torres Gemelas”, “aquí están los solares que impulsaron la agricultura urbana antes de que los hipsters la llevasen hasta las terrazas neoyorkinas".
El orgullo les lleva a contar como victoria que Detroit no crece, pero al menos no cae al ritmo en que lo hacía años atrás.
Parte de ese agradecimiento lo atribuyen a Dan Gilbert, multimillonario a la cabeza de la entidad de préstamos Quicken Loans y franquicias deportivas como los Cleveland Cavaliers.
Como principal apoyo a ese crecimiento del downtown de la ciudad, Gilbert trasladó su negocio al centro de Detroit, consiguiendo que el número de trabajadores de la zona empezase a crecer.
Hay un doble rasero, claro, y es que eso supone ayudar en la reconstrucción de la ciudad, pero también adquirir propiedades a precios de risa.
No todos en Detroit ven ese movimiento con buenos ojos, asegurando que el crecimiento de la ciudad no responde a familias que salen adelante, sino a blancos acomodados ampliando su negocio y carteras. Eso frente a una comunidad afroamericana que supone casi el 80% de la población de una ciudad en la que casi el 40% vive bajo el umbral de la pobreza.
Tengamos presente que la situación de Detroit ha llevado a subastar propiedades y edificios enteros por menos de lo que cuesta un coche. Algo que en su día, en plena crisis, se hacía por precios simbólicos que no superaban el dólar.
De poco importa que los edificios se compren y renueven si el flujo de población no crece o se concentra en una misma zona, de ahí que gran parte de los edificios abandonados acaben demolidos y se invite a las gentes de los suburbios a acercarse a la única zona de la ciudad que empieza a arrojar un poco de esperanza.
Entre anécdota y anécdota, el guía repite una vez tras otra que este edificio está remodelándose y este otro se acaba de convertir en un hotel o bloque de apartamentos después de pasar años con una fachada plagada de ventanas rotas. Las intenciones, buenas o no, están ahí, anunciándose nuevos proyectos continuamente y recibiendo donaciones como la de 150 millones de dólares que promete la firma de inversión JPMorgan Chase, todo con la intención de devolver a la ciudad al menos un ápice de lo que en su día fue.
Con las grandes firmas comerciales aún sin ver clara la necesidad de colocar en el downtown un Zara, un Walmart o cualquier otra cadena que te venga a la cabeza, son los comercios pequeños los que quieren inspirar ese positivismo.
A base de locales modernos e iniciativas que activen a la comunidad, desde la bancarrota de 2013 se han abierto ya casi 150 nuevas empresas, el número de trabajadores del downtown ha crecido hasta los 50.000 y más de 1.500 nuevos residentes se han acercado a la zona, pretendiendo con ello dejar atrás esa atracción por las ruinas que inevitablemente mostramos los turistas que pasamos por allí.