En 1967 Disney ya se había convertido en una de las empresas más poderosas del entretenimiento estadounidense. Bajo su firma se habían lanzado títulos de éxito tan resonante como Blancanieves (1937), Pinocho (1940), La dama y el vagabundo (1955), Alicia en el país de las maravillas (1951) o El Libro de la Selva (1967), de aquel mismo año y aupado a la categoría de clásico instantáneo de forma inmediata. Pese al ruido, pese al carácter histórico de sus películas, aquellos no habían sido sino meros experimentos.
Disney tan sólo estaba empezando a probar la viabilidad de un modelo de negocio que, por entonces, nadie había explotado.
Un ejemplo de sus planes a largo plazo se puede observar en este diagrama elaborado en 1967. En él se puede observar cómo la compañía del ratón ya planteaba a finales de aquella década, hace más de medio siglo, una estructura de negocio basada en las sinergias de sus propios productos culturales. Para hacernos una idea, Disney concebía cada película del mismo modo que las agencias de publicidad conciben a las marcas. Alrededor de cada película se debía construir un universo multidisciplinar que abarcaba desde el merchandising por un lado hasta la explotación de la música original por otro.
Cada producto lanzado debía retroalimentar el entramado cultural y comercial de la compañía, en un círculo virtuoso que sus dirigentes contemporáneos han llevado al paroxismo.
Resulta significativo que tan rentable idea no surgiera de las cabezas de los fundadores de Disney, sino de Kay Kamen, un publicista que entregó a la empresa la idea de transformar a sus personajes más icónicos en productos monetizables. No se trataba de la invención de la rueda, sino de imitar las estrategias de márketing ya empleadas por los estudios del Hollywood dorado. Aquellos se valieron de su star system para llamar la atención de la audiencia, llenar las salas y ganar más dinero. Disney recuriría a su sistema de concesión de licencias, la gallina de los huevos de oro.
La ascendencia de Kamen en Disney se remonta a varias décadas atrás, mucho antes de la elaboración del diagrama del que hablamos hoy. Fue en 1933 cuando Disney comercializó su primer producto de merchandising, un reloj de Mickey Mouse que colocó en los hogares estadounidenses más de 900.000 unidades, cifra verdaderamente estratosférica en un país y una época marcada por la Gran Depresión. Kamen llevaba por entonces un año al servicio de Disney, el tiempo suficiente como para refrendar el potencial de su modelo de negocio.
El reloj marcó el punto de partida para el Disney-negocio que conocemos hoy en día, si bien de forma aún preliminar. La empresa concedería cada año licencias de explotación para introducir la imagen de Mickey Mouse en productos de toda condición, desde libros hasta alimentación, pasando por peluches o piezas musicales. Aquellas compusieron el rentable catálogo de merchandising de la compañía. Su éxito comercial abrió paso a la diversificación comercial de los nuevos personajes, en especial tras el estreno de Blancanieves y los siete enanitos.
Un éxito avalado por los números actuales
El mapa al que hacíamos referencia al principio del texto no hace más que reflejar la dinámica de sistemas que Disney ya seguía en 1967, tres décadas después de la implantación de las licencias de explotación. Así, en los diferentes sectores del diagrama puede observarse cómo cada una de las remas que salen del modelo de negocio central (la producción de películas), se ven multiplicadas para dar forma a otras vías de rendimiento.
Treinta años después, no obstante, Disney se había fijado retos más ambiciosos, lo que hacía pertinente un esquema como el plasmado en aquel pergamino. Se trataba de un salto cualitativo y cuantitativo. El imaginario construido en los largometrajes y cortos de animación servía ya en aquel entonces para alimentar el contenido y los servicios ofrecidos por los parques temáticos de la compañía (París y Orlando), producir adaptaciones televisivas y musicales y, por supuesto, alimentar el sector en auge del merchandaising de las súper estrellas Disney.
Son los parques temáticos precisamente la joya de la corona, el sector de Disney que hoy reporta más beneficios a la compañía. Durante los últimos años y antes de que la epidemia cortara de raíz el flujo de visitas, sus estaban incrementando sus ganancias al ritmo del 10% anual. Disneyland y Disney World, además, se han convertido en un destino objeto de deseo de los treintañeros, abundando en el ciclo de la nostalgia y del consumo de circuito cerrado que imaginó Kamen hace casi un siglo.
En cualquier caso, es la concesión de licencias el auténtico punto de inflexión en el dominio total de Disney dentro de la industria del entretenimiento. Su adquisición de franquicias como Marvel o Star Wars, además de la absorción de estudios antaño telúricos como 20th Century Fox, ha expandido su poder dentro de un mercado ya parcialmente ocupado por sus diferentes compras. El acceso a cada franquicia le ha permitido explotar sus rentabilísimas licencias, colmando de satisfacción a los autores de aquel diagrama tan premonitorio de 1967.
¿Hasta dónde puede llegar? Hasta el infinito y más allá, naturalmente. Su salto al streaming de la mano de Disney+, con el sinfín de contenidos exclusivos y masivamente consumidos por una audiencia internacional, no es sino el colmo del circuito cerrado ideado por la compañía en su momento.
Imagen: Disney