La magia de la mirada y la sonrisa de la Mona Lisa es mérito de Da Vinci.
Su fama estratosférica se la debe el lienzo sin embargo a Vincenzo Peruggia, un exempleado lombardo del Louvre que el 21 de agosto de 1911 protagonizó uno de los robos más celebérrimos y chuscos de la historia del arte, digno de un guion de Berlanga y a la altura casi del que sufrió la Catedral de Santiago hacia 2011, cuando el deán se dio cuenta de que alguien —más tarde se sabría que el electricista, un ñapas— se había llevado a hurtadillas el Códice Calixtinus, un manuscrito iluminado medieval que según algunos expertos podría alcanzar perfectamente los 100 millones de euros si se sacase a subasta.
Antes de Vincenzo Peruggia la Mona Lisa era ya una obra maestra, pero no protagonizaba best sellers, ni taquilleros thrillers de Hollywood, ni camisetas de multinacionales textiles como Zara, ni un amplio repertorio musical que va de la discografía de Nino Bravo o Julio Iglesias —ambos cantaron a la "lady with the mistic smile"— a Britney Spears, pasando por Will.i.am y Arianna. Si La Gioconda es hoy en gran parte una industria enmarcada, se lo debe sin duda al pillaje de Peruggia.
El lombardo llegó al Louvre a primerísima hora del 21 de agosto de 1911 disfrazado con un mono de trabajo holgado y una valija bajo el brazo. Su propósito: llevarse un lienzo para venderlo al mejor postor. Peruggia, un inmigrante italiano a punto de cumplir los 30 y que poco antes había ayudado a instalar la placa de vidrio que protege la Mona Lisa, era ambicioso, pero distaba mucho de ser un experto en arte renacentista europeo o un sofisticado ladrón de guante blanco.
Algunos autores, como Simon Kuper, aseguran que si Peruggia se decantó por La Gioconda y no por cualquier otro de los miles de cuadros del Louvre fue por su reducido tamaño (53cm x 77cm), fácil de ocultar bajo su blusón. Quizás para sacudirse su mala imagen de ratero sin estrella, más tarde el lombardo aseguraría que sus motivaciones eran patrióticas. Si Da Vinci había sido italiano e italiana era la modelo, en Italia debía descansar también aquella obra maestra. Sus argumentos flaqueaban un poco. Francia no "robó" el lienzo, como argumentaba Peruggia. Si se expone en tierras galas es porque el monarca Francisco I, último protector de Leonardo, lo compró por una considerable suma de 12.000 francos.
Tras el robo, el Louvre estuvo cerrado siete días. Tiempo durante el que sus responsables se devanaron los sesos —sin demasiado éxito, dicho sea de paso— en busca de respuestas. A los diarios de la época les encantó la historia del hurto y la inflaron como un balón Nivea de playa. Se llegó a acusar del crimen al mismísimo Pablo Picasso y al poeta Guillaume Apollinaire, quien poco antes había apoyado de forma pública la propuesta del literato Filippo Tommaso Marinetti, padre del movimiento futurista y fascista confeso, de quemar los museos para regenerar el arte.
De garabatear un manifiesto a robar un cuadro que hoy los expertos valoran en varios cientos de millones de euros va un trecho, sin embargo, y ambos artistas quedaron libres de toda sospecha.
No fue el único efecto del robo de Vincenzo. Ironías del destino, el hurto generó tanta expectación que el Louvre empezó a recibir multitudes que querían contemplar el hueco vacío que había dejado La Gioconda. Inexplicable, pero cierto: su sombra en la pared causó sensación.
El caso se convirtió en asunto de Estado y de la noche a la mañana los diarios se lanzaron a publicar artículos en los que se especulaba sobre la identidad de aquella misteriosa donna de sonrisa esquiva retratada por Leonardo, las circunstancias en las que recibió el encargo, cómo le dio forma... Material había de sobra. Gracias a los últimos exámenes científicos, hoy sabemos que Da Vinci empezó a pintar su obra en 1503 y seguiría retocándola hasta el final de sus días, poco antes de su muerte, en 1519, en aquellas tierras galas que exacerbarían en 1911 el patriotismo de Peruggia.
Afirmar que todo el halo de misticismo que emana de La Gioconda enraíza en el robo de 1911 resulta injusto, sin embargo. Desde hace años el mito crece con motor propio a medida que conocemos más detalles sobre el cuadro. Una de las últimas investigaciones está vinculada con uno de los grandes misterios de la Mona Lisa. La pregunta puede parecer estúpida, pero tiene chicha y en torno a ella han corrido ríos de tinta: Lisa Gherardini, la dama florentina a la que Da Vinci retrató por encargo de su marido, Francesco del Giocondo, hubo una sola; pero cuadros aparentemente inspirados en ella se conocen unos cuantos. La pregunta que suscita es: ¿Quién los pintó? ¿Y cuándo?
Son las otras Giocondas.
La Mona Lisa de Isleworth
El gran misterio de la bautizada como Mona Lisa de Isleworth, bautizada así por el barrio londinense en el que fue encontrada a principios del siglo XX, es su fecha de elaboración. Los investigadores han certificado que el lienzo se tejió entre 1410 y 1455, medio siglo antes de que Da Vinci, que a mediados del XV tenía solo tres años, diese las primeras pinceladas a La Gioconda del Louvre. El dato da pie a todo un mundo de preguntas que azuzan la imaginación... ¿Se trata de un retrato previo realizado por Leonardo sobre la misma modelo, como sostienen sus dueños? ¿Es una copia del cuadro de 1503? Y si es así, ¿quién, cuándo y por qué la pintó? Muchas incógnitas; muy pocas respuestas.
Hace años la Fundación Mona Lisa empezó en Singapur una gira internacional para exhibir el enigmático cuadro de Isleworth pese a los reparos de voces autorizadas que sostienen que el retrato no es obra de Da Vinci. Aunque el parecido entre ambas obras es innegable, presentan ligeras diferencias. Algunas visibles, como la edad de las modelos —la de Isleworth aparenta ser bastante más joven— o el tamaño de los cuadros. Otras requieren de un ojo experto. Por ejemplo, la pieza del Louvre está pintada sobre madera de álamo y la de autoría desconocida se trazó en lienzo.
Otras teorías apuntan a que se trataría de una versión previa del cuadro parisino. Así se presentaba en 2012 en Ginebra. "Lo hemos investigado desde todos los ángulos pertinentes y toda la información recogida apunta a que es una versión anterior de La Gioconda del Louvre", explicaba entonces Stanley Feldman, de la Fundación Mona Lisa. No todos los expertos comparten su rotundidad. Martin Kemp, profesor de la Universidad de Oxford, aportaba entonces una visión bastante distinta del lienzo de Isleworth. En su opinión se trata de una copia, realizada por un artista anónimo, del cuadro original al que en 1911 le echó el guante Peruggia.
Por no estar claro, ni siquiera lo está la propiedad del cuadro. Se sabe que llegó a Inglaterra a finales del siglo XVIII y que en 1913 el coleccionista Hugh Blaker se lo compró a una familia aristocrática inglesa y lo guardó en Isleworth. Poco después y para protegerlo durante la Primera Guerra Mundial lo trasladó a EEUU. Pasado más de medio siglo, en 1975, termina depositado en un banco de Suiza en manos de Henry Pulitzer, quien tras su muerte se lo dejó en herencia a su compañera, Elizabeth Meyer. Desde 2008 el retrato pertenece a un consorcio internacional.
La historia se complica porque, supuestamente, antes de fallecer, Pulitzer habría vendido el 25% de la propiedad a un fabricante de porcelana portugués llamado Leland Gilbert. Sus herederos reclaman ahora su parte del retrato.
La disputa no es baladí. Ni tampoco una cuestión artística. Medio siglo después de fallecer, Leonardo sigue generando millones de euros. Y sus obras, muy especialmente La Giconda, también. Aunque su autoría esté envuelta en brumas y cuente con los reparos de eminencias como Martin Kemp. En 2017 otra obra con una atribución polémica al vinciano, Salvator Mundi, se subastó en Christie´s por una cifra récord que supera los 400 millones de euros.
La obra de Isleworth no es sin embargo la única "hermana" de La Gioconda del Louvre.
La Mona Lisa "española "del Prado
La teoría más extendida es que la conocida como Mona Lisa del Prado se pintó a la par que la del Louvre en el taller de Leonardo. Aunque el maestro tal vez participó durante su creación con alguna pincelada puntual, el trazado vacilante del dibujo y la ausencia del sfumato lleva a los expertos a considerar que su autor fue uno de los pupilos de Da Vinci. Entre 2011 y 2012 el cuadro fue sometido a una restauración que apunta en esa dirección: bajo las capas de polvo, suciedad y pintura, los técnicos descubrieron que el fondo lo compone un paisaje idéntico al del cuadro del Louvre.
Idéntico y pintado a la par, además.
"Hasta fechas recientes esta pintura era considerada como una más de las muchas versiones de la Mona Lisa, del que se diferenciaba ante todo por el fondo negro, la menor calidad del dibujo y la ausencia del característico sfumato. El estudio técnico y la restauración han revelado que se trata de la copia de la Gioconda más temprana conocida hasta el momento y uno de los testimonios más significativos de los procedimientos del taller de Leonardo”, detalla el Prado en su web. El examen clave fue el realizado por reflectografía infrarroja y radiografías, que mostró que la pintura añadida en 1750 ocultaba el paisaje.
"Las dimensiones de ambas figuras son idénticas y fueron quizá calcadas partiendo del mismo cartón. La prueba más evidente de que las dos obras fueron realizadas al mismo tiempo es que cada una de las correcciones del dibujo subyacente original se repite en la versión del Prado", abunda la institución, y concluye: "Todos estos elementos apuntan a un miembro del taller de Leonardo, próximo a Salai o a Francesco Melzi". Menos claro está cómo llegó la obra a España. En los catálogos oficiales figura desde 1666 y durante 200 años descansó en los fondos del Prado procedentes de la Colección Real.
"No negamos ni reconocemos que está la mano de Leonardo, aunque si salió de su taller podría haber intervenido", comentaba en julio la restauradora Almudena Sánchez a La Vanguardia. Los detalles del cuadro, así como las fechas y localización del taller permiten pensar además que fue el lienzo del Prado y no el del Louvre el que describió el artista Giorgio Vasari —uno de los principales biógrafos de Da Vinci, figura clave para aproximarse al periplo vital del maestro toscano— en su obra Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos.
La célebre monografía data de 1550 y por aquel entonces el cuadro de Leonardo estaría ya en Francia, donde había falleció en 1519.
La Mona Lisa del Prado atrajo en 2010 la atención de Vicent Delieuvib, conservador de pintura italiana del Louvre, quien la solicitó a la institución madrileña para incorporarla a la exposición Santa Ana, la última obra maestra de Leonardo Da Vinci. Su petición puso en marcha los resortes que han permitido conocer más detalles sobre el lienzo. Delieuvin mostró una agudeza proverbial. A pesar de que en los almacenes del Louvre descansan un centenar de copias de la Gioconda, el retrato de Madrid atrajo su atención. "Me parecía muy extraña porque no copia nuestra pintura en su estado final. Es una versión que muestra un estado intermedio de la composición".
La Mona Lisa, según Rafael
La maestría de la Mona Lisa fascinó a legos y expertos desde pronto. Entre quienes se quedaron cautivados por su sonrisa esquiva, su mirada serena y el paisaje brumoso destaca Rafael Sanzio, contemporáneo de Da Vinci aunque bastante más joven que él: nació cuando el maestro toscano peinaba ya las canas de 30 primaveras.
Hacia 1504 —con La Gioconda en elaboración— Rafael pudo contemplar el cuadro, que copió en su cuaderno. El esbozo le habría servido de base para su retrato de Maddalena Doni, fechado varios años después. Su lienzo lleva su innegable sello, pero el formato es muy similar al de La Gioconda: la postura de la cabeza, el busto ladeado o la posición de ambas manos. Lejos de la profunda animadversión que Miguel Ángel sentía por Leonardo, parece que Rafael sentía, cuanto menos, cierto respeto por el maestro de Vinci. En su célebre retrato de los sabios de Atenas se inspiró en el toscano para encarnar una de las figuras protagonistas: el filósofo Platon.
Rafael no fue la única figura histórica en dejar constancia pública de su admiración por La Gioconda. Se cuenta que en 1808 se encaprichó con la tabla el mismísimo Napoleón Bonaparte, quien decidió que la creación del maestro toscano decoraría su dormitorio. Décadas más tarde el pintor francés Jean Batpiste Camille Corot le rendía también un más que evidente tributo en su lienzo Mujer con perla, fechado en 1868.
Entre los creadores que han versionado la Mona Lisa se cuentan Andy Warhol. Unos y otros se han sentido fascinados por un lienzo sobre el que poco a poco se va tejiendo —cuanto más se sabe de él, sus circunstancias y periplo— una madeja cada vez más fascinante y cautivadora. No es para menos. A su maestría se suma una trayectoria digna del más intrépido aventurero del siglo XIX: de presidir el cabecero de Napoleón a salvarse de la rapiña nazi gracias a Jacques Jaujard o reflotar tras el robo de Peruggia en 1911.
Su historia continúa.
Y la de sus "hermanas".