A lo largo de los meses de pandemia hemos aprendido muchas cosas. A menudo, por el camino largo y difícil. Hemos entendido el papel de las mascarillas, de la distancia social e, incluso, de la ventilación y los aires acondicionados. Sin embargo, en las semanas, a medida que se acumulan estudios e investigaciones, aparecen nuevas estrategias que podrían tener un papel importante en la modulación de la pandemia.
La última es el silencio. “La verdad es que si todo el mundo dejara de hablar durante un mes o dos, la pandemia probablemente desaparecería”, ha llegado a decir José L. Jiménez, profesor de la Universidad de Colorado en Boulder.
"Dejara de hablar" o, en el peor de los casos, hablara más bajo. Conforme vamos entendiendo mejor las dinámicas de dispersión del virus a través del aire y la famosa "distancia de seguridad" va convirtiéndose progresivamente en algo mucho más complejo de lo que parecía, los investigadores empiezan a darse cuenta de que cuando hablamos de 'conductas de riesgo' estamos hablando de cosas como gritar más de la cuenta.
Una pandemia a voces
En realidad, la idea de que la velocidad y la fuerza con la que expulsamos aire está relacionada con una mayor expansión del virus es una consecuencia lógica de lo que sabemos desde el principio: que el virus se transmite especialmente a través de pequeñas gotas de flujo (o en aerosoles) que salen de nuestra boca cuando estornudamos, tosemos, hablamos o gritamos.
Sin embargo, por muy de "sentido común" que sea la idea, es difícil aterrizar esa idea de cómo influye realmente el tono de la voz o cuantificar el efecto práctico de estar en silencio como medida de precaución. No cabe duda de que, como ocurre con el resto de medidas que estamos poniendo en marcha, ese efecto debe existir.
En los últimos días, se ha hablado de proporciones de 1 a 5 entre el riesgo de hablar pausadamente y gritar. E incluso de 1 a 50 en el caso permanecer en silencio. "Hablar en voz baja reduce el riesgo de transmisión viral en un grado comparable a usar una máscara correctamente", decían en The Atlantic. No obstante, se tratan de estimaciones generales basadas, en cierta forma, en modelos teóricos (y experimentales) de dispersión que no tienen una constatación empírica en situaciones reales.
Es decir, tiene poco sentido tomarlas al pie de la letra, pero sí es razonable tomarlo como un indicador aceptable de la evidencia epidemiológica que se está acumulando en contra de los gritos y las voces. Hace unos días, un equipo liderado por Nicholas R. Jones de la Universidad de Oxford trataba de reunir la evidencia disponible sobre el efecto que estas prácticas podrían tener en el riesgo de contagio.
En el gráfico, se puede ver cómo distintos comportamientos en distintas situaciones tienen consecuencias distintas para el riesgo de transmisión. Los mismos investigadores reconocen que se trata de una simplificación y que las categorías (verde, amarilla y roja) cambian radicalmente dependiendo de lo que entendamos por cosas como 'distancia social', 'contacto social' y 'alta o baja ocupación'.
De hecho, lo más interesante del gráfico es que nos permite entender que la distancia social es algo mucho más poliédrico de lo que puede parecer en un primer momento. No es solo una cuestión de distancia, sino de qué hacen esas personas y cómo modifican el nivel de exposición.
Evidentemente los procesos que están detrás de la pandemia son complejos y el alcance de hablar bajo o estar en silencio hay que entenderlo en ese contexto. Sin embargo, es un marco conceptual interesante para entender que los riesgos están aquí y que con pequeñas acciones podemos proteger (y protegernos) mejor. Aún queda mucho por saber, pero es camino que hemos de recorrer cuanto antes.
Imagen | Christopher Ott
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