Cada vez usamos más vehículos eléctricos y energías renovables. Y eso es genial desde un punto de vista medioambiental. Al fin y al cabo, se trata de opciones más sostenibles y respetuosas con el medioambiente que, por ejemplo, los coches de combustión. El problema es que esa demanda al alza se traduce en un mayor volumen de baterías, lo que ya no representa una noticia tan buena en términos ambientales. El típico “desvestir a un santo para vestir a otro”, que diría el refranero.
Un grupo de investigadores del Centro de innovación de Materiales de la Universidad de Maryland acaba de descubrir que ese dilema podría resolverse gracias a unos aliados tan comunes como inesperados: cangrejos y langostas. Sí, los mismos que te comes en las mariscadas.
La clave está en sus caparazones, exoesqueletos ricos en quitina, un polisacárido que podemos encontrar también en hongos y ciertos insectos. A través de él los científicos pueden derivar a su vez quitosano, un valioso material —como acaban de comprobar los científicos— para las baterías.
La otra ventaja de las mariscadas
Lo normal cuando comemos unas centollas o unas buenas nécoras es que acabemos tirando sus caparazones a la basura y, con ellos, una importante fuente de quitina. En Maryland han optado por darle un uso algo distinto: en vez de desecharla, los científicos han trabajado con ella, añadiéndole una solución acuosa de ácido acético para sintetizarla en una membrana de gel que puede emplearse como electrolito. Luego lo combinaron con zinc para fabricar baterías.
Y no cualquier tipo de baterías.
Sus prototipos han demostrado tener una consistencia más que notable, con una eficiencia energética que se mantenía al 99,7% pasados incluso mil ciclos. Lo más relevante es sin embargo qué ocurre cuando queremos deshacernos de ellas. Los investigadores calculan que dos tercios de sus baterías son biodegradables y de hecho han constatado cómo, una vez desechadas, llegaban cinco meses en contacto con el suelo para que se acabara descomponiendo el electrolito. Todo gracias a la degradación microbiana. Lo única que quedaban eran restos de zinc reciclable.
Esa peculiaridad supone una diferencia crucial con respecto los modelos convencionales, como las de iones de litio, en los que se utilizan químicos que pueden tardar siglos en descomponerse.
“Los separadores de polipropileno y policarbonato, que se utilizan ampliamente en las baterías de iones de litio, tardan cientos o miles de años en degradarse y aumentar la carga ambiental”, explican los científicos. Los investigadores ya trabajan para que el 100% de sus baterías sea biodegradable e incluso, más allá de los materiales, el propio proceso de fabricación resulte más ecológico.
Gracias a sus características el nuevo electrolito podría dar un impulso a las baterías de iones de zinc, una alternativa a las de iones de litio que ahora se encuentra con un grave problema: el efecto de la corrosión. Además de paliar ese hándicap, el quitosano ofrece algunas ventajas extra importantes, como que es un material económico, seguro y al que resulta fácil acceder.
Imagen de portada | Jim Strasma (Unsplash)
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