Solemos pensar que la moral es algo importante pero ocasional en nuestras vidas. Tendemos a reducirlo a ciertas decisiones más o menos importantes en nuestra vida: ¿Ayudo a mi amigo? ¿Dono dinero a una ONG? ¿Desobedezco a mis padres? Sin embargo, el resto de nuestro quehacer cotidiano parece no tener nada que ver con la moral.
Ducharme, desayunar, vestirme, estudiar o trabajar, divertirme, ver la tele, jugar con mi móvil… ¿Qué tiene que ver eso con el bien o con el mal?
Error. El sociólogo francés Emile Durkheim sostenía que lo que más define a una sociedad es su normatividad, y ésta se encuentra por todas partes. Pensemos en algo aparentemente tan inocuo como la ropa que llevamos puesta. Imaginemos que hoy, al ir a clase o al trabajo, en vez de llevar la ropa de siempre, nos vestimos con un disfraz de conejito rosa ¿Qué ocurriría?
Formaríamos revuelo, todo el mundo se pondría a cuchichear o, directamente, nos señalaría y se reiría de nosotros ¿Por qué? ¿Acaso hemos hecho algo malo al ir vestidos de una forma diferente, por muy estrafalaria que sea? Sí. Aunque no sea evidente, nuestra forma de vestir está totalmente normativizada y sujeta al estricto juicio y valoración de los demás.
No solo nuestra ropa: nuestros gestos, nuestra forma de hablar y de caminar… ¡todo lo que hacemos está constantemente juzgado y evaluado por los demás! Hay una clara y precisa escala de valores que dicta qué es lo bueno y lo malo para todos y cada uno de los actos que realizamos. Y, además, no hace falta una policía de la moral, pues todos nosotros nos encargamos gustosos de la tarea y somos mucho más efectivos que la mismísima stasi. Todos nos vigilamos mutuamente sin que haga falta un Gran Hermano que lo haga.
¡La moral está entonces por todos lados! Pero, ¿de dónde surge? ¿Quién dicta lo que hemos de hacer con nuestras vidas? ¿Cuál es, a fin de cuentas, la fuente de la moral?
El bien del chamán
Noche de luna nueva. El chamán tira unos trozos de hueso al suelo y, tal y como le enseñó su padre, lee los designios de los espíritus según su posición. Del aparente caos de pequeños pedazos de tibias y fémures de mono ardilla, hay que saber extraer algún tipo de orden, algún tipo de estructura que pueda formarse. Muchas veces no se ve nada pero esta vez está muy claro: un hueso se ha roto, la tragedia está por llegar.
A los diez días una epidemia asola el poblado. El jefe suplica al chamán que haga todo lo posible por aplacar la ira de los espíritus. El chamán responde que lleva cinco noches orando y danzando sin parar y que ya ha sacrificado tres cabras. Si eso no ha surtido efecto, la única solución es bien sabida por todos. El jefe mira al suelo apenado y aprieta los puños. Va a tener que hacer algo que jamás soñó verse obligado a hacer nunca.
Los espíritus están furiosos porque se violó la ley. Todo el mundo sabe que en la noche del solsticio de verano no se puede yacer con una hembra frente al tótem. Y la última noche de solsticio, el hijo pequeño del jefe, embriagado por el yopo, yació allí con su prima. Es una violación muy grave de la ley cuyo castigo no admite discusión: el destierro.
Acompañado por cuatro guerreros, el jefe irrumpe en mitad de la oscura noche en la choza de su hijo. A base de palos y golpes, lo llevan a la gran roca gris que señala el fin de los territorios de la tribu. Entre lágrimas de rabia, el jefe le prohíbe volver jamás bajo pena de muerte si lo intenta. Será la última vez que lo ve.
Después de llorar durante horas, el hijo se sienta en un claro de la selva. Maldice su suerte y reflexiona: ¿por qué merece el destierro? ¿Qué hay de malo en yacer con su prima? ¿Acaso hizo daño a alguien? ¿Quién dice lo que es bueno y lo que es malo?
Mira al cielo y le parece inmenso, inabarcable, incomprensible. Mira como la Vía Láctea cruza el firmamento ¿Qué será esa inmensidad de puntos luminosos? El abuelo contaba que eran nidos de luciérnagas que decoraban la entrada de la morada de los grandes espíritus.
Desde el principio de los tiempos, los espíritus creadores y dominadores de todo lo que existe, transmitieron la ley al primer chamán, padre de todos los demás que han ido dejando su legado una y otra vez, durante innumerables generaciones. Ese es el origen de la ley y la razón porque la ley debe cumplirse: nadie que desobedezca a los espíritus llega muy lejos.
Efectivamente, el hijo del jefe no debió yacer con su prima frente al tótem. Lo sabe y se lamenta desconsolado. Su mala acción es la única culpable de la epidemia que está matando a su tribu.
De lo divino a lo humano
La historia de la humanidad siguió avanzando y el origen divino de la moral entró en crisis, a la vez que las grandes religiones perdían poder e influencia (al menos en Occidente). Llegó el racionalismo, la revolución científica y la Ilustración, y con ellas una guerra declarada a los mitos, y a las formas de entender la religión, tradicionales.
El original pensador holandés Baruch Spinoza, entendía que la moral debería estar fundamentada en el estricto orden de la razón, de modo que si razonábamos con precisión, estaríamos obrando en concordancia con la naturaleza (que para él era lo mismo que Dios) y, por lo tanto, estaríamos actuando bien.
Su exigencia de rigor llegó a tal extremo que su obra más famosa se titula Ethica more geométrico demostrata (Ética demostrada según la geometría). Spinoza quería demostrar principios morales exactamente de la misma forma que se demuestran teoremas matemáticos ¡De la misma forma que sabemos que 2+2=4, podríamos saber que tal o cual acción están bien o mal!
En la Escocia ilustrada, David Hume veía la moral de un modo totalmente opuesto a Spinoza. Para Hume el origen de la moral no estaba en la razón sino en nuestros sentimientos. Cuando decimos que un acto es bueno, lo único que hacemos es mostrar nuestro sentimiento de agrado hacia tal acto.
El sentimiento agradable acompaña la contemplación de una buena acción y el desagradable la mala. ¿Y qué es lo que marca qué nos agrada y nos desagrada? La psicología propia de nuestra especie. Por ejemplo, es muy común en el ser humano juzgar como malo el adulterio. Sin embargo, si fuéramos bonobos, una especie de primates famosos por su promiscuidad, no tendríamos problema alguno viendo a nuestra pareja copular con muchísimos otros.
Pero, ¿esto no nos llevaría a una ética egoísta en la que cada uno solo busca su disfrute propio? No, Hume nos hablará de la simpatía, un sentimiento universal que hace que nos sintamos bien ayudando al prójimo. De acuerdo, pero seguimos sin estar satisfechos: ¿de dónde sale lo que la psicología de nuestra especie considera como bueno? ¿De dónde surge la naturaleza humana?
De lo humano a lo animal
No somos tan especiales como nos creíamos. No somos la especie elegida por los dioses, ni siquiera nuestro planeta es el centro del Universo. En 1871 Darwin publica El Origen del hombre, donde habla por primera vez de que el origen del comportamiento humano se encuentra en nuestros antepasados primates.
Como podemos fácilmente imaginar una idea semejante causó un revuelo tremendo en la mentalidad de la Inglaterra victoriana ¿Cómo es posible que la facultad que más nos acerca a Dios, nuestra capacidad de decidir obrar bien o mal, esté ya presente, aunque sea de modo embrionario, en algo tan despreciable como un mono?
Podríamos, quizá, aceptar que nuestros comportamientos más innobles, nuestra conducta sexual o nuestra agresividad, tuvieran un origen animal… ¿pero nuestro sentido moral? ¡Por ahí sí que no! La condena por parte tanto de la sociedad en su conjunto como de la comunidad académica fue casi unánime. Ilustres científicos se opusieron con fiereza a la teoría de la evolución: Louis Agassiz, Lord Kelvin, o Louis Pasteur, entre tantísimos otros, renegaron de Darwin.
Y, como no podría ser de otra manera, la oposición más fuerte vino desde la religión. No pudiendo aceptar la progresiva pérdida de protagonismo e influencia históricos, los líderes de los diferentes credos se opusieron al darwinismo. En 1860, el importante obispo anglicano Samuel Wilberforce protagonizó un intenso debate en Oxford contra el darwinista Henry Huxley. Según cuentan, Wilberforce se burló de su rival preguntando irónicamente a Huxley si procedía del mono por parte de madre o de padre.
Por supuesto, el Vaticano afirmó sin paliativos que la teoría de la evolución era “la quimera de un ateo blasfemo”. No fue hasta el 24 de octubre de 1996, ¡137 años después del Origen de las especies!, cuando el Papa Juan Pablo II reconoció que el darwinismo era algo más que una hipótesis. Eso sí, Dios intervendría en la evolución en el momento en que se diera el paso de animal a persona, insuflando al primate el alma humana.
Beethoven y la simbiosis
La figura central es el primatólogo holandés Frans de Waal, quien dice que tendemos a comprender la moral en los animales siguiendo lo que denomina el error de Beethoven. Lo explicamos: nos inclinamos a pensar que las grandes obras de la humanidad nacen, se planifican y se generan en lugares y circunstancias acordes con su grandeza.
Cuando pensamos en la Novena Sinfonía, se nos viene a la cabeza un Beethoven escribiendo con su pluma frente a un piano en algún salón de la corte de Viena. Por el contrario, nos cuesta mucho pensar que, realmente, muchas de las genialidades de Beethoven nacieran en el lúgubre ambiente de los burdeles de esa misma ciudad ¿Cómo puede surgir una sublime sinfonía entre alcohol y prostitutas?
Según de Waal, lo mismo nos sucede al pensar en la moral y en los primates. Cuando imaginamos el mundo animal, solemos hacerlo desde la visión simplona, y casi caricaturizada, de los documentales de animales. La imagen que más se recrea en nuestra mente cuando pensamos en la evolución darwiniana es la de la gacela siendo perseguida por el león. En la naturaleza reina la “ley de la jungla”, eso es, la supervivencia de los más fuertes en una feroz lucha por la supervivencia.
La naturaleza se nos presenta como inmoral, como un mundo injusto y brutal en constante lucha todos contra todos (tal y como lo entendió Thomas Hobbes). Entonces llega el ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, y crea la civilización y la moral, trayendo justicia y prosperidad al salvaje reino animal.
Nada más antropocéntrico y arrogante que eso. Si observamos detenidamente la conducta de muchas especies animales comprobamos que la cooperación y el sacrificio por la comunidad son, más que una excepción, la norma. El altruismo estaba ya bien documentado en chimpancés, delfines o elefantes, pero es que ahora van apareciendo estudios por todos lados que nos hablan de cooperación en ratas, cobayas, murciélagos…. ¡Y hasta en lagartos! Incluso tenemos algunos casos en los que animales de diferentes especies se ayudan cuando eso, evidentemente, no les reporta ningún tipo de beneficio evolutivo.
Y es que no hace falta recurrir al comportamiento animal para ver el aspecto fundamentalmente colaborativo del mundo de la vida. La microbióloga Lynn Margulis no se cansa de subrayar que en el reino de los microorganismos lo que prima, con mucha diferencia, son las relaciones de simbiosis. No hay más que mirarnos a nosotros mismos: somos un agregado altamente organizado de unos 37 de billones de células que trabajan juntas para mantenernos vivos ¡37 billones de seres colaborando coordinados! ¡Ríanse ustedes de cualquier organización comunista o colectivista!
La violencia y la agresión, el pez grande comiéndose al pequeño, se dan fundamentalmente en el reino animal, es decir, en el de los organismos más grandes, los cuales, a pesar de su tamaño, solo constituyen una pequeña parte de la biota y de la biomasa del planeta. En el reino de las células, la cooperación es la norma.
Pero, un momento, ¿estamos hablando en serio? ¿Estamos diciendo que una bacteria o una célula se comportan moralmente? ¿No estamos yendo demasiado lejos en nuestra analogía con los seres vivos? De acuerdo, hay que aclarar un poco el asunto: definamos qué es un acto moral.
Evidentemente, que un montón de fibras musculares cooperen para hacer que mi brazo se mueva no parece un acto moral y, en cualquier caso, sería un acto egoísta. Cada célula colabora porque si trabajan juntas consiguen que el organismo sobreviva, lo que equivale a la supervivencia individual de cada una.
Para que exista un comportamiento moral diríamos, como mínimo, que alguien tiene que hacer algo sin buscar su propio beneficio, un acto altruista: ayudar a los demás perjudicarse a sí mismo, sin buscar nada a cambio. Entonces, por ejemplo, la actuación de las células de nuestro sistema inmunitario sería moral ¿No se sacrifican por nosotros nuestros glóbulos blancos en su lucha incesante contra las infecciones?
Es cierto, no diríamos que un linfocito actúa moralmente por muy heroico que sea su sacrificio porque le falta una cualidad indispensable en cualquier acción moral: la intencionalidad. A pesar de que cumpla perfectamente su objetivo, el glóbulo no quiere, no desea salvarnos. Sería algo bastante absurdo regañar o castigarle si no cumple bien su función, si él no se da cuenta de absolutamente nada de lo que está haciendo.
Entonces, si queremos buscar los orígenes de la moral en la naturaleza debemos ir a organismos más complejos, animales que sean capaces, como mínimo, de tener intenciones, de darse cuenta de lo que hacen y ser conscientes de las consecuencias de sus actos ¿Quiénes podrían cumplir estos requisitos? Vayamos a nuestros parientes evolutivos más cercanos: los monos.
Primates y filósofos
Wolfhang Khöler fue un psicólogo alemán, pionero en investigar la inteligencia animal. Son muy famosos sus experimentos, en la Estación de Antropoides de Tenerife, con el chimpancé Sultán, quién superaba las diferentes pruebas a las que Khöler le sometía, mostrando capacidades de planificación que, hasta entonces, se consideraban exclusivas del ser humano.
Desde entonces, infinidad de nuevos experimentos han demostrado una gran cantidad de cualidades más que vuelven a golpear nuestro arrogante antropocentrismo: los chimpancés son conscientes de sí mismos (véase la prueba del espejo de Gallup), tienen capacidad de lenguaje simbólico (Washoe fue capaz de aprender más de trescientas palabras del lenguaje de sordomudos), tienen cultura que pueden transmitir de generación en generación (claro ejemplo en los inteligentísimos macacos japoneses), su estructura social es muy compleja (jerarquías, alianzas, amistades…) e, incluso, son capaces de algo tan sofisticado como mentir.
Pensemos que para engañar hace falta tener una TOM (Theory Of Mind) muy sofisticada: hay que saber que el otro tiene una mente, que tiene creencias acerca de la realidad, que esas creencias pueden ser erróneas y, además, que uno puede provocar que el otro tenga creencias erróneas.
Se ha demostrado como, por ejemplo, monos capuchinos costarricenses, una vez que han encontrado alimento, hacen falsas señales de alarma que indican la presencia de depredadores para ahuyentar a sus congéneres, y así quedarse con la comida para ellos solos.
Y por si todo esto fuera poco, los primates tienen sentido de la justicia. De Waal, junto con Sarah Brosnan, realizó una serie de sorprendentes experimentos con monos capuchinos. Se trataba de que los monos realizaran un sencillo trabajo (dar una piedra al experimentador) por el que recibirían un premio (un trozo de pepino).
A los capuchinos les gusta el pepino, pero su comida favorita son las uvas. Pues bien, en un momento determinado, a uno de los monos se le premiaba con una uva por realizar el mismo trabajo por el que a otro solo se le premiaba con un trozo de pepino ¿Cómo reaccionaba el mono tratado injustamente? Se enfadaba y tiraba el trozo de pepino al experimentador.
Pero es más, De Waal nos dice que el mono que ha recibido la uva, al cabo de unas cuantas pruebas más, deja de hacer la tarea porque también se da cuenta del enfado de su compañero ¡Está sintiendo empatía! Los monos se dan cuenta de cómo se sienten los demás y pueden tener conductas solidarias con ellos.
Os dejo aquí una TED talk en la que el propio De Waal explica mucho mejor que yo sus descubrimientos:
A pesar de todas las evidencias que tenemos, todavía existe controversia acerca de si el comportamiento supuestamente moral es, realmente, del todo moral y equiparable al nuestro. La polémica se hizo más explícita con la creación del Great Ape Project, una organización que lucha por dar derechos a los grandes simios semejantes a los que disponemos los humanos.
Se habla, por ejemplo, de derecho a la vida o a no ser torturado y se pide, contundentemente, la liberación de todos los grandes primates que actualmente viven en cautividad. La propuesta tiene importantes apoyos en intelectuales como Peter Singer, Richard Dawkins, la mítica primatóloga Jane Goodall o, en España, el filósofo Jesús Mosterín.
Las objeciones van en la línea de sostener que suena algo extraño conceder derechos sin responsabilidad (parecería muy extraño juzgar y encarcelar a un primate por robo u homicidio), o de argumentar que los simios no pueden realmente tener moral ya que no cuestionan las normas ni reflexionan sobre ellas (no tienen ética). Quizá parece más razonable conceder una especial protección legal a los primates más que hacerlos sujetos de derecho.
En cualquier caso, aunque el comportamiento de los primates no pudiese considerarse plenamente moral ya que, con total evidencia, diferimos evolutivamente de ellos en seis millones de años y, por tanto, somos muy diferentes, sí que parece innegable que el origen de la moral ya puede verse con claridad en ellos. Si no nos gusta hablar de moral animal, como mínimo, tenemos que aceptar hablar de protomoral o de moral primitiva.
Alquimistas morales: el amor en una molécula
Enfoquemos ahora el tema desde otra perspectiva. Hasta ahora hemos buscado la moral en el comportamiento animal, pero podemos buscarla en otro lado: la química de nuestro cerebro ¿Son nuestros sentimientos y decisiones morales algo propio de nuestra alma, de un principio espiritual trascendente, o son solo fruto de las reacciones bioquímicas que se dan en nuestro cerebro?
La oxitocina es una molécula sencilla. Es un oligopéptido que consta solo de nueve aminoácidos. Se produce en el hipotálamo, de donde se traslada a la hipófisis, una glándula en la que se almacena y se secreta cuando es necesaria. Fue sintetizada artificialmente en 1953 y, desde los años setenta del pasado siglo, se utiliza en los partos porque sirve para acelerar (y en ese sentido controlar) las contracciones musculares del cuello uterino, que llevan a expulsar al recién nacido. Hasta aquí nada raro, una hormona más con cierta utilidad para la obstetricia.
Sin embargo, en los últimos tiempos se ha descubierto que la oxitocina, además de una hormona, es un neurotransmisor que tiene que ver con muchos comportamientos humanos muy relacionados con la moral: la confianza, el altruismo, la generosidad o la compasión, e incluso el sentimiento de pertenencia a un grupo… ¡prácticamente en todas las relaciones humanas hay oxitocina!
Inmediatamente después del nacimiento, la madre segrega una gran cantidad de oxitocina, la cual genera ese gran amor que la madre siente hacia sus crías (se ha llegado a referirse a la oxitocina como “la hormona del amor”), y la fiereza que exhibe ante cualquiera que pretenda hacerles algún daño. El amor maternal, quizá el más fuerte que puede sentirse, no es fruto de ninguna magina divina ni de algo más trascendente, es solo la sencilla acción de una molécula de solo nueve aminoácidos.
En un experimento, el neuroeconomista Paul J. Zak y su equipo, demostró que administrar oxitocina por vía intranasal a ciertos individuos, los hacía significativamente más generosos repartiendo dinero en el juego del ultimátum (hasta un 80% más) ¡La generosidad puede inducirse químicamente!
No obstante, el principal problema del uso médico de esta apasionante sustancia, es que cuando la administramos por vía intravenosa, solo una pequeñísima cantidad de ella entra en el cerebro, ya que no supera la barrera hematoencefálica. Pero a pesar de ello, la idea más interesante es que se nos está abriendo la puerta al control químico de la bondad. Imaginemos cómo cambiaría todo si controlásemos la química de tal modo que pudiésemos ser generosos o codiciosos tomando una simple pastilla…
La solución a los problemas del Tercer Mundo sería dar a los multimillonarios occidentales una pastillita de “Generosalin” y otra de “Altruismon” y ya está: ¡millones de euros en donaciones a fundaciones benéficas!
¿Y los sistemas penales? Si podemos administrar a un asesino una sustancia que le impida completamente hacer daño a alguien ¿tendría sentido tenerlo encarcelado? O, y este ejemplo me encanta, ¿y si también pudiésemos controlar la voluntad, la motivación o la capacidad de trabajo? Tenemos un complicado examen de matemáticas y no tenemos ni las más mínimas ganas de ponernos a estudiar. No hay problema, una pastilla de “Motivol” y, de repente, descubrimos que las mates nos encantan y que no hay ninguna forma mejor de pasar el tiempo que haciendo ejercicios de álgebra.
Genetistas morales: un gen bondadoso y uno guerrero
Otro camino para llegar a la moral está, como no, en la genética. Pero… ¿es que hay genes que tienen algo que ver con ser buenos o malos? Efectivamente es así.
Un clásico problema ético es el propuesto por el recientemente fallecido filósofo británico Derek Parfit. Imaginemos que un tren se dirige a toda velocidad a una bifurcación. En una vía hay tumbada inconsciente una persona, mientras que en la otra hay cinco. En nuestra mano está activar la palanca de desvió y escoger si el tren atropellará a una persona o a cinco ¿Qué elegimos?
Según la perspectiva utilitarista, y, prácticamente de sentido común en este caso, lo normal es pensar que, siendo inevitable, es mejor que muera solo una persona a que mueran cinco. Sin embargo, no todo el mundo piensa así. Investigaciones demostraron que sujetos que se medicaban con un tipo concreto de antidepresivos (los inhibidores selectivos de recaptación de serotonina) eran más reacios a aceptar que matar a una persona, aunque fuera por salvar a cinco, estaba moralmente justificado.
De nuevo estamos con la química cerebral: moléculas que nos hacen cambiar nuestros juicios morales. Piensen los lectores que toman antidepresivos que las decisiones que han tomado desde que empezaron a medicarse han podido ser diferentes a las que habrían hecho sin medicación… ¡Han sido manipulados químicamente!
Basándose en tales estudios, el equipo de la neuropsicóloga de la Universidad de Georgetown Abigail Marsh siguió haciendo experimentos. Se sabía que existen genes encargados de la transmisión de serotonina y que un promotor de uno de esos genes es el responsable que su recaptación en las sinapsis cerebrales. Los individuos con la versión larga del promotor tienen niveles altos de recaptación, mientras que los que tienen la versión larga bajos. Marsh se preguntó: ¿tendría esta variación genética el mismo resultado en el dilema del tranvía que con los antidepresivos?
Hicieron el experimento. Tomaron a 65 voluntarios, 22 con dos copias del promotor largo, 30 con una copia de cada uno, y 13 con las dos copias de la forma corta del gen. Entonces los pusieron a realizar diferentes pruebas de decisiones morales similares a las del tranvía.
Los resultados fueron muy concluyentes: cuando se trataba de que nuestra decisión moral haría daño a alguien que no lo recibiría si no tomáramos la decisión, las respuestas cambiaron muy significativamente en función del genoma de cada grupo, exactamente igual que pasaba con los antidepresivos. La conclusión es clara: hay genes que tienen muchísimo que ver con nuestro comportamiento moral.
Más polémicas aún fueron las investigaciones con respecto al polimorfismo del gen MAOA. Un famoso estudio publicado en Science en 2002, probó que personas que habían sido maltratadas en su infancia y que presentan una versión de baja actividad de este gen, tienen muchas más probabilidades de presentar conductas agresivas o antisociales que los que no lo portaban.
La idea se reforzó con los estudios en pandilleros realizados por el norteamericano Kevin Beaver. Si portas esa misma variante de baja actividad del MAOA tendrás muchísimas más posibilidades de unirte una banda callejera; y si ya eres un pandillero y tienes la variante, tendrás muchas más probabilidades de usar un arma de fuego en una pelea violenta.
Y si aún nos quedaba alguna duda, Jari Tiihonen, del Instituto Karolinska en Suecia, analizó el genoma de 895 delincuentes fineses condenados por crímenes violentos. Y de nuevo, allí apareció la variante del MAOA (junto con otro nuevo gen, el CDH13, muy ligado a la hiperactividad) mucho más presente en esos presos que en los del grupo de control formado por delincuentes condenados por delitos no violentos. La relación entre genes y violencia quedaba ya más que probada, tanto que para Tiihonen más del 50% de los crímenes violentos cometidos en los países desarrollados pueden explicarse solo apelando a causas genéticas.
El tema se hizo aún más incendiario cuando se le dio tintes raciales. Los científicos Rod Lea y Geoffrey Chambers descubrieron que el famoso gen (ya denominado popularmente como “gen guerrero”) estaba muy presente en el pueblo maorí (conocidos no precisamente por ser demasiado pacifistas), concretamente en un 56% de los hombres, mientras que solo se da en un 34% en la raza caucásica ¡Se estaba diciendo que hay razas genéticamente más propensas a la violencia que otras!
Y ya el colmo: el gen se sitúa en el cromosoma X. Como las mujeres tienen dos cromosomas X, es menos probable que la versión guerrera del gen sea la dominante, mientras que los hombres, al tener solo un cromosoma X, pueden expresar dicha versión con más probabilidad. ¡Los hombres son genéticamente más propensos a la violencia que las mujeres! ¿Cómo encajamos esto en la actual ideología de género? ¿El machismo podría tener bases en los genes? ¿Podría un maltratador defenderse en un juicio alegando que tiene este gen?
La moral que viene
Sin duda estamos viviendo un momento de la historia de la humanidad apasionante. En unos cuantos años todos estos avances científicos harán posible reprogramar nuestro genoma o modificar muy selectivamente nuestra conducta mediante psicofármacos. Las consecuencias políticas, sociales o económicas de tales tecnologías supondrán una revolución sin precedentes en la historia de la humanidad (lo cual, dicho sea de paso, dificulta mucho cualquier pronóstico).
¿Seremos, al fin, capaces de construir una sociedad ideal, tantas veces soñada por los pensadores utópicos, en la que no exista la guerra ni la violencia? ¿Lo conseguiremos diseñando genéticamente seres humanos bondadosos? Es complicado saberlo, pero el caso es que dentro de poco tendremos, al menos, las herramientas tecnológicas necesarias para conseguirlo. Veremos qué ocurre y si el ser humano, por una vez en la historia, está a la altura de los tiempos.
Fotos | iStock, Big Think
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