Una vez vino un misionero al colegio. No recuerdo casi nada de aquello, ni su nombre, ni el lugar donde había estado, ni siquiera la forma su cara. Pero hay una cosa que sí recuerdo. Tras la charla, se abrió un turno de preguntas. Nuestro profesor, temiendo que no saliera ninguna, había repartido en secreto un puñado de ellas - las más básicas, los great hits de las preguntas - entre nosotros.
Yo tenía una. Era algo así como "Si tuviera que escoger sólo una cosa que ha aprendido en estos años de misiones, ¿qué sería?". Como digo, no recuerdo su cara, pero recuerdo que en ese momento cambió. Se apoyó en la mesa y dudó. "No sé si debería decir esto, la verdad". Se paró y miró al profesor como buscando permiso pero no lo esperó. "¿Sabéis eso de que, en los cuentos, la gente pobre, la gente humilde, las personas de las que han abusado son siempre bellísimas personas? Pues es mentira. Lo que he aprendido es que no se puede romper a una persona, no se puede retorcerla tanto que casi pierda la forma y esperar que de ahí salga lo mejor de ella". Así empecé a preguntarme qué era lo que se escondía al fondo de las personas.
Evidentemente, esas no fueron las palabras exactas. Mi memoria es un cachivache remendado y caprichoso, pero ese fue, en lo básico, el mensaje. Yo tendría unos catorce años y recuerdo lo mucho que me sorprendió aquel tipo que escasos veinte minutos antes había hablado de pobres, iglesia y lo que ahora interpreto como teología de la liberación. Desde entonces, y ya ha llovido, siempre he tenido esa duda. ¿Ángeles o demonios? ¿Cuál es la verdadera naturaleza del ser humano? Es más, ¿Tiene una sola naturaleza el ser humano?
El mal químicamente puro
El estudio de la psicología y de las ciencias derivadas tiene en su ADN más básico cierta deslegitimización de la idea del mal. La gente no es mala, ni buena. En cierta forma son víctimas de un "fatalismo del medio, de la herencia y de las taras fisiológicas". Dependiendo del teórico, de la escuela o de la corriente, el malo es el contexto, la genética o las esquivas estructuras del coco.
Vayamos a los clásicos. El 15 de agosto de 1971, Philip Zimbardo reunió a 21 estudiantes universitarios normales, les asignó un rol al azar (unos presos, otros guardias) y los encerró en una cárcel falsa. En unos pocos días, la dinámica entre los estudiantes (plenamente convertidos en presos y guardias) hizo que apareciera la violencia verbal primero y los motines y las torturas después. Tal fue la violencia que el experimento, que iba a durar unas dos semanas, tuvo que finalizarse a los seis días.
¿Eran malos esos estudiantes? Zimbardo creía que no, que había sido el contexto de la misma forma que una década antes Stanley Milgram había sostenido que los participantes de su estudio (que en un 62,5% de los casos llegaban a 'matar' a alguien bajo instrucciones de un científico) simplemente habían 'obedecido a la autoridad'.
No siempre se ha visto así. Una noche de otoño de 2006, Bradley Waldroup asesinó con 8 tiros a la amiga de su exesposa, Leslie Bradshaw, y persiguió a su exmujer con un machete, rebanó uno de sus meñiques y amenazó con matarla delante de sus cuatro hijos.
Waldroup lo reconoció todo en el juicio ("me rompí y no estoy orgulloso de nada de esto") y fue condenado por homicidio. Curiosamente, y por eso hoy conocemos a Waldroup fuera de su Tennessee natal, los miembros del jurado descartaron la pena de muerte después de que sus abogados argumentaran que tenía una variante genética relacionada con la Monoamino oxidasa A que le predisponía a la violencia.
Las cosas que son "científicamente incorrectas"
Hoy sabemos que Zimbardo era poco menos que un charlatán, que Milgram forzó los datos para adecuarlos a su teoría previa y que, bueno, la genética conductual no puede dar ninguna luz sobre un caso concreto y específico de violencia. Es decir, sabemos más sobre los límites de nuestra capacidad para conocer la realidad, que sobre los límites de la violencia.
Por eso sorprende que hace 30 años, 29 científicos de primer nivel de países y culturas distintas se reunieran en Sevilla para negar la idea de que la violencia tenía algo que ver con la naturaleza o genética de los seres humanos. "Es científicamente incorrecto", decían.
Es científicamente incorrecto afirmar que tenemos una tendencia a la guerra heredada de nuestros ancestros animales. Aunque la lucha sea un fenómeno frecuente en el reino animal, se conocen pocos casos de lucha organizada entre grupos de la misma especie, y en ninguno de éstos se emplean herramientas como armas [...] Es científicamente incorrecto afirmar que la guerra o cualquier otra forma de conducta violenta está genéticamente programada en la naturaleza humana [...] Es científicamente incorrecto afirmar que en el curso de la evolución humana ha habido una selección hacia la conducta agresiva en mayor medida que hacia otro tipo de conducta [...] Es científicamente incorrecto afirmar que los humanos tenemos un "cerebro violento" [...] Concluimos que la biología no condena a la humanidad a la guerra, y que la humanidad puede librarse de las ataduras del pesimismo biológico y, afrontar con confianza los cambios necesarios para ello.
Sorprende aún más si tenemos en cuenta que ese mismo año varios millones de personas murieron en las decenas de conflictos armados que había activos en el mundo. Miles de personas fueron asesinadas, violadas o torturadas. Hubo más de mil víctimas mortales de atentados terroristas. ¿En serio estamos seguros de la violencia no es inherente al ser humano?
"La época más pacífica de la existencia de nuestra especie"
En general, no podemos considerar la 'declaración de Sevilla' como un texto científico. Fue, desde su concepción, un manifiesto político impulsado por la ONU (en su objetivo establecer una 'verdadera paz' entre y en los pueblos) y, más concretamente, por la UNESCO (que "la hizo suya" pocos años después siendo uno de sus firmantes, Mayor Zaragoza, director general de la organización).
Por eso no sería justo confrontarla científicamente. De hecho, no es posible, es un ejemplo de manual de lo que Bernard Davis en los años setenta del siglo pasado llamó 'falacia moralista'. La falacia moralista, el reverso de la naturalista popularizada por Moore en 1903, trata de dar forma a la realidad para que se adecue la forma que ideológica o moralmente debería tener. Dicho de otra forma, la violencia no puede ser inherentemente humana porque eso va contra el pacifismo voluntarista de la posguerra que sostiene el espíritu de la ONU.
Por fortuna, hay defensores más persuasivos. Últimamente, el más conocido y polémico es Steven Pinker, profesor de la Universidad de Harvard. Pinker dedicó su último libro, Los ángeles que llevamos dentro, a hacer una historia de la violencia (sobre las "cosas horrendas que las personas se han hecho unas a otras") y una crítica de todos aquellos que sostienen que vivimos en una sociedad cada vez más agresiva.
Según Pinker, si analizamos la historia de la humanidad podemos encontrar unos altos niveles de violencia en sus primeras fases que ha ido evolucionando hacia un decrecimiento progresivo de la violencia hasta llegar al día de hoy. Por otro lado, el psicólogo de Harvard es un gran defensor de la idea de la 'naturaleza humana' y sostiene que existen ciertos 'demonios interiores' (facultades psicológicas) que nos predisponen a las violencia: la violencia instrumental, el afán de dominio, la venganza, el sadismo y la ideología.
No todo son malas noticias. Pinker también cree que hay ciertas facultades que nos predisponen a la cooperación y la paz como la empatía, el autocontrol, el sentido moral y la facultad de razonar; "los mejores ángeles de nuestra naturaleza". Si todo esto es cierto, la pregunta está en qué ha pasado en los últimos cientos de años para que nuestras sociedades estén dando alas a nuestros ángeles y expulsando a nuestros demonios.
Pinker examina alguna de esas causas exógenas (el estado, el comercio, la feminización, el cosmopolitismo y el racionalismo) para concluir que gracias a la modernización de la sociedad cada vez hay menos homicidios y menos guerras.
Lo mejor y lo peor
La idea es interesante aunque olvidemos la letra y nos fijemos solo en la música. La letra es cuestionable porque los datos parece que no son del todo exactos y porque Pinker obvia otros tipos de violencia como la 'estructural', como la pobreza o como la desigualdad.
Pero la música nos dibuja un paisaje mucho más rico, complejo y ajustado a la evidencia científica que las respuestas tradicionales basadas en la idea de que en la mezcla de naturaleza y cultura que hay en cada persona éstas eran como el agua y el aceite. No es así: desde la primera molécula de ácido desoxirribonucleico hasta la última macroestructura social existe una continuidad total por más que nos hayan enseñado a no verla. Ese es el verdadero secreto de nuestra época: saber que la naturaleza humana es, por extensión, el mundo entero.
Así que supongo que sí: sean capacidades innatas, predisposiciones genéticas o prácticas sociales y valores aprendidos, lo cierto es que los seres humanos somos capaces de lo malo, lo bueno y lo mejor. Ni somos 'buenos salvajes', ni somos 'lobos para el hombre'. Al menos, no per se. Y eso, siendo poquísimo es lo suficiente para conciliar el sueño cada noche y mantener la esperanza en que un día la violencia será cosa del pasado.