Tasa de mortalidad vs tasa de letalidad en el coronavirus: por qué es tan difícil saber cómo de peligrosa es una enfermedad

Tasa de mortalidad vs tasa de letalidad en el coronavirus: por qué es tan difícil saber cómo de peligrosa es una enfermedad
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Una de las cosas que generan más inquietud en torno a la crisis del coronavirus es el baile de cifras en torno a la peligrosidad de la epidemia. Llevamos meses hablando sobre la mortalidad, la letalidad o la infectividad del virus y, sin embargo, la sensación generalizada es que lo que sabemos sobre estas variables cambia casi cada hora. Como consecuencia, hay una gran pregunta que sobrevuela toda conversación sobre el asunto, ¿por qué no somos capaces de saber cómo de peligroso es el coronavirus?

Mortalidad vs letalidad

Isaac Smith At77q0njnt0 Unsplash Isaac Smith

Calcular el impacto de las distintas causas de muerte en sociedades tan complejas como las nuestras es difícil. Aún más cuando hablamos de enfermedades infecto-contagiosas muy extendidas y que se ceban, sobre todo, con pacientes pluripatológicos. Pero, para comenzar a desbrozar la cuestión, conviene tener claro de qué hablamos cuando hablamos de mortalidad y letalidad.

Por un lado, la tasa de mortalidad específica se refiere a

la proporción de defunciones por una causa concreta en un período determinado en una población específica. Esta es la medida epidemiológica que nos dice el número de personas. Hay varias formas de calcularla, pero lo habitual es expresarla como número de muertes por cada mil personas (o 100.000 si la tasa es muy pequeña)

Por el otro, la tasa de letalidad se refiere a

la proporción de defunciones entre los afectados por una enfermedad. En general, esta medida epidemiológica se calcula como el número de muertes entre el número de casos diagnosticados multiplicado por 100.

Es decir, la diferencia fundamental es que la mortalidad específica nos habla del número de muertes que provoca una enfermedad con respecto al conjunto de la población y la letalidad, del número de muertes con respecto a la gente que tiene esa enfermedad. Si habláramos de la epidemia de Ébola de la República del Congo de los últimos años, veríamos que la tasa de letalidad ha llegado al 60% (han fallecido 6 de cada 10 infectados) mientras que la mortalidad específica por el virus en todo el país ha sido muy baja (unas 3.300 muertes en una población de más de 90 millones - 14 millones si solo contamos las regiones más afectadas).

Estas son las definiciones epidemiológicas clásicas. No obstante, a menudo se habla de "mortalidad" para referirnos a "letalidad" y viceversa. O incluso se se usan otro tipo de cálculos (parciales, estimados o compuestos) para hablar de la virulencia, letalidad o mortalidad de virus como el SARS-CoV-2. Esto se debe, por un lado, a cierta ansiedad social por entender la dimensión real de la epidemia; pero, sobre todo, porque no tenemos cifras claras. Y es que, aunque parezca algo relativamente sencillo, estas medidas epidemiológicas son algo terriblemente complejo de calcular con precisión.

El lugar donde florece ruido estadístico

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El principal problema a la hora de calcular la tasa de letalidad es conocer con exactitud cuántos afectados hay por una enfermedad en un momento concreto. El caso del coronavirus muestra claramente lo difícil que resulta saber dónde ha llegado el virus. Dentro de unos meses, cuando haya pasado la epidemia y podamos hacer encuestas seroepidemiológicas con calma veremos la dimensión real del problema. Las encuestas seroepidemiológicas, como cualquier otra encuesta, selecciona a una muestra representativa de la población para, en este caso, realizar análisis de sangre y buscar anticuerpos de la enfermedad en cuestión. Con ese dato y el registro de defunciones se puede estimar una tasa de letalidad aceptable.

Mientras tanto, las cifras provisionales varían muchísimo según cosas tan sencillas como el número de test que se realiza en una población. No sólo porque, cuando hablamos de una enfermedad muy contagiosa, "a más test, más casos", sino también porque "a más tests más falsos positivos". De ahí que las cifras sobre el coronavirus que manejan instituciones como la OMS son estimaciones que utilizan distintos modelos epidemiológicos (desgraciadamente, no validados para este caso) que nos permiten tener "cifras de trabajo", pero que conviene no sacralizar.

Frente a la letalidad, podría parecer que la tasa de mortalidad específica es un dato más sencillo de calcular y en cierta forma lo es. Hay causas de muerte muy claras y acotadas que permiten cálculos bastante directos. Sin embargo, cuando hablamos de enfermedades amplias, extendidas y difusas, calcular la mortalidad no es tan sencillo. Es más, es un dato que puede cambiar radicalmente con modificar levemente parámetros como el territorio o el periodo de referencia. El mejor ejemplo es la gripe.

El Sistema de Vigilancia de la Gripe en España en sus informes de vigilancia calculan la mortalidad "estimando de forma indirecta mediante modelos que calculan excesos de defunciones en periodos de circulación de virus gripales, respecto al nivel basal esperado en ausencia de gripe". Para una epidemia nueva, tomando como referencia otros años (y corrigiendo cosas como la estacionalidad, el crecimiento económico, etc...) podemos obtener también un nivel basal. Sin embargo, ¿cómo diferenciar en un caso como el actual el impacto de la gripe del impacto del coronavirus? Es algo que tendremos que perfilar en los próximos meses.

¿Qué implicaciones tiene esto?

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La primera y más directa es que discutir de cifras de mortalidad o letalidad en plena epidemia es de poca utilidad. Epidemiólogos, autoridades sanitarias y agencias gubernamentales gobiernos necesitan establecer cifras aproximadas para poder prepararse ante las epidemias (sean estacionales o no), pero están atravesadas por fortísimos sesgos: antes que precisas, tratan de ser útiles y en salud pública de urgencia esos dos términos no siempre van de la mano.

El caso italiano (frente al español o el francés) es paradigmático. En buena medida, la explosión de casos de Italia se debe a que, frente a la constatación de que se estaban produciendo contagios comunitarios, el gobierno comenzó a realizar tests a los ciudadanos tuvieran o no tuvieran síntomas importantes. Basta recordar la cifra de que 8 de cada 10 infectados no desarrollan sintomatología de interés para darnos cuenta de que ese enfoque podía multiplicar los casos diagnosticados a costa de que muchos de ellos no tuvieran siguiera problemas de salud.

Así ha sido y ese crecimiento de casos ha alimentado la histeria colectiva y lo que la OMS llamaba la 'infodemia'; complicando la gestión del brote y agravando sus consecuencias socioeconómicas. Tanto es así que Italia está replanteándose este enfoque. En Francia o en España, en cambio, los protocolos son mucho más estrictos y las pruebas solo se realizan a pacientes que o bien han tenido una exposición de riesgo o bien tienen una neumonía grave de origen desconocido. Esto ha contenido el número de casos con sus consecuencias tanto positivas (la preocupación social y las consecuencias económicas son menores) como negativas (crece la desconfianza frente a las cifras).

En efecto, las cifras globales del coronavirus están mal y todo el mundo lo sabe. Cada país las contabiliza de una forma diferente, con protocolos muchas veces contradictorios y trufados de conflictos de interés. Esto es un problema relativo porque los expertos están acostumbrados al ruido estadístico y, asumiendo esos sesgos, es posible componer cifras fiables. Por eso mismo sabíamos que las cifras de China eran razonablemente precisas. El problema es que la opinión pública no suele convivir con esta incertidumbre y en una crisis como la actual eso puede ser un importante factor de riesgo.

Imagen | CDC

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