El brillante matemático Norbert Wiener creó una nueva disciplina en 1948: la cibernética. El nombre viene del griego Κυβερνήτης (kibernetes), que hace referencia al timonel o al gobernante de un barco. Wiener quería bautizar de una forma muy poética una disciplina centrada en el diseño de sistemas de control para robots, pero, seguramente, no esperaría que esa palabra derivara hacia la cinematográfica cyborg, que hace referencia a la fusión entre humanos y máquinas o, de forma más prosaica, a seres humanos con implantes electrónicos.
Pero así fue, las palabras cambian y transforman su uso, lo que hace las delicias de los cazadores de etimologías. Los mismos cíborgs, y cómo los vemos, han cambiado también.
Aunque a día de hoy los cíborgs todavía escasean (ya hay algunos como veremos) la literatura de ciencia-ficción y, sobre todo, el cine, han explotado mucho la idea (creando hasta un género nuevo: el cyberpunk). La primera película en abordar el tema fue Cyborg 2087 (1966). También tenemos la exitosa serie de televisión El hombre de los seis millones de dólares (1973), con su respetiva réplica femenina La mujer biónica (1976), que tuvo igual o más éxito.
Desde la década de los ochenta tenemos Android (1982), Automan (1983. Fue una serie de TV, copia cutre de la estética de Tron), Inspector Gadget (1983. El cíborg más famoso de dibujos animados, llevado al cine en dos ocasiones: 1999 y 2003), Terminator (1984), D.A.R.Y.L. (1985). Robocop (1987), la japonesa Tetsuo (1989), Cyborg (1989), Hardware (1990), Clase de 1999 (1990), Circuitry man (1990)…
La década de los 90 y el siglo XXI han dado mucho menos títulos con cíborgs, pasándose la temática un poco de moda. El cine de ciencia-ficción tendió más a centrarse en el tema del robot o androide en cuanto a tal (sin ningún elemento humano), o a la inteligencia artificial.
Y es que había una razón muy mundana: con los efectos especiales de los años 80 era difícil y caro mostrar un robot creíble en movimiento en pantalla, mientras que un cíborg era muy fácil: maquillar a un actor con dos o tres circuitos y algunos cables colgantes. El ejemplo claro está en Terminator: utilizar al forzudo Schwarzenegger durante la mayor parte del rodaje, en vez de a su esqueleto robótico.
Algunas cintas interesantes serían Death Machine (1994), Asesinos cibernéticos (1995), Ghost in the Shell (1995. La mejor película de toda esta lista. La de anime, no el remake de 2017), El hombre bicentenario (1999), la serie My life as a teenage robot (2003), la coreana Natural City (2003) o la romántica Cyborg she (2008).
Lamentablemente, la mayoría de estas películas son de serie B (incluso tenemos a un perro cíborg en la triste cinta canadiense Cybermutt de 2003), que no han ido mucho más lejos de intentar ser buenos productos de entretenimiento o decentes películas de acción. Quizá la excepción esté en Ghost in the Shell, en donde sí se plantea de forma más profunda el significado de la relación del hombre con la máquina.
Lástima que en la versión de 2017 se trate al espectador como deficiente mental y, precisamente, se elimine todo contenido intelectual, la parte más interesante y también, quizá, que más identificaba la creación de Masamune Shirow.
Pero, ¿qué tiene este tema de interesante? ¿Por qué nos fascina tanto esta unión entre el hombre y la tecnología, entre el hombre y la máquina?
Cíborgs en el Pleistoceno
Todo comenzó en África. En una calurosa región al Este del Serengueti, en pleno valle del Rift, se encuentra la Garganta de Olduvai. Allí está uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del mundo, donde se han encontrado los restos de homo habilis más primitivos.
Aunque la catalogación de especies de homininos es difícil y hay mucha controversia entre los especialistas por definir nuevas especies o clasificar hallazgos dentro de una u otra, parece haber un común acuerdo en situar esta región y esta especie como el origen (siempre aproximado y a la espera de nuevos descubrimientos) del género homo, el origen de la humanidad.
¿Y qué características tiene el homo habilis para ser así considerado? Medía menos de un metro y medio y pesaba cincuenta kilos. Su mandíbula era mucho más débil que la de sus ancestros, por lo que su mordedura sería mucho menos letal… ¿Cómo sobrevivió este mono canijo si parece no tener grandes adaptaciones evolutivas? ¿Sin dientes afilados, ni garras, ni fuerza… cómo se las arregló en el hostil entorno del Pleistoceno medio?
Porque el homo habilis sí disponía de una gran adaptación. Su locomoción bípeda liberó sus extremidades superiores, y sus costumbres ya no arborícolas, permitieron desarrollar manos no diseñadas ni para correr, ni para trepar, ni para rasgar ni golpear, sino para hacer un conjunto ilimitado de cosas.
Las manos del habilis disponían de un pulgar oponible que permitía agarrar objetos con fuerza y precisión, permitía dar rienda suelta a plasmar objetos solo antes imaginados, permitía la invención.
Y así junto a los huesos de habilis hemos encontrado las primeras herramientas (lo que se conoce como tecnología olduvayense o modo 1). Son solo cascotes de piedra a los que se les han extraído lascas para afilarlos y poder cortar con ellos.
Los habilis eran, probablemente, forrajeadores de dieta esencialmente vegetariana que, ocasionalmente, comían carroña. La piel de un cocodrilo o de un mamut, es demasiado gruesa para atravesarla con las débiles mandíbulas del habilis, por lo que, presumiblemente, utilizaron esas primitivas herramientas para cortar y desgarrar estas pieles.
Seguramente, el consumo de proteína animal contribuyó al crecimiento del cerebro, activando un mecanismo de retroalimentación: hacer herramientas posibilita que pueda comer carne y comer carne me hace más inteligente, lo que posibilita hacer herramientas cada vez más sofisticadas. Dicho de otra manera: el hombre y la herramienta nacen a la vez, coevolucionan conjuntamente. El hombre es técnica, el hombre es un cíborg por naturaleza.
El homo sapiens es capaz de ensimismarse, de abandonar la percepción inmediata de lo que está haciendo y de pararse a pensar, a imaginar, a planificar. Tenemos un “espacio” totalmente íntimo y privado (a no ser que alguien te esté haciendo una electroencefalografía) en el que reflexionar sobre nuestro plan de acción, en el que podemos proyectarnos hacia el futuro a partir de nuestra experiencia pasada. Somos capaces de imaginar qué podría pasar si tomásemos tal decisión o tal otra, y esta capacidad tuvo que venir emparejada con la habilidad de diseñar herramientas.
Cuando el habilis afilaba una lanza estaba imaginando si podría atravesar la piel del tigre con ella la próxima vez que se encontrara con uno. Sin la capacidad de imaginar el futuro no tendría sentido diseñar la herramienta, y viceversa: para hacer una buena herramienta tengo que predecir bien lo que ocurrirá al usarla.
Nosotros los cíborgs
Soy un mono desnudo que fue perdiendo su pelaje a lo largo de un larguísimo proceso evolutivo, pero puedo ponerme un grueso jersey de lana, una segunda piel que me permite resistir temperaturas muy bajas, que me permite convertirme en oso polar en un segundo. Llevo unas bonitas zapatillas que protegen mis pies de las afiladas irregularidades del terreno, un calzado que me permite hacer largas caminatas.
Si lo deseo, puedo convertir esas zapatillas en ruedas, y viajar distancias aún mayores sin ningún esfuerzo. Puedo transformarme en tren, en un barco que cruce los inmensos océanos, y también en un enorme pájaro de acero que pueda llevarme en unas horas a cualquier parte del mundo. Y, es más, puedo adentrarme en los remotos confines del espacio exterior y muy pronto (la misión tripulada a Marte terminará por llegar), dejar mi huella en otros planetas.
Mis gafas corrigen tanto los defectos congénitos de mi vista, como los producidos por la edad o por el sobreesfuerzo visual. Si quiero, puedo ver tanto a millones de kilómetros de distancia en el firmamento, utilizando un hoy sencillo y barato telescopio, como adentrarme en micromundos inimaginables hasta el siglo XVII, utilizando un, igualmente hoy trivial, microscopio. Puedo retener imágenes mejor que en mi memoria utilizando una cámara fotográfica, e incluso puedo retener el mundo en movimiento y con sonido grabando vídeos.
Puedo ver y escuchar secuencias grabadas hace un tiempo indefinido en cualquier lugar del planeta. Puedo comunicarme instantáneamente con cualquier ser humano de la Tierra con solo tener un teléfono móvil en la mano.
Primero utilizamos marcas en la arena o en hueso. Luego tablillas de barro, papiros, pergaminos y rollos de papel. Pudimos extender nuestra débil memoria más allá de nuestra limitada existencia mortal. Ahora tengo la biblioteca de Alejandría completa en una memoria USB de unos milímetros de tamaño. Es más, con una conexión a Internet tengo acceso casi instantáneo a una cantidad de conocimiento inimaginable e inabarcable para mi pequeña mente humana.
Ser un cíborg no es algo que está por llegar. Somos cíborgs porque nuestra forma de relacionarnos con el mundo es la extensión artificial. Sin embargo se puede ir más allá. Hasta ahora la mayoría de nuestras extensiones han sido externas, pero en los albores del siglo XXI surge la posibilidad técnica de modificar nuestro interior, de introducir prótesis en nuestro cuerpo o de sustituir nuestro órganos por otros sintéticos ¿Daremos ese salto o no nos atreveremos a modificar tan radicalmente nuestra propia naturaleza?
Ya están aquí…
La empresa norteamericana de software Three Square Market (con un interés más publicitario que otra cosa) anunció que este 1 de agosto, implantaría a sus empleados (los que quisieran voluntariamente eso sí) unos microchips (del tipo Verychip) en sus cuerpos que les permitirían nuevas funcionalidades como abrir puertas, acceder a ordenadores, hacer fotocopias, pagar compras de máquinas expendedoras…
Los chips tendrían el tamaño de un grano de arroz y se implantarían de forma indolora (o eso dice Todd Westby, el representante de la empresa) entre los dedos pulgar e índice de la mano. Wetsby sostiene que son totalmente legales al ser aprobados en 2004 por la FDA (Administración de alimentos y medicamentos norteamericana). Además, no vulnerarían ningún derecho a sus usuarios ya que los datos del chip estarán encriptados y no permiten su rastreo por GPS (¡Serán más respetuosos con tus derechos que tu propio móvil!).
También tenemos al famoso Neil Harbisson, el primer humano en ser reconocido como un ciborg por un gobierno. Harbisson nació con una enfermedad congénita que le impedía ver los colores, quedando su visión reducida a una sombría escala de grises (acromatopsia). Desde el 2004 lleva integrada en el cráneo una antena cuya principal función es la de emitir una determinada frecuencia sonora dependiendo del color que Harbisson tenga delante. De este modo, asociando el color al sonido, puede reconocer los colores.
Además, se ha tomado muy en serio esto de ser un ciborg y ha fundado la Cyborg Foundation (por cierto, con sede en España: en una masía en Mataró) junto con otra ciborg: la artista catalana Moon Ribas, quien lleva implantado un sensor sísmico online en la muñeca que, aparte de terremotos, le permite medir la velocidad a la que se mueven las personas de su alrededor.
El objetivo de la fundación es facilitar el camino para que las personas nos vayamos convirtiendo en cíborgs, para llegar al fin de la historia en el que nos fusionemos completamente con las máquinas.
Y la cosa fue cogiendo más peso cuando el excéntrico multimillonario Zoltan Itsvan se presentó a las elecciones presidenciales norteamericanas de 2016 con su partido transhumanista. Hizo campaña desde su inmortality bus (paradójico que alguien defienda el uso de la más alta tecnología en semejante tartana en forma de ataúd), haciendo un amplio recorrido por Estados Unidos: Phoenix, Seattle, pasó por el MIT, se atrevió por los principales estados sureños y, por supuesto, por el templo de la Iglesia de la Vida Eterna en Florida, para terminar dando un discurso y leyendo una carta de derechos para los ciborgs en Washington D.C. Al final obtuvo muy pocos votos, pero cierta repercusión mediática.
Istvan prometió a sus activistas implantarles el mismo chip RFID que llevan Harbisson y Ribas (llevar uno debe ser el requisito de entrada al club del ciborg. Por cierto, si llevar un chip implantado te convierte en cíborg, todos los perros españoles – ignoro la legislación en otros países – son cíborgs en pleno derecho), y unos imanes bajo las yemas de los dedos para que puedan atraer metales (¡guau!).
Sus ideas principales se centran en la idea de alargar la vida de las clásicas formas transhumanistas: retardando el envejecimiento reponiendo nuestros órganos por otros sintéticos conforme vayan fallando o, directamente, subiendo nuestra mente a un computador, abandonando para siempre nuestro precario cuerpo mortal.
Incluso el término cíborg ha sido usado por un movimiento, aparentemente, tan alejado de los implantes electrónicos como es el feminismo. La influyente feminista Donna Haraway escribió en 1984 su Manifiesto Cyborg, en donde utiliza el concepto de cyborg para hacer una crítica a ciertas vertientes dentro del feminismo y, sobre todo, al esencialismo propio, según ella, del patriarcado que nos impone una identidad de género universal, transhistórica y, por tanto, obligatoria.
En fin, parece que el concepto da para todo el mundo, pero poniéndonos más serios, quizá el personaje más interesante es el profesor de Cibernética de la Universidad de Reading, Kevin Warwick (con el permiso del, también profesor, Steve Mann), quien, aparte de tener implantado susodicho chip y de ser apodado como “Captain Cyborg”, es un investigador muy relevante en varios campos de conocimiento. En 2002 se implantó una interfaz neuronal conectada al nervio mediano que constaba de 100 electrodos.
Mediante ella pudo controlar un brazo mecánico a través de internet, el cual imitaba los movimientos del brazo de Warwick, únicamente recibiendo señales del cerebro del científico. También implantó a su mujer otro chip en el antebrazo mediante el cual ambos podían comunicarse. En cierto sentido, fue el primer caso de telepatía real de la historia y fue un muy buen reclamo publicitario para visibilizar las enormes potencialidades de estas nuevas tecnologías.
Su funcionamiento es, a nivel básico, muy sencillo. Sabemos desde hace muchísimo que nuestras redes neuronales funcionan comunicándose a base de pulsos eléctricos (de manera, por cierto, bastante menos eficiente que la de nuestros circuitos electrónicos). Si podemos conectar una terminación neuronal a un conductor eléctrico, podemos mandar esos mismos pulsos a la neurona.
Es más, podemos escanear la activación neuronal de una persona mientras, por ejemplo, siente miedo, lo cual nos dará el “lenguaje neuronal” que debemos replicar con nuestro estimulador eléctrico para conseguir el mismo efecto de forma artificial. Es lo que se llama estimulación neuronal profunda y ya se usa, por ejemplo, para tratar la enfermedad de Parkinson (sus usos médicos parecen muy prometedores: depresión, obesidad, Tourette…).
El gran problema es que cualquier implante electrónico que introduzcamos en nuestro organismo es identificado por nuestro sistema inmunitario como un objeto extraño y, en cuanto a tal, intenta rechazarlo. Por eso son comunes las reacciones alérgicas, hinchazones, infecciones… El dispositivo también puede romperse o, al igual que pasa con los marcapasos, ¡hay que cambiarle la pila!, lo cual genera, de nuevo, nuevas operaciones quirúrgicas.
Pero seguramente que los próximos avances en materiales y nanotecnologías subsanarán estos inconvenientes. Además, es posible la electroestimulación a distancia a través del electromagnetismo (incluso lo puedes hacer tú mismo en tu casa por muy poco dinero), si bien sus efectos son menos potentes.
El juicio de Mr.Smith
Supongamos que el avance tecnológico sigue su avance imparable y, progresivamente, podemos ir sustituyendo las partes de nuestro cuerpo dañadas por la senectud por réplicas electrónicas. Si hablamos de órganos como el hígado, los riñones o el corazón, no hay problema (de hecho, ya se hacen trasplantes a día de hoy) pero si pensamos en el cerebro, el único órgano que no pueden trasplantarnos de otra persona sin que dejemos de ser nosotros mismos, surgen las cuestiones.
El escritor de sci-fi Stanislaw Lem (en mi modesta opinión, el mejor escritor de sci-fi de todos los tiempos) nos ofrece un relato en el cual un tal Mr. Smith, piloto automovilístico, había ido comprando todos los componentes de su cuerpo que se habían ido rompiendo en sucesivos accidentes, a una empresa de prótesis electrónicas, Cybernetics Company, hasta que de su organismo biológico no quedó absolutamente nada. Su última parte en recambiar fue uno de sus hemisferios cerebrales.
El relato narra el juicio en el que la empresa denuncia a Mr. Smith por no haber pagado esos implantes (Además, muchos de ellos de lujo) que ahora forman todo su organismo. Es más, el presidente de Cybernetics Company, sostiene que Mr. Smith ya no es un ser humano, ya que el verdadero Mr. Smith (sus trozos) yace desperdigado por todos los circuitos de carreras en los que se estrelló.
El Mr. Smith que está en el banquillo de los acusados no es más que un objeto material, un montón de circuitos que se hacen pasar por un ser humano pero que, verdaderamente, no lo son. Por tanto, la empresa exige recuperar esos caros componentes (si desmonta o no al supuesto farsante Mr. Smith será decisión de la empresa).
Mr. Smith, por el contrario, defiende que, a pesar de que su cuerpo es totalmente electrónico, él sigue sintiéndose como el mismo Mr. Smith que era cuando tenía un cuerpo orgánico y que, por tanto, su cuerpo no puede ser propiedad de ninguna empresa como ningún ser humano, desde que se abolió la esclavitud, es propiedad de nadie. Ingeniosamente, argumenta que lo que la Cybernetics Company pretende hacer con él es como si una empresa de alimentación, pidiera a un deudor suyo sus órganos en propiedad, ya que si los seres humanos estamos compuestos de lo que nos alimentamos, la industria alimentaría sería nuestra dueña.
Cualquier persona está compuesta de proteínas que, antes, pertenecían a una vaca, por lo que si aceptamos lo que la empresa quiere hacer con Mr. Smith, deberíamos aceptar que cualquier vaquería se quedara con partes de nuestro organismo.
En el fondo, Lem está jugando con la idea de identidad: ¿qué es lo que nos hace humanos? ¿Qué es lo que me hace ser yo mismo? La empresa defiende una idea materialista de la identidad: eres el material del que estás hecho por lo que si estás hecho de circuitos de silicio y no de carne, no eres un humano. Por el contrario, Mr. Smith defiende la postura contraria (lo que en términos técnicos se conoce como independencia de substrato): da igual de qué material estés hecho, lo importante es seguir sintiéndote tú mismo.
¿Cuál de las dos posturas es la correcta? Complicado de responder. Parece difícil mantener que somos la materia que nos compone cuando ésta cambia constantemente (seguramente que el lector conserva muy pocos átomos de cuando era un bebé), sin embargo, tampoco sabemos a ciencia cierta si con un cuerpo electrónico seguiríamos siendo nosotros mismos porque esta postura también lleva a paradojas: si puedo convertirme en un ser electrónico, igualmente podrían fabricar una copia exactamente igual a mí. Esa copia… ¿sería también yo?
Además, no solo está en juego la idea de identidad individual (¿quién soy yo?), sino la de nuestra especie (¿qué es el hombre?). Si el nuevo Mr. Smith robotizado tiene un montón de cualidades nuevas otorgadas por su nuevo cuerpo… ¿sigue siendo un humano?
Supongamos que su nuevo cerebro le otorga una súper inteligencia sobrehumana, sus músculos hidráulicos una fuerza increíble, y, lo que es aún más importante: si podemos cambiar cada componente estropeado por uno nuevo, Mr. Smith es potencialmente inmortal… ¿Mr. Smith sigue siendo un ser humano adquiriendo estas cualidades? Si muchos filósofos definieron la condición humana, precisamente, en el hecho de ser mortales… ¿una persona inmortal sigue siendo humana?
Y para concluir su alegato, Mr. Smith utiliza la clásica reductio ad absurdum: si como asegura Cybernetics Mr. Smith no es un humano, el juicio no tiene ninguna validez ya que no existe ninguna ley que permita acusar de nada a una máquina (los robots no son personas jurídicas), y si lo es, entonces gana el juicio ya que un ser humano no es propiedad de nadie tal como quiere la empresa demandante. En ambos casos, Mr. Smith gana. ¿Qué paso al final? Leeros el relato (es muy cortito).
Extendiendo nuestro yo
Colocamos un chip en nuestro cerebro que mueve en una dirección un robot cada vez que pensamos en una determinada palabra. Con un poco de entrenamiento, aprenderíamos todas las palabras que manejan el movimiento del robot y, con solo concentrarnos, seríamos capaces de que se moviera con agilidad. No parece muy difícil que pudiésemos hacer lo mismo con muchos más dispositivos: luces, ventanas, puertas de nuestra casa… cualquier tipo de vehículos o de prótesis u órtesis que nos imaginemos. Ya se ha conseguido que personas con miembros amputados puedan mover sus prótesis mentalmente:
¿Te gustaría tener cuatro brazos y ser una especie de Doctor Octopus? Ya es posible…
¿Qué es lo que define los límites de nuestro yo? Habitualmente pensamos en nuestros límites corporales: nuestra piel parece nuestra natural frontera entre lo que somos y lo que no ¿Por qué? Lo que diferencia mi brazo del de otra persona son dos cosas: puedo controlarlo mentalmente y puedo recibir información desde él (tacto, temperatura, dolor…) ¿Y si lo mismo pudiese hacer con una prótesis? ¿No debería entonces aceptar que esa prótesis forma parte de mi yo tanto como mi brazo?
Vamos a entrar en una época en la que vamos a poder renegociar las fronteras de nuestro yo constantemente. A cada segundo estaremos extendiendo y contrayendo nuestros límites. Pero lo interesante es que no sólo lo haremos a nivel físico, sino también a nivel mental. De hecho, ya lo hacemos en cierto sentido, por ejemplo, cuando utilizamos una calculadora: estamos potenciando nuestras capacidades cognitivas mediante un dispositivo electrónico.
Pero lo realmente guay será cuando se nos pueda introducir esa misma calculadora dentro del cerebro de modo que no tengamos ni que pulsar teclas, cuando solo pensemos en la operación y el resultado aparezca en nuestra mente de forma tan nítida como cuando realizamos el cálculo por nosotros mismos.
Pero no solo pensemos en cálculo, pensemos directamente en aprendizajes y conocimientos. Si descubriéramos la estructura neuronal (o como ahora gusta decir: el conectoma) responsable de almacenar el conocimiento de, pongamos, la tabla periódica o la lista de los reyes godos, no tendríamos más que escanearla e idear un mecanismo que estructure nuestras redes de la misma forma. Tendríamos a nuestra mano la adquisición de todo el conocimiento sin esfuerzo alguno… ¡como en Matrix!
Qué pena no haber dispuesto de algo así cuando suspendí dos veces el examen práctico del carnet de conducir. Es difícil imaginar la revolución que esto supondrá en los sistemas educativos actuales: ¿para qué perder el tiempo estudiando cuando puedo descargarme de la red el conocimiento directamente a mi cerebro?
Pero donde nace la ley, nace la trampa. Igual que podríamos introducir conocimiento en la mente de forma muy cómoda y rápida, igualmente podríamos introducir falsas creencias o cualquier idea que sirviese para manipular la conducta de alguien ¡Podremos hackear mentes!
Imaginemos, por ejemplo, si queremos asesinar a nuestro jefe, un buen plan sería coger a un empleado cualquiera de la empresa e introducirle en la mente información que provoque que él, y no nosotros, asesine al jefe: que éste violó y asesinó a su hija y a su mujer (ambas ficticias, no importa). Podríamos hacer que personas se adhirieran a nuestra religión o credo político, o más probablemente, manipularlos para que compren nuestro producto.
Y la cosa se hace más terrorífica si añadimos el hecho de que no solos conscientes de gran parte de lo que pasa en nuestra mente, operando ésta a un nivel totalmente inconsciente ¿Y si nos introdujeran sesgos inconscientes? ¿Y si hicieran, por ejemplo, que sintiésemos odio, o al menos antipatía, por ciertos grupos étnicos o por personas concretas? ¿Os imagináis un hackeo masivo que hiciese que amáramos a nuestro presidente?
No sabríamos por qué pero, de repente, el líder del gobierno nos cae bien, nos gusta el tono de su voz y sus gestos parecen simpáticos, casi graciosos. Nos cuesta mucho creer que alguien así sea capaz de hacer algo malo. A lo mejor no es Nelson Mandela pero parece un buen hombre y los casos de corrupción, que estuvieron a punto de hacerlo dimitir, parecen nubes borrosas en el pasado. Ya nadie se acuerda de eso, hay que mirar al futuro.
Científicos de la universidad de Stanford han publicado recientemente en la revista Neuron un paper en donde explican cómo estimulando una pequeña región del hipotálamo de ratones machos, consiguen desatar en ellos una fuerte agresividad (incluso atacan su reflejo en un espejo).
Unos años antes, en la Universidad de Yale ya se había conseguido activar y desactivar el instinto cazador de los ratones, volviéndolos dóciles o agresivos a placer. Imaginemos entonces esto aplicados a humanos: ¿qué pasaría si nos programaran para que nos volviéramos unos auténticos psicópatas al ver un determinado color, escuchar unas apalabras o ver al líder de la oposición política? ¿O si nos volviésemos completamente dóciles e inofensivos ante la sola presencia de las fuerzas gubernamentales?
¿Libertad con implantes?
No solo se pueden usar estos chips para que otros nos manipulen, sino que también podremos manipularnos a nosotros mismos.
Soy muy mal estudiante porque siempre me vence la pereza. Mañana tengo un examen y no he sido capaz de ponerme a estudiar pero tengo un plan. Suena el timbre. Es el repartidor que me trae un paquete. Es un implante cerebral de uso casero. Mediante una pistola, a través de la nuca te implantas un chip microscópico en una operación totalmente indolora. Una vez implantado, el chip despliega un montón de nanorobots que se distribuyen a través del torrente sanguíneo hacia los circuitos neuronales que tienen que modificar.
En unas horas, y sin que te des cuenta de absolutamente nada (el cerebro no tiene receptores del dolor. Pueden amputarte todo un hemisferio cerebral sin usar anestesia), todo está hecho: ahora tengo una voluntad de hierro, gran sentido de la responsabilidad y una capacidad de trabajo inigualable. Me pongo, ipso facto, a estudiar.
Sin embargo, esta posibilidad deja muy dañada otra cualidad considerada tradicionalmente como esencial del ser humano: el libre albedrio. Una vez que me he introducido el implante cerebral que me vuelve trabajador, ¿soy igual de libre que era antes para decidir no ponerme a estudiar?
O, veámoslo de la siguiente forma: deseo con todas mis fuerzas asesinar a mi jefe pero no soy capaz. Soy una persona timorata, cobardica y pacífica; jamás he cogido un arma. Soy totalmente inofensivo. Sin embargo, me implanto un chip que altera, al igual que en el caso anterior, mi voluntad, haciéndome arriesgado, valeroso, decidido…
Es más, me implanto otro que altera todas mis creencias sobre el valor de la vida humana: los seres humanos no tienen ningún valor, son escoria que merece morir antes de que destruyan el planeta. Después, un tercero con entrenamiento militar: uso de armas de fuego, asalto, guerrilla urbana, balística, artes marciales… Y por si acaso fuera poco me tomo tres gintonics…
Entonces voy y asesino mi jefe. La cuestión es: la persona que ha cometido el crimen es completamente diferente a la persona que, habitualmente, habita en ese mismo cuerpo. Las creencias, la voluntad y la habilidad para cometer el crimen no son las propias del acusado. Cualquier otra persona que vaya a cometer un crimen puede elegir libremente cambiar de opinión y no hacerlo hasta el último momento, pero yo no he tenido esa opción ya que los implantes dominaban mis creencias y mi capacidad de decisión desde que me los puse.
Realmente fue otro quien apretó el gatillo. Siguiendo los argumentos de la Cybernetics Corporation, si Mr. Smith, ahora que es una mera máquina, cometiera un crimen, no se le podría acusar de asesinato. Igual pasaría conmigo: han sido los implantes, maléficos instrumentos electrónicos, los que verdaderamente cometieron el crimen, no yo.
Un futuro más distinto que nunca
Estamos dentro de una nueva revolución tecnológica que nos va a llevar a un futuro completamente incomparable con ninguna época pasada. Esta vez la causa no será ningún cambio en el sistema político o en el modelo económico (que cambiarán pero como efectos), sino una revolución tecnológica que llegará incluso a modificar al propio ser humano y a su visión de sí mismo.
Si nos preguntan cómo será el ser humano dentro de 100.000 años, podemos responder desde dos perspectivas y, desde ambas, el hombre será irreconocible desde nuestra percepción actual. Si nos vamos a la perspectiva estrictamente biológica, el hombre nunca ha dejado de evolucionar por lo que dentro de 100.000 habrá cambiado siguiendo las reglas de la selección natural hacia otra cosa completamente diferente a lo que somos ahora.
Y si pensamos desde la perspectiva tecnológica, el hombre va a cambiarse a sí mismo desde dos direcciones: una desde la bioingeniería: sin duda, cambiaremos nuestros genes hasta niveles hasta ahora ni soñados; y otra desde la electrónica: los implantes de los que hemos hablado serán cada vez más pequeños y nuestros torrentes sanguíneos estarán plagados de nanorobots arreglando cosas. Y quién sabe hasta qué punto podremos fusionarnos con las máquinas y subir nuestra mente a la red, consiguiendo la tan añorada inmortalidad…
En cualquier caso toca, más que nunca, pensar muy bien en cómo queremos ser. Vamos a tener la suerte (y la responsabilidad) de estar entre las generaciones que tengan la posibilidad de elegir, de definir cómo va a ser el nuevo ser humano. Vamos a ser los primeros humanos en crearnos a nosotros mismos. Un asunto muy serio.
Fotos | Pixabay, Neil Harbisson, Lars Norgaard, iStock
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