De tanto en cuanto vas de visita a casa de algún conocido y al cruzar la puerta, sin esperarlo y a traición, te explica que en su casa no usan zapatos. Así que te descalzas tratando de no poner cara de compromiso, dejas los zapatos en ese diminuto zapatero que siempre tienen en la entrada y te dispones a pasar el resto de la velada en pantuflas. Y no importa que esa noche fueras monísimo de la muerte: las zapatillas son siempre siempre siempre más feas que Picio.
Esa gente son raritos, o al menos es la denominación que la cultura popular les ha reservado de un tiempo a esta parte. La gente común y corriente observa la costumbre con ojos de extrañeza. ¿No pasará frío el agraviado, no llevará el invitado un par de calcetines particularmente horrendos o con algún que otro agujero? Raros, tiquismiquis, maniáticos. La catarata de adjetivos que hemos forjado para estos anfitriones es larga. Pero hay una ausente y más precisa: atinados.
Porque sí. Llevan razón. Y tienen a la ciencia de su lado.
Aunque, hoy por hoy, no usar zapatos en casa aún parece una costumbre algo japonesa, los escasos estudios que se han hecho sugieren que poco a poco se está haciendo más popular. Nos puede parecer raro, pero si nos paramos a pensarlo no faltan motivos. Hay varios estudios que nos hablan sobre lo que pasa de verdad en dos lugares a los que normalmente no prestamos atención, los zapatos y nuestro propio hogar. Bajo nuestra mirada despreocupada se esconde una alianza criminal que ni en los mejores tiempos de Bonnie y Clyde.
Desde hace un par de años, tenemos evidencia empírica de que los zapatos son una gran fuente de información para saber cómo es una persona: gracias a ellos podemos estimar la edad, el sexo, el nivel de ingresos o hasta el nivel de ansiedad del dueño del calzado (Gillath, 2012). Lo que no sabíamos hasta hace poco es que los zapatos transportan mucho más que buena información. Un estudio de Charles Gerba, profesor de microbiología de la Universidad de Arizona, mostró que tras dos semanas de uso se pueden encontrar más de 420.000 bacterias en el exterior de unas zapatillas. 420.000. Para hacernos una idea, el inodoro medio tiene menos de mil.
Según el trabajo de Gerba, de las bacterias identificadas en las zapatillas, el 27% eran E. coli. (Escherichia coli), un tipo de bacteria que vive en el intestino de humanos y animales. El autor sugiere que la "abundancia de esta bacteria puede deberse al contacto frecuente con material fecal tanto en suelos de cuartos de baño como en la calle". La mayoría de las E. coli no causan problemas. Pero algunos tipos pueden producir enfermedades y causar diarreas bastante severas.
También por los insectos
Gerba y su equipo también encontraron grandes cantidades de Klebsiella pneumoniae y de Serratia marcescens. La K. pneumoniae se dedica a las infecciones del tracto urinario, las neumonías, las sepsis y otras infecciones de tejidos blandos o de heridas abiertas. Mientras que a la S. marcescens se le dan de vicio las conjuntivitis, las queratitis y otras infecciones urinarias (en algunos casos, también meningitis y endocarditis, pero es mucho más raro). Estas dos bacterias son lo que, para entendernos, llamamos infecciones oportunistas; es decir, suelen atacar cuando el sistema inmune está debilitado y suelen estar involucradas en las enfermedades que ocurren dentro de los hospitales (las famosas nosocomiales de las que os hablamos aquí).
No obstante, a no ser que nos dediquemos a chupar los zapatos de forma habitual, la probabilidad de que alguna de estas bacterias infecte a alguien es muy baja. Esto, que son malas noticias para los fetichistas, es lo que explica que en las casas donde sí se usan zapatos no haya enfermedades constantes. Pero hay más cosas a tener en cuenta.
Otro estudio reciente nos dice que, aunque no nos lo podamos creer, cada día convivimos con más de doce especies distintas de insectos en nuestras propias casas. Según los investigadores, en cada vivienda viven entre 32 y 211 morfoespecies, de las que entre 24 y 118 son artrópodos. Una auténtica barbaridad.
Según los resultados del censo, que todavía son muy parciales y pueden cambiar dependiendo del clima, las moscas y los mosquitos son los insectos más más comunes en nuestras casas (representando un 23%). Tras de ellos tenemos a las arañas (19%) y a los escarabajos (16%). Aunque en muchas zonas estos compañeros de piso son inofensivos, en otras crear climas favorables a mosquitos o arañas puede ser un problema serio de salud.
Hasta hace poco creíamos que tras años de insecticidas y productos químicos, la biodiversidad de nuestras casas estaba bajo mínimos, pero parece que no es así. Además, es muy curioso que la mayor parte de las 93 especies encontradas no son lo que normalmente denominaríamos "plagas". Por lo que parece, los insectos pasan desapercibidos alimentándose de nuestros residuos (como la piel muerta) o de la suciedad que introducimos en casa. Es precisamente cuando se rompe el equilibro (por falta de higiene, por cambios climáticos o por lo que sea) cuando alguna población dispara su crecimiento y surgen la alarma.
Ser zapato es duro. Son esa clase de gente que se mete en todos los charcos, esa gente a los que siempre se les mira desde arriba y a los que la sociedad no para de pisotear. Por eso parece excesivo dejarlos en la entrada de la casa: pero, la verdad, es que son una de las principales vías de suciedad y contaminación en el hogar. Aliados naturales de los habitantes invisibles de la casa, ahora no parece tan 'rarito' eso de descalzarse en la entrada. Sobre todo, en viviendas donde vivan niños pequeños o personas con problemas de salud.
De todas formas, tampoco es para volvernos locos: las monedas tienen entre 23.000 y 255.000 bacterias y entre 11 y 377 colonias de hongos (Kuria, Wahome, Jobalamin y Kariuki, 2009). Quiero decir que convivimos con baterias, hongos y virus todos los días y, aunque tomar precauciones nunca está de más, cosas sencillas como lavarnos de forma cotidiana las manos o no hacer la cama son precauciones más fáciles de poner en marcha que la política de zapatos cero. Aunque yo, de todas formas, me lo voy a pensar.
Imagen: Dillon Shook/Unsplash