Creo que fue en secundaria. Nos llevaron al salón de actos y nos sentaron ante un señor mayor que ordenaba fichas rayadas sobre el escenario. Era un misionero católico, creo recordar. Un fraile agustino que había pasado la mayor parte de su vida entre las 2.500 islas del archipiélago de Marajó, las villas miseria de Buenos Aires y las favelas de Río. Sabía algo, empezó a decir entre risas, de la pobreza.
Nos tenían engañados sobre la pobreza. En los cuentos que nos contaban de pequeños, siempre había una versión edulcorada, cálida y un poco reconfortante de la pobreza. De hecho, cuando un rico, un rey o una princesa perdían (siempre accidentalmente) su prestigios, dinero o recursos acababan convirtiéndose en mejores personas. La pobreza de los cuentos, nos decía el viejo cura, saca lo mejor de nosotros.
"Pero es mentira", dijo mientras borraba la sonrisa de su cara. El hambre, la miseria o el frío no hacen a nadie mejor; el miedo, la incertidumbre de no saber qué comerán tus hijos mañana no te hacen más puro; "la pobreza, cuando es pobreza de verdad, — venía a decir el misionero — saca lo peor de cada uno, lo que hace falta para sobrevivir". Si somos buenos en esas circunstancias es, siempre, a pesar de ellas.
Hoy, al leer la revisión que Matthew Ridley y su equipo publican en Science, me he acordado de aquel viejo fraile y su cruzada contra la idealización de la pobreza. Y es que Ridley se pregunta ¿por qué las personas que viven en la pobreza se ven afectadas de manera desproporcionada por enfermedades mentales? ¿Pueden las políticas que apuntan a mejorar la salud mental reducir, como consecuencia, la pobreza? Es decir, ¿forman la miseria y la enfermedad una relación causal bidireccional?
¿Qué sentido tiene hacerse esa pregunta?
Eso, al menos, se preguntarán algunos. Y la primera respuesta es que, en efecto, esa relación parece existir. O esa es la conclusión a la que llega el equipo tras examinar una nada desdeñable cantidad de estudios interdisciplinarios. Y si existen, sostiene Ridley, comprender los mecanismos que subyacen a esa posible relación es crucial para desarrollar políticas e intervenciones efectivas que puedan mejorar el bienestar psicológico y reducir la pobreza.
Al fin y al cabo, las investigaciones de mayor calidad metodológica sugieren que las personas que viven en la pobreza a menudo se ven afectadas de manera desproporcionada por enfermedades mentales. Y, por el otro lado, que las personas que padecen depresión y ansiedad tienen más probabilidades de enfrentar mayores desafíos económicos debido a la pérdida de empleo e ingresos, lo que conduce a la pobreza. Es más, muchos otros estudios (en esto el trabajo de Ridley es muy completo) demuestran que mejorar una de ellas conlleva mejoras en la otra.
Tras examinar el porqué de esta relación (cosas que van desde las preocupaciones y la incertidumbre que conlleva vivir en la pobreza a los efectos de la pobreza en el neurodesarrollo infantil), se preguntan si la pandemia puede haber explotado esta relación afectar a esta complicada relación. Es difícil decirlo sin estudios concretos, pero el modelo apunta a que sí. Y esto es importante. A menudo cuando hablamos de ciencia solemos olvidar que, más allá de las placas de Petri y las nebulosas lejanas, esto también lo es. Y tener modelos complejos que integren lo que sabemos son esenciales para cambiar las cosas.
Imagen | Robina Weermeijer
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